De la manera que ustedes presentaron sus miembros como esclavos a la impureza y a la iniquidad, para iniquidad, así ahora presenten sus miembros como esclavos a la justicia, para santificación. Romanos 6:19
Entre más pecamos, más inclinados a pecar nos sentimos. John Owen lo expresó de este modo en el típico estilo del siglo diecisiete:
Repetidos actos de consentimiento de la voluntad ante el pecado pueden engendrar una disposición y una predisposición de la voluntad hacia una preferencia y un alistamiento para consentir al pecado ante la más mínima solicitud.
Cada pecado que cometemos refuerza el hábito de pecar y hace que resulte más fácil caer. En el capítulo anterior consideramos la importancia de guardar la mente y las emociones, ya que estas facultades son los canales a través de los cuales llegan hasta nuestra voluntad las diversas fuerzas impulsoras. Pero también es importante comprender cómo es que los hábitos influyen sobre la voluntad.
El hábito se define como la “disposición o carácter predominante de los pensamientos y sentimientos de la persona”. Los hábitos son los esquemas intelectuales y emocionales grabados en la mente. Estos esquemas internos representan un papel tan decisivo como las influencias externas sobre las acciones, incluso, es posible que su influencia sea mayor. Owen dijo: “Toda lujuria es un hábito o disposición depravado que continuamente inclina el corazón hacia el mal”.
Cuando éramos incrédulos, nos entregamos a desarrollar hábitos de impiedad, lo que Pablo denominó como presentar “sus miembros como esclavos a la impureza y a la iniquidad” (Ro 6:19). Cada vez que pecábamos, cada vez que sentíamos lujuria, que codiciábamos, que odiábamos, que engañábamos o mentíamos, estábamos desarrollando hábitos que aumentaban nuestra pecaminosidad. Estos actos repetidos de injusticia se convertían en hábitos que nos hacían obrar como esclavos del pecado.
Pero, dice Pablo, así como antes nos entregábamos a los hábitos perversos, ahora así debemos entregarnos al desarrollo de hábitos de santidad (Ro 6:19). Debemos desprendernos de nuestro viejo ser —la disposición pecaminosa y sus hábitos— para vestirnos del nuevo ser, con su carácter y sus hábitos de santidad. Disciplinarnos para la piedad (1Ti 4:7) es disciplinar y estructurar nuestra vida de manera que desarrollemos hábitos piadosos. Quitarnos esos hábitos pecaminosos es lo que Pablo llama mortificar o hacer morir las obras de la carne (Ro 8:13).
Aunque debemos ocuparnos de esos hábitos impíos, no tenemos que tratar de hacerlo en nuestras fuerzas. La anulación de los hábitos pecaminosos tiene que hacerse en cooperación con el Espíritu Santo y en dependencia de Él. El resolver que “jamás voy a hacer eso de nuevo”, cuando está basado solamente en la determinación humana, no ha servido en ningún caso para romper las cadenas del pecado. Pero hay principios prácticos que podemos seguir para disciplinarnos para la santidad.
El primer principio es que los hábitos se desarrollan y se refuerzan mediante la repetición frecuente. Otra definición del término hábito es “esquema de comportamiento adquirido por la repetición frecuente”. Este es el principio que nos dice que mientras más pecamos más inclinados estamos a pecar. Pero también aplica al revés. Cuantas más le decimos “no” al pecado, más inclinados nos sentiremos a decirle “no”.
Por tanto, dependiendo adecuadamente del Espíritu Santo, debemos esforzarnos sistemáticamente por adquirir el hábito de decirle “no” a los pecados que con tanta facilidad nos envuelven. Todos sabemos cuáles son esos pecados; los pecados a los que somos más vulnerables. Comencemos por ocuparnos de decirle “no” a esos pecados en particular. Luego Dios nos llevará a ocuparnos de otros pecados de la misma forma, pecados de los cuales no podemos ni siquiera tener conciencia en este momento. Cuanto mayor sea nuestro éxito en la tarea de decirle “no” a los deseos pecaminosos, más fácil será decir “no” una y otra vez.
Igualmente, podemos desarrollar hábitos de santidad positivos. Podemos desarrollar el hábito de tener pensamientos puros, verdaderos y buenos. Podemos desarrollar el hábito de la oración y la meditación en las Escrituras. Pero estos hábitos solo se desarrollarán mediante la repetición frecuente.
El segundo principio para romper los hábitos pecaminosos y adquirir hábitos nuevos es el de no permitir excepciones jamás.
Cuando permitimos excepciones, no hacemos otra cosa que reforzar los hábitos viejos, o por lo menos, dejamos de reforzar el hábito nuevo. A esta altura debemos estar alerta ante el argumento de que será esta “la única vez”, lo cual constituye una trampa sutil y peligrosa. Porque no queremos pagar el precio que significa decirle “no” a los deseos, nos decimos a nosotros mismos que nos vamos a dar el gusto una única vez más y que mañana cambiaremos. En lo profundo de nuestro ser sabemos que mañana será más difícil decir “no”, pero preferimos no ocuparnos de eso.
El tercer principio es que se requiere disciplina en todos los aspectos para asegurar el éxito en uno de ellos. Owen dijo: “Sin un esfuerzo sincero y diligente en todas las áreas de obediencia, no habrá mortificación exitosa de ningún pecado dominante en particular”. Podemos sentir que un hábito en particular “no es tan malo”, pero si cedemos continuamente a sus impulsos, la voluntad se debilita y nos resultará más difícil resistir los ataques de la tentación en otros aspectos. Esta es la razón por la cual es importante, por ejemplo, que desarrollemos hábitos de autocontrol sobre los apetitos físicos. Podemos pensar que ceder a dichos apetitos no es tan malo, pero el ceder a sus impulsos debilita la voluntad en todos los demás aspectos de la vida.
Por último, no nos desanimemos ante los fracasos. Hay una enorme diferencia entre fracasar y ser un fracaso. Somos un fracaso cuando nos rendimos, cuando dejamos de intentar. Pero mientras sigamos intentando eliminar esos hábitos pecaminosos, a pesar de las veces que fracasemos, no nos habremos convertido en fracasos y podremos esperar algún progreso.
Resulta vano cuidar la mente y las emociones, para protegerlos de lo que procede de afuera, si al mismo tiempo no nos ocupamos de los hábitos pecaminosos que proceden de nuestro interior. La lucha por la santidad tiene que ser librada en dos frentes: el externo y el interno. Solamente así experimentaremos progreso en la búsqueda de la santidad.
Extracto del libro La búsqueda de la santidad, páginas 121-125, puedes adquirirlo aquí.