Visité una cárcel de menores, conversé con un muchacho con cargos por homicidio, le pregunté: «¿Estás arrepentido?». «¡Claro!», respondió. Yo no me quedé con esa respuesta, quería ahondar más: «¿Por qué crees que estás arrepentido?», pregunté. Él levantó la cabeza y me dijo: «Porque estoy aquí, estoy encerrado». Entonces le dije: «¿Me quieres decir que estás arrepentido del mal que hiciste por el mal que te causó a ti mismo?». Este muchacho sentía dolor por las consecuencias que su pecado le causó, no por el pecado en sí. Ese sentimiento es egocéntrico, porque está centrado en sí mismo. Nunca mencionó al muchacho asesinado, ni la familia de aquel adolescente muerto, ni a su propia familia, mucho menos a Dios. Después de dialogar con él, le pregunté: «Si pudieras asesinarlo, hipotéticamente, sin que la ley te envíe a la cárcel, ¿lo matarías nuevamente?». A lo cual sólo sonrió y no respondió. Evidentemente, este tipo de «arrepentimiento» no es más que un sentimiento de egoísmo mayor, es el dolor por las consecuencias que nuestro propio pecado nos trae, es egocentrismo en su máxima expresión. No es algo movido por el Espíritu Santo. El arrepentimiento verdadero es una convicción de «bancarrota» espiritual pero que no te deja en la desesperanza, es una «bancarrota» espiritual que te lleva a Cristo, que produce fruto espiritual y renovación interior (2 Co. 7:9-11). Creo firmemente que la vida cristiana no está caracterizada por el pecado desenfrenado. Creo en la renovación obrada desde la regeneración (Tit. 3:3-8); creo en la santidad como un distintivo del creyente verdadero y en la piedad como un deseo de la voluntad regenerada. (Ef. 2:10, Ef. 5:8, 2 Co. 5:17). Creo que Dios cumple su voluntad en la vida de los suyos: la santificación (1 Ts. 4:3). Pero, a pesar de ello, de ningún modo podemos afirmar que el creyente está exento de pecar, y aunque es muy difícil determinar cuál es la lista de pecados que marca la diferencia entre un creyente verdadero y un religioso auto engañado, hay una distinción espiritual después de pecar que sí nos permite reconocer la obra del Espíritu Santo: el arrepentimiento. Cuando hablamos del arrepentimiento, debemos ser cautelosos. No es algo superficial, no es un simple balbuceo de palabras. El arrepentimiento tampoco es un llanto amargo (aunque puede acompañarlo). Tampoco es una declaración verbal que no es acompañada con un cambio de acciones, el arrepentimiento verdadero tampoco es ese dolor que nos producen las consecuencias del pecado. En las iglesias suceden conversaciones similares a las que tuve con aquel joven en la cárcel. Personas cristianas te dicen: «Me equivoqué, pero ahora ¿qué van a decir de mí?”. O tal vez, los padres de una adolescente embarazada dirán: «¿Qué van a decir de nuestra familia y de nuestra hija?». Y así sucesivamente, verás a creyentes que solo están preocupados por las consecuencias que el pecado trae sobre ellos mismos, sobre su reputación y sus nombres. Quizá, si pudieran seguir pecando con la garantía de no recibir consecuencias amargas ¡lo harían!, porque su privación de pecar no es un anhelo ardiente por Dios, su privación de pecar no es más que moralismo que huye de las consecuencias. Como escribió el pastor Tim Keller: «El remordimiento legalista dice: He roto una ley de Dios, pero el arrepentimiento verdadero dice: He roto el corazón de Dios». En otra ocasión un hombre me dijo: «Sé que me equivoqué con este adulterio, sólo le pido a Dios que no traiga consecuencias sobre mi familia». Lo miré y le dije: «¿En serio crees que se puedes jugar con el adulterio y no tener consecuencias?». Este tipo de declaraciones no son arrepentimiento verdadero, son palabras que nos revelan el lugar en donde alguien se haya espiritualmente. Cuando el arrepentimiento es egocéntrico, se llora por las consecuencias, por la vergüenza personal, por el daño hecho al nombre propio; ese arrepentimiento no es según Dios, no es el que viene como una manifestación de la gracia divina. (Ro. 2:4) El arrepentimiento que produce vida es teocéntrico, está motivado y orientado hacia Dios, hacia su gloria, hacia su nombre, hacia su honra. Lo otro es falso, es de la carne, es sólo orgullo en forma de disfraz, orgullo finamente maquillado. El arrepentimiento verdadero es teocéntrico. Es esencialmente un cambio de mente y de corazón hacia el pecado y hacia Dios. Es un fruto de la manifestación de la gracia de Dios en el corazón del pecador. No hablo sólo del arrepentimiento para salvación, el arrepentimiento y la confesión de pecado que debe caracterizar al creyente regenerado también lo es. Es una obra de gracia divina que nos hace aborrecer el pecado, no solo librarnos de sus consecuencias, es un deseo de Dios mismo, de vivir en la plenitud, la satisfacción y el gozo de su presencia. Es un anhelo por participar de su santidad. (He. 12:10).
Nota del editor: en las próximas semanas estaremos publicando una serie de artículos de Nelson Matus basados en el Salmo 51. En ellos él analizará la oración de confesión y arrepentimiento del rey David, quien se arrepintió verdaderamente de su maldad.