Perder a Cristo en el cristianismo: un examen crítico de nuestras prioridades espirituales

La razón de la vida cristiana es Cristo mismo. Sin embargo, en vivir las disciplinas cristianas podemos llegar a olvidar a Aquel por quien hacemos lo que hacemos. Por tal motivo, Greg Morse nos lleva a repensar si nuestra vida como creyentes está centrada en quien realmente importa: Cristo.
Foto: Bakr Magrabi

Al principio, la pregunta parece extraña, sin embargo, me la he hecho a mí mismo: ¿Estoy en peligro de perder a Cristo en mi cristianismo?  

Entre nosotros, los que verdaderamente conocemos a Jesús, lo amamos y hemos creído en Él para vida eterna: ¿hemos perdido nuestro primer amor? ¿Brilla la mayor luz como la menor en nuestros corazones? Sin que nos demos cuenta ¿se ha movido del primer lugar en nuestras almas a un simple adjetivo que modifica nuestras metas? Hoy en día los libros acerca del cristianismo se venden muy bien, sin embargo, los libros acerca de Cristo usualmente se quedan en las librerías.   

¿Verdaderamente, todavía podemos decir “Mi alma espera al Señor más que los centinelas a la mañana; sí, más que los centinelas a la mañana” (Sal 130:6)? ¿Lo único que le pedimos a nuestro Señor es que deseamos contemplar Su belleza y conversar con Él (Sal 27:4)? Si Él regresara hoy ¿se sentiría como una interrupción, o nos interrumpiría susurrándonos entre nosotros: “¿Han visto al que ama mi alma?” (Cn 3:3)? ¿Sentimos el dolor de Su ausencia? ¿Lo extrañamos?  

Últimamente, he echado menos vistazos a las paredes de este mundo, esperando Su regreso. Me he ocupado con propósitos buenos y hasta piadosos, es decir, aquellos que son de Él, para Él y por Él, pero que no son Él. Para mi sorpresa, me he dado cuenta de que he empezado a perder a Cristo, nada más y nada menos que, entre todos los lugares, en mi cristianismo. Y perderlo de vista parece menos sutil, más fácil.  

Trataré de describir la forma en la que podemos perderlo de vista en algunos lugares preciosos para nosotros: el evangelio, las Escrituras, la búsqueda de la santidad y la iglesia. 

Como creyentes haríamos bien en seguir las instrucciones de Pablo en 2 Corintios 13:5 “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?”. / Foto: Istock

¿Lo hemos perdido en el evangelio?  

He extraviado a Jesús en el evangelio cuando este se convierte en una doctrina sin rostro, cuando se vuelve parte de una ecuación donde “evangelio más fe es igual al cielo”. Michael Reeves lo comprende cuando escribe que Spurgeon:   

Prefería usar la frase “predicar a Cristo” más que predicar “el evangelio”, “la verdad” o cualquier otra cosa, por lo fácil que podemos reducir “el evangelio” o “la verdad” a un sistema impersonal. La persona misma de Cristo es el camino, la verdad y la vida; la gloria de Dios; la vida y el deleite de los santos, el Novio que la novia es invitada a disfrutar [Spurgeon y la vida cristiana – vivo en Cristo]. 

Si no me mantengo en guardia, puedo reducir al evangelio y la verdad a una ciencia sin vida y sin pulso. En contra de este plan despersonalizado, Pablo describe al evangelio de Dios como lo que: 

Él ya había prometido por medio de Sus profetas en las Sagradas Escrituras. Es el mensaje acerca de Su Hijo, que nació de la descendencia de David según la carne, y que fue declarado Hijo de Dios con un acto de poder, conforme al Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos: nuestro Señor Jesucristo (Ro 1:1-4). 

Pablo no dedicó su vida a una fórmula estática, sino que Dios lo apartó para el evangelio, el evangelio “acerca de Su Hijo”. Este evangelio, el poder de Dios para salvación, son las buenas noticias de una persona, Jesucristo, el Hijo de David profetizado por siglos, crucificado por el pecado, resucitado en poder y que ascendió a la diestra del Padre y que pronto regresará.  

He extraviado a Jesús en el evangelio cuando este se convierte en una doctrina sin rostro, cuando se vuelve parte de una ecuación donde “evangelio más fe es igual al cielo”. / Foto: Unsplash

¿Lo hemos perdido en las Escrituras?  

