La gracia de una buena reprensión: cómo amar con palabras duras

Aunque la reprensión es difícil, el caso del apóstol Pablo y la iglesia de Corinto nos deja varias lecciones prácticas.
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La forma en que damos y recibimos amonestación revela más sobre nosotros de lo que podríamos darnos cuenta. ¿Cuándo fue la última vez que alguien te reprendió y cómo respondiste? ¿Cuándo fue la última vez que tuviste que reprender a alguien? ¿Cómo actuaste?

Cuando alguien nos confronta por un pecado que ve en nosotros, algunos nos ponemos a la defensiva y respondemos. Otros se acobardan, huyen y se desmoronan en la autocompasión. Sin embargo, otros han aprendido a interpretar una buena represión como lo que es: un acto de amor. Ellos conocen el secreto que otros no comprenden: las palabras difíciles son útiles, indispensables y preciosas en el camino hacia la piedad.

De manera similar, cuando alguien peca contra nosotros, a menudo caemos en una de dos trampas. Algunos de nosotros somos, por defecto, brutalmente honestos, a veces por dolor o enojo. Este tipo de honestidad dice la verdad con el objetivo, consciente o inconsciente, de dañar a otros. Otros resistimos la confrontación a toda costa o expresamos cada palabra difícil con tanta suavidad como sea posible. En ambos casos, no practicamos la reprensión como un acto de amor maravilloso, ya sea por decir la verdad sin amor o por no decir nada en absoluto.

Es posible que 2 Corintios 13 no sea el primer texto en el que pensamos para reprender, pero sí traza un camino sabio para evitar caer en los peligros que a menudo hacen que la corrección saludable, amorosa y que vivifica sea tan difícil.

Algunos de nosotros somos brutalmente honestos, a veces por dolor o enojo, y otros, resistimos la confrontación a toda costa o expresamos cada palabra difícil con tanta suavidad como sea posible. / Foto: Getty Images

La ocasión de la reprensión

El pecado particular que Pablo enfrenta en 2 Corintios quizás fue, a nivel personal, más doloroso de lo que muchos de nosotros podemos imaginar (2Co 2:1). Toda la carta se refiere a una rebelión que surgió en la iglesia de Corinto contra su autoridad y ministerio, incluso después de invertir años de su vida allí (2Co 10:10; 11:4; 13:2-3).

Si bien la situación (y lo que está en juego) puede haber sido diferente para Pablo, encaró la misma pregunta que enfrentamos una y otra vez dentro de la iglesia: cuando veamos el pecado en los demás, ¿nos amonestaremos de manera amorosa y amable unos a otros? ¿O evitaremos el conflicto por miedo? O, con ira e impaciencia, ¿ocasionaremos vergüenza y culpa sobre un hermano o hermana?

Antes de entrar en cómo reprender, vale la pena hacer una pausa sobre por qué necesitamos reprensión. Todos necesitamos amonestar y ser amonestados porque todavía pecamos (1Jn 1: 8), y el pecado es mortalmente serio. Si no estamos dispuestos a reprendernos unos a otros, debemos preguntarnos si en verdad creemos que el pecado es engañoso, destructivo y, sin arrepentimiento, condenatorio. La reprensión es parte de una vigilancia más amplia contra el único enemigo que puede destruirnos:

Tengan cuidado, hermanos, no sea que en alguno de ustedes haya un corazón malo de incredulidad, para apartarse del Dios vivo. Antes, exhórtense los unos a los otros cada día, mientras todavía se dice: “Hoy”; no sea que alguno de ustedes sea endurecido por el engaño del pecado (Heb 3:12-13).

Debido a que el pecado es tan grave, tan terrible y tan devastador para el alma, debemos exhortarnos unos a otros todos los días y a veces, por diversas razones, necesitamos más que una exhortación. Necesitamos reprensión. Si vemos el pecado por lo que en realidad es, debemos abrazar, incluso regocijarnos, en la buena reprensión.

Sabiendo que necesitamos reprensión, necesitamos aprender a reprender bien: con amor, honestidad, gracia y firmeza. Por eso, debemos estar profunda y apasionadamente arraigados en el evangelio, reconocer y enfrentar la pecaminosidad del pecado (primero en nosotros mismos y después en los demás), y aprender la meta y la esencia de una buena reprensión.

