Por: Amy K. Hall He aquí un estudio interesante con implicaciones teológicas: Un equipo liderado por Constantine Sedikides ha realizado una encuesta a 85 delincuentes recluidos en una cárcel en el sudeste de Inglaterra acerca de sus cualidades prosociales. Los reclusos tenían entre 18 y 34 años de edad y la mayoría de ellos fueron encarcelados por hechos de violencia y por robos …. En comparación con un “preso promedio«, los participantes se calificaron a sí mismos como más morales, más bondadosos con los demás, más autocontrolados, más respetuosos con la ley, más compasivos, más generosos, más more confiables, más dignos de confianza y más honestos. Notablemente, también se calificaron a sí mismos como superiores en todas estas cualidades que «un miembro común de la comunidad«, con una excepción: la de ser respetuosos con la ley. Los prisioneros se calificaron a sí mismos como equivalentes en esta cualidad en relación con un miembro promedio de la comunidad. Sedikides y su equipo afirman que estos resultados demuestran que el efecto “soy mejor que el común de la gente” no se puede explicar debido al hecho de que la mayoría de los participantes son, en realidad, mejores que el promedio. En este caso, dicen que hubo una «Buena razón para asumir que el común de la gente que no está en la cárcel es más honesta y más respetuosa con la ley que el prisionero común«. La investigación anterior (pdf) sobre el desempeño intelectual ha demostrado que los que tenían un desempeño más pobre eran los que sobreestimaban sus propias capacidades. Sedikides y sus colegas se preguntaron si sus nuevos resultados se agregarían a este patrón y si acaso surge la posibilidad de una tendencia más general especialmente para los que tienen capacidades muy pobres o hábitos de conducta perjudiciales por falta de entendimiento en cuanto al modo en que ellos proceden. Una vez, hace algunos años, me encontré con esto mismo al leer una publicación en un blog escrita por un asesino encarcelado, en la que él decía ser “una buena persona”. Me quedé pasmado, no por lo particularmente equivocada que estaba esa persona, obviamente, sino porque en ese momento me di cuenta de cuán profunda es la capacidad humana del autoengaño. Y reconocí que yo, y todos los que me rodean, estábamos incluidos en este descubrimiento aleccionador. Ese momento cambió para siempre mi manera de entender nuestro pecado y la santidad de Dios. Cada vez que alguien afirma que nuestros pecados no merecen el infierno, pienso en ese asesino. No tenemos razones para creer que no estamos tan engañados como él con respecto a lo que merecemos. Nos comparamos con la gente a nuestro alrededor que está involucrada en un nivel similar de pecado, y al igual que ese asesino, pensamos bastante bien acerca de nosotros mismos. Pero esto es lo que pasará cuando veamos finalmente las cosas como son de manera objetiva —y por “cosas”, me refiero a Dios y a nosotros mismos: ¡Ay de mí! Porque perdido estoy, pues soy hombre de labios inmundos y en medio de un pueblo de labios inmundos habito, porque han visto mis ojos al Rey, el Señor de los ejércitos. (Isaías 6:5) El artículo citado anteriormente dice que “las posibilidades de ayudar a la [gente que se sobreestima a sí misma] (y a los reclusos en rehabilitación) no es prometedora.” Las posibilidades de ayudarlos espiritualmente son igualmente sombrías. ¿Quién pide perdón cuando cree que no lo necesita? ¿Quién considera la salvación como un don de gracia cuando cree que se la merece? ¿Quién ve a Dios como Bueno cuando cree que está siendo condenado injustamente? Nuestro entendimiento de nuestro pecado y de la santidad de Dios es crucial. Además, nos resulta imposible comprenderlo por nosotros mismos, ni remotamente con exactitud. Pero para Dios, todas las cosas son posibles. Nuestra esperanza está en el Espíritu Santo, quien “convence al mundo de pecado, de justicia y de juicio” —un servicio grande y terrible, sin el cual ninguno de nosotros jamás podría apreciarlo con nuestras capacidades, ni ver a Dios, ser reconciliados con Él ni disfrutar de Él para siempre.
Publicado originalmente en Stand To The Reason