“Ustedes examinan las Escrituras porque piensan tener en ellas la vida eterna. ¡Y son ellas las que dan testimonio de Mí! Pero ustedes no quieren venir a Mí para que tengan esa vida” (Jn 5:39-40). ¿Hemos aprendido malos hábitos en la lectura de la Biblia que imitan a los fariseos ciegos? 

Pregúntate: ¿Qué he visto en la Biblia últimamente? Quizás responderás que has aprendido acerca del contentamiento, de cómo sufrir o de cómo amar mejor a tu esposa. Tal vez has explorado la valentía de los discípulos en el libro de los Hechos o estudiado el corazón de un ministro en las epístolas pastorales. O quizás te has sumergido en el tema de la humildad a medida que viajas por el libro de Filipenses o has sido enseñado a orar en los Salmos o contemplado tu seguridad de salvación en 1 Juan. Todas son buenas enseñanzas.  

Ahora pregúntate: ¿Qué he visto de Cristo últimamente? ¿Qué acerca de Él ha iluminado tu corazón y alegrado tu alma? ¿Cuál de Sus palabras ha cautivado tu atención? ¿Cuál de Sus excelencias ha traspasado tus afectos? ¿Qué acerca de la Cruz te ha humillado, qué acerca de la resurrección te ha sostenido, qué acerca de Su regreso te ha llevado a fijar tus ojos en los cielos, esperándole?  

Sospecho que para muchos de nosotros, la primera pregunta será mucho más fácil de responder que la segunda. Hemos pensando en muchas enseñanzas, pero ¿qué hemos pensado sobre Cristo mismo? Hablamos mucho acerca de la fe, pero ¿qué tanto mencionamos a Aquel sobre quien descansa nuestra fe? Los fariseos estudiaron muchos temas acerca de la santidad, pero perdieron de vista al Mesías que estaba frente a ellos.  

Al escudriñar la Palabra de Dios debemos tener cuidado de no perder a Cristo de vista. Los fariseos estudiaron muchos temas acerca de la santidad, pero perdieron de vista al Mesías que estaba frente a ellos.  / Foto: Aaron Burden

¿Lo hemos perdido buscando la santidad? 

Cuando perdemos de vista a Jesús en nuestra santificación, la semejanza a Cristo se convierte en sinónimo de virtud perfecta y el pecado se vuelve una infracción impersonal.  

En lugar de ver nuestro amor como uno que imita al amor de Cristo (Jn 15:12), buscamos tener un amor genérico en su máximo alcance, una paciencia general que sobreabunde, un gozo, una bondad y un dominio propio en grado superlativo. La santidad se vuelve una matemática ética, en la cual tomamos un atributo positivo y calculamos cuánto más de este necesitamos.  

Y cuando pensamos acerca del pecado, nos referimos a él como quebrantar una ley despersonalizada y sin alma. Por ejemplo, el pecado ocurre cuando el letrero dice que el límite de velocidad es de 70 kilometros por hora y la cámara registró que íbamos a 80. Quebrantamos la ley. El ojo frío de la justicia nos atrapó y fuimos multados.  

En lugar de esto, cuando nuestra santidad mira a Jesús, se parece a Jesús. Cuando contemplamos Su gloria, somos cambiados a Su imagen (2Co 3:18). El Padre nos predestinó para ser hechos semejantes a la imagen de Su Hijo (Ro 8:29). No procuramos grandes virtudes como un fin en sí mismas; nos “vestimos del Señor Jesucristo” (Ro 13:14) y obedecemos no a una ley abstracta, sino a Su ley: llevamos las cargas de los otros y “cumplimos la ley de Cristo” (Ga 6:2). En lugar de confesar el pecado como aquellos que violaron el límite de velocidad, confesamos el pecado frente a nuestro Dios Trino. 

Cuando perdemos de vista a Jesús en nuestra santificación, la semejanza a Cristo se convierte en sinónimo de virtud perfecta y el pecado se vuelve una infracción impersonal.  / Foto: Unsplash

¿Lo hemos perdido en la iglesia? 

Nuestra sociedad, que es cada vez más postcristiana, prefiere la Regla de Oro por sobre el Legislador de oro. El humanismo da palmaditas en la espalda de la conciencia, el amor por tu prójimo es aceptado aunque muchos pretenden que Dios está muerto.  