Sabiendo que necesitamos reprensión, necesitamos aprender a reprender bien: con amor, honestidad, gracia y firmeza. / Foto: Envato Elements

La meta de la buena reprensión

Primero, la meta. El objetivo de una buena reprensión no es la reprensión en sí misma. Esta es siempre un medio, no un fin. Cuando Pablo reprende a sus oponentes, aclara el objetivo y lo repite para ser claro: “Oramos por esto: que ustedes sean hechos perfectos” (2Co 13: 9). Luego, hablando a toda la iglesia, les dice: “Busquen su restauración” (2 Cor 13:11 NVI). La restauración, no la mera corrección, es la meta de la reprensión piadosa.

El apóstol —a pesar de lo que estos falsos maestros le habían hecho— no quería que los corintios fueran excluidos o rechazados; los quería de vuelta como hermanos. Quería que las relaciones, el compañerismo, y la dulzura de la unidad y la comunión fueran restauradas. ¿Cuán diferentes podrían ser nuestras iglesias, nuestros desacuerdos, e incluso nuestras controversias si deseáramos, oráramos y trabajáramos por la restauración como lo hizo Pablo? La restauración —la renovación y el avivamiento del amor que una vez quebrantado o que murió— es la meta de la buena reprensión.

“Hermanos, aun si alguien es sorprendido en alguna falta”, dice Pablo a todos los creyentes, “ustedes que son espirituales, restáurenlo en un espíritu de mansedumbre” (Ga 6:1). Una forma de cultivar la mansedumbre que necesitamos en la corrección piadosa es enfocarnos en la amonestación como un camino hacia la restauración. Si la restauración es el último destino, las palabras que usamos y cómo las decimos serán moldeadas.

El objetivo de una buena reprensión no es la reprensión en sí misma. Esta es siempre un medio, no un fin. / Foto: Pexels

La esencia de la buena reprensión

Si bien la restauración es el objetivo, la humildad y el amor son la esencia de la buena reprensión. Vemos esto de manera más clara y poderosa en el versículo anterior: “Pues nos regocijamos cuando nosotros somos débiles, pero ustedes son fuertes” (2 Cor. 13:9). Debido a que la restauración, no protegerse o vindicarse a sí mismo, era su mayor carga, Pablo se alegró de ser rechazado y humillado si eso significaba que quienes lo ofendieron al fin podrían arrepentirse, ser perdonados y restaurados.

“Por tanto, con muchísimo gusto me gloriaré más bien en mis debilidades”, escribe Pablo en el capítulo anterior, “para que el poder de Cristo more en mí. Por eso me complazco en las debilidades, en insultos, en privaciones, en persecuciones y en angustias por amor a Cristo, porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Co 12:9-10). Pablo dice que está “contento con insultos y persecuciones”, literalmente “muy complacido”. Esa alegría fue sorprendente, incluso ofensiva, y completamente cristiana. Jesús le había dicho: “Te basta Mi gracia, pues Mi poder se perfecciona en la debilidad” (2Co 12:9). La esencia de la buena reprensión sabe que el poder de Dios para convencer, redimir y cambiar a menudo se derrama a través de nuestra disposición a ser débiles.

¿Cómo penetraron con tanta profundidad la humildad y el amor en su corazón, incluso después de que se había opuesto a Jesús y había perseguido con violencia a los creyentes? Sumergió su corazón en el corazón de Otro. De nuevo, Pablo escribe: “Porque conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, sin embargo por amor a ustedes se hizo pobre, para que por medio de Su pobreza ustedes llegaran a ser ricos” (2Co 8:9). Jesús soportó con gozo las penalidades de la cruz (Heb 12:2). La humildad y el amor cristianos producen un gozo lo suficientemente fuerte como para sacrificarse por los demás, incluso por aquellos que pecan contra nosotros.

Si bien la restauración es el objetivo, la humildad y el amor son la esencia de la buena reprensión. / Foto: Envato Elements

El tono de la buena reprensión

Si bien el corazón de Pablo era cálido y humilde hacia los rebeldes, y aunque anhelaba su restauración, no temía ser severo si era necesario. “Por esta razón les escribo estas cosas estando ausente, a fin de que cuando esté presente no tenga que usar de severidad según la autoridad que el Señor me dio para edificación y no para destrucción” (2Co 13:10). A veces, la severidad es necesaria cuando nos reprendemos unos a otros. Esta severidad, dice Pablo más adelante en el mismo versículo, derriba (al menos por el momento) en lugar de construir.

