Sigo oyendo historias de parejas jóvenes que no quieren tener hijos.
Muchas se niegan a tener hijos sin más razón que la preferencia (un eufemismo de egoísmo). Se escriben artículos sobre adultos solitarios en edad de ser abuelos que “empoderaron” a sus hijos para que persiguieran sus ambiciones profesionales (y descuidaran tener hijos), y ahora no son abuelos. Sienten que les falta algo. No puedes leer libros ni jugar a la pelota ni hacer fiestas de pijamas con un barco nuevo. No cuelgas fotos de tu club de campo en la nevera. Pero eso es lo único que les pueden ofrecer sus exitosos hijos.
El apellido parece estar a punto de convertirse en una especie en peligro de extinción. Vivimos para los nombres ―es Juan, solo Juan―, como si viniéramos de la nada y no tuviéramos nada que ampliar. Estas parejas parecen contentarse con ser el final de un árbol genealógico que no se ramifica más allá de ellos: toda su ascendencia conduce, afortunadamente para ellos, a su felicidad personal, sus vacaciones y su fácil jubilación. Solo se vive una vez, ¿por qué gastar la vida en hijos? Si queremos compañía, compremos un perro.
Ahora contrastemos este retrato de la vida para nosotros y nuestros nombres con la alternativa (hombres, presten mucha atención a su parte):
El hombre se eleva por encima del tiempo. Puede comprender su existencia, puede verla en el contexto de una familia que se extiende mucho en el pasado y se extenderá mucho en el futuro. Y es algo más que una relación de sangre. También es cultural: hay un sentido en el que puede decir: “Somos los Smith”, y quiere decir que incluye no solo a las personas, sino también sus historias y su forma de vida. El padre es la clave de esta trascendencia. Piensa. Olvida los eslóganes, la ideología de la indiferencia sexual, y enfréntate a lo que es real. La conexión de un niño con su madre no requiere explicación. El cuerpo depende del cuerpo. Es el padre quien requiere una explicación. (Anthony Esolen, No Apologies [Sin excusas], 127).
Vivir por uno mismo, para uno mismo, no requiere explicación. Vivir por dinero, por fama, por gratificación personal, no requiere explicación. Pero dar a luz, guiar y alimentar almas inmortales, vivir y construir un nombre y una historia familiar que te trascienden, inclinarte como primera piedra hacia una nueva forma de vivir para Cristo o colocar tu piedra sobre una pila ya apilada ―especialmente como hombre, argumenta Esolen― requiere una explicación.
La generación de solo los nombres
Una de las discusiones más famosas sobre los nombres muestra la diferencia entre vivir por el nombre o por el apellido. “¿Qué hay en un nombre?”, se pregunta Julieta, enamorada. Pensando en su Romeo, el hijo prohibido de la familia rival de los Montesco, suspira porque el romance se quedará en un sueño a causa de un apellido. Si él tuviera otro, podrían estar juntos. “Solo tu nombre es mi enemigo”, razona en su balcón.
¿Qué es Montesco? No es mano, ni pie,
ni brazo, ni cara, ni ninguna otra parte
Perteneciente a un hombre. ¡Oh, sea otro nombre!
¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos rosa
Con cualquier otra palabra olería igual de dulce (2.2.41-47).
Un brazo no es un nombre. Una sonrisa no es un nombre. Un hombre no es un nombre. Una rosa, llámala como la llames, sigue oliendo igual de dulce, sigue pareciendo igual de hermosa. Llama a la flor Crimsonella, y el tallo espinoso y los pétalos rojos permanecen. En un mundo de nombres en constante expansión para seguir el ritmo de nuestro supuesto yo en constante evolución, estamos tentados de hacernos la misma pregunta: ¿qué hay realmente en todo lo que no sea un nombre?
La Julieta adolescente hablaba de los apellidos como símbolos arbitrarios que la alejaban de su deseo. Para ella, la realidad permanecía intacta al cambiar una etiqueta por otra. En cierto sentido, es cierto. Dios, el primer dador de nombres, podría haber llamado a las aguas “tierra” y a las tierras “agua”, a la luna “sol” y al sol “luna”, a la noche “día” y al día “noche”. Adán, del mismo modo, podría haber llamado “cebra” al tigre, sin que ello afectara a las rayas de ninguno de los dos.
Pero sus mayores sabían que había algo más en el apellido Montesco. Para los ancianos Montesco, la historia estaba en el nombre ―los hechos realizados, que fueron hechos en contra―. El honor o la vergüenza estaban ligados al apellido, y también la amarga enemistad. En los Montesco vivía algo más que un nombre; también lo hacía un pasado, tan sagrado como las tumbas de los antepasados enterrados. Para ellos, ese apellido encerraba algo más grande, antiguo y profundo que un fugaz enamoramiento adolescente. Montesco era un cuerpo con diferentes partes, un árbol con diferentes ramas, algo que sobrevivía y superaba al individuo. Un apellido que no se vendía barato como la primogenitura de Esaú.
Borrados de la tierra
El espíritu del individualismo occidental nos inclina hacia nuestros propios balcones, felices de dejar de lado el linaje ―o incluso la biología― por el deseo personal. Cada uno es su propio autor, su propio alfa y omega. Las familias y sus apellidos son meras formalidades cuando constituyen obstáculos para la felicidad personal o la autodefinición.