Incluso podemos ser culpables de una versión más santa de lo anterior. Fuimos llamados a ser reconocidos por nuestro amor los unos por los otros, pero no únicamente por nuestro amor los unos por los otros. No podemos especializarnos en el amor horizontal por otros creyentes y olvidarnos del amor vertical por Cristo; y de ese modo vivir tomando en serio el segundo mandamiento de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos y al mismo tiempo ignorar el primero de amar a Dios con todo nuestro ser. 

La tentación es como la que surge en un viaje misionero a corto plazo de cava el pozo, pero olvídate del agua viva. Podemos cocinar para el grupo pequeño, dirigir el culto de oración, visitar a los miembros de nuestra iglesia que están enfermos, organizar las sillas para el servicio de adoración, ensayar las alabanzas, organizar la comida para los necesitados, enviar una tarjeta, ir a un funeral, y perder el enfoque en Jesús. Para que la comunidad cristiana siga siendo cristiana, llena del Espíritu de Cristo y dando gloria a Dios, debe ser una comunidad fundamentada sobre la obra de Cristo. 

Nuestra vida en el cuerpo es una vida en Su cuerpo. Jesús “es también la cabeza del cuerpo que es la iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, a fin de que Él tenga en todo la primacía” (Col 1:18). No somos la mejor versión de los clubes sociales de este mundo, tampoco somos las mejores sociedades humanistas rociadas con enseñanzas acerca de Jesús. Somos Su posesión, Sus ovejas, Su novia. Si el Rey se va, con Él también se van nuestros candeleros.  

No podemos especializarnos en el amor horizontal por otros creyentes y olvidarnos del amor vertical por Cristo. / Foto: Unsplash

Buscar lo inescrutable  

“El estudio de Jesucristo es la tarea más noble a la que un alma puede dedicarse” escribió John Flavel. “Aquellos que, como niños, torturan y atormentan sus cerebros con otros estudios, se cansan con juegos inútiles; el águila vuela hacia el mismo sol. Los ángeles estudian esta doctrina, y se inclinan a mirar en su profundo abismo”. Los ángeles nunca se cansan de mirar al Rey en Su belleza ¿Nos hemos cansado nosotros?  

Cristiano recuerda a Aquel “a quien sin haber visto, ustedes lo aman, y a quien ahora no ven, pero creen en Él, y se regocijan grandemente con gozo inefable y lleno de gloria, obteniendo, como resultado de su fe, la salvación de sus almas” (1P 1:8–9). Conocer a Cristo es experimentar el cielo en la tierra y el cielo entre los cielos. El gozo eterno de los santos consiste en ver a Dios en el rostro de Cristo y ser transformados a la imagen de aquello que contemplamos. El cielo orbita alrededor de Él. ¿Nos conformaremos con un cristianismo desnutrido de Cristo?  

Dediquemos nuestras vidas a contemplar Sus multiformes glorias. Exploremos las riquezas de Cristo hasta que comprobemos que verdaderamente son “inescrutables” (Ef 3:8). Hagamos de Su amor —que sobrepasa todo entendimiento— el tema que abarca todas las áreas de nuestra vida. Pidámosle a nuestros pastores, como los griegos le pidieron a Felipe: “Señor, queremos ver a Jesús” (Jn 12:21). 

A todos nos queda por ver mucho más de Cristo. De nuevo dice Flavel:  

El estudio de Cristo es como echar raíces en un país recién descubierto: al principio los hombres se sientan junto al mar, en los bordes del país y allí se quedan; no obstante, poco a poco exploran más y más lejos del mar, internándose en el corazón del país ¡Ah, los mejores de entre nosotros están apenas en los bordes de este vasto continente!  

Querido cristiano, adentrate más profundo en el conocimiento de Él, no te conformes con Su ética, Su consejería matrimonial o Su cosmovisión sin Él. Explorarás este vasto continente por todos los siglos venideros, por toda la eternidad y aún te quedará mucho más por descubrir. 


Este artículo se publicó originalmente en Desiring God.

Greg Morse

Greg Morse es escritor del personal de desiringGod.org y se graduó de Bethlehem College & Seminary. Él y su esposa, Abigail, viven en St. Paul.

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