Esta puede ser la palabra más incómoda para muchos de nosotros: severo. ¿Alguna vez necesitamos ser severos? Hoy en día, en una sociedad a menudo en exceso sensible y empática, la severidad solo parece ser siempre inapropiada (o algo peor). Para algunos, la severidad suena a abuso. Un proverbio de nuestra época podría ser: “Si duele, no debería haberse dicho”. Sin embargo, esta forma de pensar es un mal de nuestros días. Los sabios saben cuán desesperadamente necesitamos palabras duras (Pr 15:31). Los necios acumulan palabras suaves y huyen de todo lo que se parezca a la reprensión (Pr 12:1; 13:18; 15:32). Callan. Bloquean. Rechazan. Y el Antiguo Testamento nos advierte, con horror tras horror, lo que sucede cuando cada uno hace lo que bien le parece (Jue 17:6).

A veces, cuando el pecado nos engaña y se atrinchera en nuestras almas, necesitamos la gracia de la severidad piadosa. Pablo no solo modela esta severidad, sino que nos anima a usarla cuando es apropiado: “Por eso, repréndelos severamente para que sean sanos en la fe” (Tit 1:13). Vale la pena resaltar que en este pasaje de Tito se usa la misma palabra griega. Así, hay que usar la severidad si es necesario, para que nuestro hermano o hermana vuelva a estar sanos.

A veces, la severidad es necesaria cuando nos reprendemos unos a otros. / Foto: Getty Images

La renuencia a la buena reprensión

La reprensión, especialmente la que es severa, siempre debe ser paciente y reacia, no impaciente e impulsiva. El apóstol estaba dispuesto a ser severo si era necesario en el camino del amor, pero nota que estaba dispuesto, no ansioso.

“Por esta razón les escribo estas cosas estando ausente, a fin de que cuando esté presente no tenga que usar de severidad según la autoridad que el Señor me dio para edificación y no para destrucción” (2Co 13:10). No quiero ser severo. No quiero derribarlos. No quiero llegar a ese punto. He hecho todo lo que he podido para evitar una confrontación más dura. Quiero edificarlos y animarlos en Cristo. Prefiero suplicar y apelar que reprender con dureza.

No somos apóstoles, pero Dios nos ha dado a cada uno de nosotros cierta influencia en el cuerpo de Cristo. Cada uno de nosotros está ubicado de manera única en las congregaciones locales y el Espíritu de Dios nos capacita para servir de diversas maneras. Aunque la severidad a veces es necesaria, Dios nos ha dado nuestros dones e influencia únicos con el fin de edificarnos unos a otros (1Co 14:12, 26), no destrozarnos unos a otros. La iglesia debe ser conocida como aquella que construye, no que destruye.

Muchos de nosotros, sin embargo, rara vez pensamos en cómo podríamos construir intencionalmente a otra persona en el cuerpo. Cuando ese es el caso, la reprensión rara vez se recibe bien, incluso cuando se extiende bien. En la vida de cualquier iglesia local, la reprensión debe ser una onda ocasional en un poderoso río de ánimo.

El aliado vital de la buena reprensión

Si bien esta última lección puede ser la más sutil del pasaje, también puede ser la más reveladora. Pablo ora “por esto: que ustedes sean hechos perfectos” (2Co 13:9). Un par de versículos antes también dice: “Y rogamos a Dios que no hagan nada malo… sino para que ustedes hagan lo bueno…” (2Co 13:7). Si estamos dispuestos a reprender a alguien, pero somos reacios a orar por él, ¿en verdad estamos tan preparados como pensamos?

Lo que queremos, en cualquier buena reprensión, es que Dios traiga la claridad y el cambio en esta persona. Podemos reunir el valor para decir algo, prestar atención a nuestras palabras y tono, expresar nuestro afecto y esperanza, atraer discretamente a otros creyentes preocupados y, aun así, si Dios no actúa, todo el amor del mundo caerá en oídos sordos. Somos meros plantadores, fuentes de agua, reprensores; solo Él hace crecer el corazón (1Co 3:7).

Antes de reprender, mientras reprendemos y después de reprender, siempre debemos orar. Este es el aliado vital de la buena reprensión. Reprensión sin oración es amonestación sin poder. Pero reprensión con oración es amonestación con el respaldo del cielo. Por lo tanto, confronta el pecado cuando lo veas, con el objetivo de la restauración desde un corazón de humildad y amor, con una disposición renuente a ser severo si es necesario. Pero, sobre todo, ora y pídele a Dios que separe las aguas del corazón de esta persona y la libere del enemigo de su alma.


Este artículo se publicó originalmente en Desiring God.

Marshall Segal

Marshall Segal

Marshall Segal es un escritor y editor para desiringGod.org. Es graduado del Bethlehem College & Seminary. Él y su esposa tiene un hijo y viven en Minneapolis.

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