Pero la mayoría en el pasado (así como muchos hoy en Oriente) no pensaban así. Había mucho en un nombre; valoraban las genealogías. Escucha la bendición que Dios promete a Abraham: ”Te bendeciré, engrandeceré tu nombre” (Gn 12:2). Engrandecido, no solo por su vida, sino por la vida de su descendencia. Por el contrario, una de las principales maldiciones en Israel era “[borrar] su nombre de debajo del cielo” (Dt 29:20). No sabemos lo suficiente como para alegrarnos de la bendición o estremecernos ante la advertencia. ¿Cómo se borra un nombre? Escucha a Saúl suplicando a David: “Júrame por el Señor que no cortarás mi descendencia después de mí, y que no borrarás mi nombre de la casa de mi padre» (1S 24:21).
Que tu nombre fuera borrado de debajo del cielo generalmente significaba que tu linaje terminara (especialmente sin descendencia masculina), sin dejar continuación de tu memoria bajo el cielo. “En vida, Absalón había tomado y erigido para sí una columna que está en el Valle del Rey, pues se había dicho: ‘No tengo hijo para perpetuar mi nombre’” (2S 18:18). El descenso de la natalidad nos habla de un pueblo que construye pilares en el valle porque prefiere no tener hijos. Sin embargo, ser finalmente borrado de la tierra ― físicamente en la muerte, e intangiblemente en el nombre― con frecuencia resultaba, en el Antiguo Testamento, de la ira de Dios.
En aquella época, tu nombre era tu memoria, un hilo de inmortalidad, una parte de ti que vivía en la tierra después de la muerte. Salomón utilizaba “memoria” y “nombre” indistintamente: “La memoria del justo es bendita, pero el nombre del impío se pudrirá” (Pro 10:7, énfasis añadido). La memoria del justo perduraría como una bendición para sus hijos, pero el nombre del malvado se pudriría y caería en el olvido. Julieta tenía razón: Montesco no era una mano ni un pie: la carne y la sangre eran mortales. Pero un nombre bendecido por Dios vive para siempre.
Nombres en el cielo
La historia moderna se ha convertido en algo más grande que nuestras historias personales. Clamamos por escribir nuestras autobiografías: de nuestros triunfos, opresiones, abusos, sexualidad, libertades. La autoconciencia, la autodeterminación y la autoexpresión son derechos inalienables. Construimos hasta el cielo para hacernos un nombre. La familia, el legado, las generaciones pasadas, el futuro… ¿y qué? Es Romeo, solo Romeo. Somos un pueblo de solo primeros nombres. Dios, ven a confundir nuestro habla para curar nuestra locura.
Pero (y esto estrecha el punto) no somos meros colectivistas, uno más del montón; somos cristianos. La idolatría puede ser tanto egocéntrica como familiar. Un pueblo puede rechazar el único nombre dado entre los hombres por el cual ser salvo en favor de su nombre o de su apellido. Nuestra gran esperanza no está en ningún nombre que tengamos, sino en el nombre de Jesucristo, que, por Su gran nombre, ha actuado para salvarnos.
Nos preocupamos por nuestros hijos y por las generaciones futuras porque nos preocupamos por Cristo. Nos preocupamos por nuestros apellidos porque queremos un hogar al servicio del nombre de Jesucristo. Lo que nos esforzamos por construir no es una Babel para nuestros apellidos, sino un legado espiritual para el Suyo. ¿Qué es un López, un Pérez, un Martínez o un Montesco? ¿Qué es un Hernández o un Rodríguez comparado con Jesús? El Suyo es el nombre elevado muy por encima “de todo nombre que se nombra, no solo en este siglo sino también en el venidero” (Ef 1:21). “En Su manto y en Su muslo tiene un nombre escrito: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES” (Ap 19:16). Los que están en el infierno viven para blasfemar este nombre (Ap 16:9); nosotros amamos Su nombre, bendecimos Su nombre, santificamos Su nombre.
Las joyas de Su corona
Ante Su nombre, todos los nombres se reducen a la oscuridad. ¿Qué hay realmente en un nombre? Solo aquello que encuentra su lugar junto al suyo. Solo Él nos otorga ese nombre que vale más allá de la muerte; solo Él hace de Sus hijos Sus pilares:
Al vencedor le haré una columna en el templo de Mi Dios, y nunca más saldrá de allí. Escribiré sobre él el nombre de Mi Dios y el nombre de la ciudad de Mi Dios, la nueva Jerusalén, que desciende del cielo de Mi Dios, y Mi nombre nuevo (Ap 3:12).
Somos cristianos, un pueblo que tiene el nombre del Padre y el nombre del Cordero escritos en la frente, inscritos por el Espíritu de Dios (Ap 14:1; 22:4). Él nos nombra hijos, hijas, ciudadanos, santos, hijos, vencedores. Le llamamos Señor, Salvador, Novio, Maestro, Amigo. Vivimos para dar gloria a Su nombre. Formamos familias, no solo por nuestro nombre, sino (oramos) por el Suyo. Vivimos y respiramos y tenemos nuestro ser en relación con Su nombre. Es nuestro sol de día, nuestra estrella polar de noche. Nuestros nombres brillan como diademas engarzadas en Su corona, como botín de Su victoria, como letras escritas en Su libro que registra Su gran triunfo: “El libro de la vida del Cordero que fue inmolado” (Ap 13:8).
Publicado originalmente en Desiring God.