El día que murió mi pastor, el 4 de enero del 2013, marcó mi agenda y mi corazón. Soy parte de los pocos creyentes que pueden decir que el día que murió su pastor, murió también su padre, en la misma persona. Sin embargo, su muerte me dejó valiosas lecciones espirituales para el ministerio. Quiero compartir contigo cuatro de las muchas cosas que aprendí ese día.
Lección 1: murió mi pastor, pero no murió su legado
Sin duda, dejó un legado para una generación que, aunque no lo tiene presente en cuerpo, lo tiene presente en el corazón. Vidas quedaron marcadas por su testimonio de fe y fidelidad a Dios. No hablo solo de sus hijos naturales, sino de todos aquellos a quienes predicó el evangelio y la verdad de la Escritura. Más que un predicador, fue un discípulo de Jesús que pastoreó a otros hacia Cristo.
Todo creyente, y particularmente cada pastor, debe ser consciente de que dejará un legado a la siguiente generación. Ese legado puede ser de fidelidad, amor y fe en Cristo; o puede ser el legado de una vida vana, hueca y centrada en las cosas terrenales. Este fue el sentir que el apóstol Pablo dejó en Timoteo al decirle: “Lo que has oído de mí en la presencia de muchos testigos, eso encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros” (2Ti 2:2).

Cada creyente debería vivir buscando las cosas de arriba (Mt 6:32), encontrando en Cristo su mayor tesoro, la perla de gran precio (Mt 13:45-46), por la cual todas las cosas terrenales son estimadas como basura (Fi 3:5-12). Cada creyente debe ser un hombre o mujer de pureza y santidad, en el cual la vida de Cristo es visible (Ga 2:20). Un legado que permanece es aquel que tiene el aroma de la eternidad, la fe en Cristo y la hermosura de Su santidad. ¡Ese es un legado que permanece y que vale la pena dejar!
Gracias a Dios, mi padre y pastor fue uno de los hombres de fe que hizo que Hebreos 11 cobrara vida; un héroe de la fe para mí y para muchos. El día que murió mi pastor, su legado no murió y permanecerá para gloria del Dios eterno en la vida de aquellos que vimos a Cristo en él. Si este año fuera el último año de tu vida, ¿qué legado dejarías? ¿Serías recordado como un hombre o mujer de Dios? ¿Tiene tu vida el aroma de la eternidad?

Lección 2: murió mi pastor, pero no los que él entrenó
Aquel día murió mi pastor, pero no aquellos que él entrenó. En el liderazgo ministerial, si no tienes a nadie detrás de ti, seguramente habrá dificultades enormes en la transición del liderazgo. Muchas iglesias locales sufren de esto: hay muy pocos hombres enseñados y enseñables para la obra del ministerio.
Josué es el modelo ideal de una transición ministerial exitosa. Fue un aprendiz dócil que, al caminar junto a Moisés, asimiló tanto sus victorias como sus fracasos. Moisés lo equipó intencionalmente en el liderazgo espiritual durante su travesía por el desierto. Aunque fue Dios quien designó a Josué como el sucesor, fue el discipulado práctico y constante de Moisés en el desierto lo que lo preparó para guiar al pueblo.
Así, invierte tu vida en otros y entrena a un Josué; o sé tú un Josué, caminando junto a tu líder con un espíritu dócil y enseñable. En contraste, los líderes solitarios se aferran a su cargo y sus tareas, ignorando el mandato bíblico de equipar y discipular a nuevos hombres de Dios en piedad y santidad. Para esta labor se necesita más que habilidad, se requiere un carácter forjado por el Espíritu Santo, pues si un líder no entrena a otros, su liderazgo enfermará y no tendrá continuidad. La prueba es clara: si tu pastor muriera hoy, deberían quedar detrás de él hombres piadosos listos para continuar la obra del ministerio con fidelidad.

Lección 3: murió mi pastor, pero no su familia
Esta mención nace de mi experiencia como hijo de pastor. Querido lector, por favor, no olvides a la familia de tu pastor. Aunque la iglesia necesite un nuevo líder, la familia del pastor fallecido necesita ser pastoreada y consolada por el resto del rebaño. Ellos necesitan el amor que consuela en medio de esa ausencia, pues no solo hará falta el “pastor”, sino también el “esposo”, el “padre” y el “amigo”.
No lo he visto, pero sería precioso que existiera un programa intencional y planificado para asistir, ayudar y visitar a las familias de pastores fallecidos. De la misma manera que los pastores dieron su vida por pastorear a las ovejas, ahora la “ex” familia pastoral es la que necesita el pastoreo, el consuelo y el amor. Al morir mi pastor, su familia no murió. La iglesia debe honrarlos en medio del dolor, porque suplir un cargo no es la única ni la más importante necesidad.

Lección 4: murió mi pastor, pero no su esperanza
Este es quizás el mejor recuerdo: un hombre de Dios que se acercó a la muerte con gozo, paz y esperanza en el Señor. Hasta el último día que estuvo consciente cantó, oró y agradeció a Dios con salmos. Murió mi pastor, su cuerpo se consumió, pero su esperanza en Cristo jamás. En esas últimas horas, con más fuerza que nunca, alzó sus manos al cielo y cantó el Salmo 145:
Te exaltaré mi Dios, oh Rey,
Y bendeciré Tu nombre eternamente y para siempre.
Todos los días te bendeciré,
Y alabaré Tu nombre eternamente y para siempre.
Grande es el SEÑOR, y digno de ser alabado en gran manera,
Y Su grandeza es inescrutable (Sal 145:1-3).
Su cuerpo sin fuerzas se consumía, pero su espíritu era como un león rugiendo, que clamaba: “Mi esperanza en Cristo es eterna y segura”.
Dios vive
Al morir, mi pastor me dejó muchas lecciones para mi vida y ministerio. Vivamos conscientes del legado que dejaremos. Hagamos discípulos y equipemos a hombres fieles. No olvidemos a los que sufren. Pero, sobre todo, no permitamos que la sombra de la muerte debilite nuestra gloriosa esperanza. El día que murió mi pastor, Dios no murió. Él sigue siendo mi Dios vivo, verdadero y fiel que me sostiene.