¿Puede estar realmente vivo un hombre que ha olvidado cómo llorar? ¿Puede un hombre de Dios, o un ministro de Cristo, pretender realmente estar plenamente despierto sin lágrimas? Estas son preguntas incómodas que me he estado haciendo.
Estas consideraciones, por muy secos que hayan estado mis ojos, no tienen su origen en mí. Me las planteo con cierta reticencia. Había estudiado (e incluso memorizado) el discurso de despedida de Pablo a los ancianos de Éfeso antes de contemplar el rostro húmedo del apóstol.
Pablo, anclado brevemente en la costa de Mileto, envía un mensaje sesenta y cuatro kilómetros al sur, a Éfeso. Pide a los ancianos que acudan inmediatamente. Cuando llegan, les dice lo que les rompe el corazón: “Sé que ninguno de ustedes, entre quienes anduve predicando el reino, volverá a ver mi rostro” (Hch 20:25; 37-38). Pablo estaba resuelto a subir a un barco que navegaba hacia oscuras providencias. “Atado en espíritu, voy a Jerusalén sin saber lo que allá me sucederá, salvo que el Espíritu Santo solemnemente me da testimonio en cada ciudad, diciendo que me esperan cadenas y aflicciones” (Hch 20:22-23 ).
Tres años había pasado con ellos en Éfeso, cuidando de sus almas “día y noche”. Este es su último encuentro en esta vida. Sus palabras cayeron como ladrillos de oro. De todas las cosas para decir y recordar, para alentar y advertir, con tan pocos caracteres para componer su mensaje final, ¿te sorprende que Pablo mencione dos veces, de todas las cosas, sus lágrimas?

Servir al Señor con lágrimas
Comienza sus últimas palabras a estos queridos amigos:
Ustedes bien saben cómo he sido con ustedes todo el tiempo, desde el primer día que estuve en Asia. He servido al Señor con toda humildad, con lágrimas y con pruebas que vinieron sobre mí por causa de las intrigas de los judíos (Hch 20:18-19).
Pablo menciona su llanto como un hecho ―”ustedes bien saben”―. Los ancianos efesios recordaban cómo el rocío de sus afectos caía sin pudor. Lo vieron llorar todo el tiempo que vivió entre ellos. Qué imagen tan distinta del poderoso apóstol.
Si pudiera, trataría de pintarlo, y lo titularía: “El león del Señor, llorando”. Es bueno para mí ver esto. Pablo, en su ministerio, perdió la compostura en ocasiones. A veces ―y parece que muchas veces― su pasión por Cristo y su compasión por las almas deshacían su aparente aplomo. “¿Recuerdan mis lágrimas?”, pregunta a los ahora ancianos de la iglesia. ¿Pueden ver esas lluvias de gracia regando mis sermones, es más, esos sermones exclamativos de mi alma a la de ustedes, servidores de su bien eterno y de mi bondadoso Señor?
La escena me hace preguntarme: ¿Sirvo yo al Señor con tales lágrimas? ¿Quiero hacerlo? ¿Y tú?

Advertencias a través de las lágrimas
Cuando Pablo menciona sus lágrimas por segunda vez, dice algo más. Después de decir a los hombres que se cuiden a sí mismos y a todo el rebaño en el que el Espíritu Santo los ha hecho obispos, les dice que lobos feroces atacarán desde fuera, y falsos maestros se arrastrarán desde dentro (Hch 20:29-30), por tanto, les ruega: “estén alerta”. Pero fíjate en lo que acompaña a su llamadoo:
Por tanto, estén alerta, recordando que por tres años, de noche y de día, no cesé de amonestar a cada uno con lágrimas (Hch 20:31).
“Amonestar” significa advertir. Durante tres años no dejó de amonestarlos, ni de llorar por ellos. Qué visión. Qué perplejidad. Reflexiona conmigo sobre este guerrero que llora.
Este hombre laborioso y sanguíneo les advierte del pecado, del juicio y de la ira venidera, mientras llora cálidas lágrimas por sus almas. Como centinela, levantó las manos y se declaró libre de la sangre de ellos. Les dice dos veces que no se acobardó al decirles toda la verdad de Dios. Dijo la palabra dura e impopular; advirtió y llamó al pecado por su nombre. A la gente no le gustaba lo que decía; de hecho, intentaban matarlo.
Aun así, este soldado lloró mientras advertía: vuelvan de su ruina, huyan de la ira venidera, arrepiéntanse ante Dios y pongan toda su fe en Jesucristo. Crean en la buena noticia de la gracia de Dios. Sigan creyendo en Cristo crucificado, resucitado y que pronto volverá.

El poder de la súplica con lágrimas
Imagina estar frente a un hombre así.
Tu corazón caído ha estado a menudo en guardia contra argumentos y críticas. Tu armadura está bien colocada, y tu pecado está bien protegido. Las disputas sin corazón y los juegos de palabras son tu deporte. Pero ¿quién es este enemigo que ataca a caballo? ¿Qué clase de guerrero derrama lágrimas por el hombre que desea conquistar? Acero encontrándose con frío acero: esta es la banda sonora familiar del campo de batalla. Gruñidos, gritos y toques de trompeta que se saborean, pero no estos gritos suaves e inquietantes del enemigo: lágrimas por ti. Esto es más que mera verdad; es amor.
Ves el enrojecimiento de sus ojos. Oyes las interrupciones y arranques de su discurso. Aquí no hay ningún enemigo, ningún asalariado, ningún mero polemista de esta época. Es sincero, sin duda, pero sincero por algo más que una discusión. Es serio por las almas, por mi alma. Puede descartar mis opiniones, pero me lleva en su corazón. Me dice cosas duras, pero parece querer el bien para mí. Tal vez más de lo que yo quiero para mí.

Admoniciones para dos hombres
Qué correctivo tanto para la estridencia sin lágrimas como para los sauces llorones de hoy: para los que, como yo, han enseñado sobre el lago de fuego mientras rara vez derramaban una lágrima junto a él, y para los llorones que nunca se atreverían a mencionar el infierno.
Qué fastidio pueden llegar a ser las advertencias cuando se dan sin esta lluvia sagrada. Todo relámpagos, nada de agua. Tales regaños repetidos desprenden aire seco y caliente y dejan los corazones agrietados. Saulo, que seguía “respirando todavía amenazas y muerte contra los discípulos del Señor” (Hch 9:1). En sus ojos ahora mojados, el que no tiene lágrimas puede encontrar la esperanza de que la gracia no haya terminado con nosotros todavía.
Pero tampoco podemos tolerar por mucho tiempo al llorón sin convicción, cuyas lágrimas no tienen un manantial profundo. Los hombres que siempre están a punto de llorar por nimiedades necesitan que se les recuerde que deben ser hombres y ser fuertes. Las buenas lágrimas sirven a una ambición mayor. Sirven al Señor Jesús. Pero por encima de éstas se elevan los llantos en Éfeso. Cómo ese llanto sincero confundió a los pecadores cuando Pablo rogó a los muertos que se convirtieran y vivieran. El León del Señor está clamando, advirtiendo, suplicando.

Solo me queda imaginar que era difícil discutir con alguien así durante mucho tiempo, y aún más difícil de olvidar. ¿Cuándo fue la última vez, querido lector cristiano, que advertiste a un hermano infiel, a una madre apóstata, a un hijo lujurioso, a un amigo engañado a través de una visión borrosa por tus lágrimas?
¿No deberían los que verdaderamente viven, en un mundo como este, encontrar momentos para llorar? ¿No viven muchos despreciando la misericordia y rechazando a Cristo? ¿No se pierden almas hacia ese lugar eterno de crujir y llorar cada hora ―nuestros amigos, compañeros de clase y vecinos―, muchos sin conocer a un cristiano que derrame una sola lágrima por sus almas? Venimos con buenas noticias; no siempre necesitamos llorar. Pero ¿es nuestro peligro demasiadas súplicas llorosas por las almas?
Llorar por sus almas
Una palabra final, entonces, para los pastores, ancianos, hombres como aquellos a quienes Pablo les habló ese día. ¿Tienes una lágrima que derramar por el pecador perdido y el santo amenazado? ¿Sirves a tu Señor con lágrimas? No pretendo instruirte en estos asuntos. Estas no son más que mis notas de sermón mientras escucho al león que llora.
Charles Spurgeon dijo que era algo bendito que un ministro “llorara hasta llegar al alma de los hombres”, una cualidad que había admirado en George Whitefield.
Escucha cómo predicaba Whitefield, y no te atrevas a ser letárgico nunca más. [Cornelius] Winter dice de él que “a veces lloraba excesivamente, y con frecuencia estaba tan abrumado, que por unos segundos uno sospechaba que nunca se recuperaría; y cuando lo hacía, la naturaleza necesitaba un poco de tiempo para componerse. Casi nunca le vi pronunciar un sermón sin llorar más o menos. Su voz era a menudo interrumpida por sus afectos; y le he oído decir en el púlpito: ‘Me culpan por llorar; pero ¿cómo puedo evitarlo, cuando no lloran por ustedes mismos, aunque sus propias almas inmortales están al borde de la destrucción, y, por lo que sé, están escuchando su último sermón, y puede que nunca más tengan la oportunidad de que se les ofrezca a Cristo?’” (Lectures to My Students [Discursos a mis estudiantes], 307).
Oremos todos por lágrimas santas. No por sí mismas, no para hacer un espectáculo vano que llame la atención sobre nosotros mismos, o intente manipular. Pero busquemos la vida, la vida plena, la vida abundante en Cristo, una vida plenamente viva, plenamente despierta, plenamente compasiva dentro de un mundo maldito de tiempos malos y almas inmortales. Señor, despierta una generación de hombres y mujeres con corazón de león para Cristo, que te sirvan con todo su corazón, su mente, su alma, su fuerza y sus lágrimas.
Publicado originalmente en Desiring God.