Cuando se trata de confesar nuestros pecados, muchos cristianos caen en uno de dos errores, lo cual es malo, pues ambos extremos roban el gozo, perturban la paz y debilitan la seguridad.
Por un lado están los que podríamos llamar no confesores, cristianos que rara vez confiesan pecados específicos a Dios. Quizá la razón sea teológica: “Cristo ya ha cubierto todos mis pecados, así que ¿para qué seguir confesándolos?”. O tal vez, al tener una escasa comprensión de la gracia, no pueden soportar la exposición y la vergüenza que conlleva la confesión. O tal vez simplemente no se toman el tiempo para detenerse, examinarse a sí mismos y llevar sus pecados ante Dios. En cualquier caso, rara vez dicen algo como: “Padre, he codiciado (o chismeado, o envidiado, o comido y fumado en exceso) y lo siento. ¿Me perdonas?”.
En el otro lado (un lado que conozco bien) están los que podríamos llamar confesores reincidentes, cristianos que llevan el mismo tema una y otra vez ante Dios, pidiendo perdón repetidamente. Pecan, se sienten arrepentidos, se confiesan… pero siguen sintiéndose no perdonados. Así que vuelven a confesarse un poco más tarde, y luego otra vez, quizá tres o cuatro (o más) veces, solo para estar seguros. Sin embargo, sus repetidas confesiones no sirven de mucho para mellar la afilada hoja de la condenación. Su culpa es un demonio que solo el tiempo puede expulsar.
A ambos tipos de cristianos, el Salmo 32 les dirige una palabra necesaria y bendita. “Confiesa”, dice al primer grupo, “y recibe de nuevo el don del perdón de Dios”. “Confiesa una vez«, dice al segundo grupo, “y escucha los gritos de la misericordia de Dios”.
Siguiendo este Salmo, podríamos describir la confesión sana en cuatro partes: (1) Prestar atención a la mano de Dios. (2) Nombrar tus pecados. (3) Recibir el perdón de Dios. (4) Gozarte en Él.
1. Presta atención a la mano de Dios
“Porque día y noche Tu mano pesaba sobre mí” (Sal 32:4).
El Salmo 32 canta a los pecados perdonados y a la culpa olvidada, a un Rey que reina en gracia y acoge a los pecadores con favor. Pero al principio del Salmo, David también lamenta las penas de los que, por alguna razón, se niegan a cruzar la única puerta que conduce a esos goces: la confesión. Recordando su propia época de pecado no confesado, David escribe: “Callé mi pecado” (Sal 32:3). Y qué silencio más miserable.
David no comparte su pecado específico con nosotros, ni dice cuánto duró su silencio. Pero sí nos dice que su pecado no confesado empezó a sabotear tanto su alma como su cuerpo, volviendo quebradizos sus huesos y minando su fuerza, persiguiéndole de día y acostándose con él por la noche (Sal 32:3-4). La mano del Señor pesaba sobre él.
Es probable que tú conozcas esa sensación. Un comentario vergonzoso se escapa de tu boca, o un pensamiento retorcido te tienta hacia lugares oscuros, o una sesión de scroll te hace caer en una espiral de celos o autocompasión. Durante una hora, unos minutos, incluso un momento, te alejas de tu Dios. Entonces surge el sentimiento de culpa, pero enseguida lo sofocas. No, te dices, eso no fue pecado. O tal vez, sí, fue pecado, pero sigamos adelante. Pero no puedes seguir adelante. El tiempo pasa. La conciencia presiona. La atención falla. El sueño huye. “Tu mano pesaba sobre mí” (Sal 32:4).
Y entonces recuerdas: esta mano, esta pesadez, es misericordia. Tu Dios ofendido no te ha dejado solo, no te ha entregado y ha permitido que el pecado queme tu conciencia. Te perturba porque te ama. Perturba tu paz para recordarte tu comunión interrumpida con Él, y para invitarte a volver. Te llama a confesar.
Algunos, sin duda, sufren de una conciencia hiperactiva que les golpea cuando Dios no lo hace. Para esos cristianos, distinguir entre la mano de Dios y su propia mano (o la mano de Satanás, para el caso) requiere sabiduría y consejo de otros. Pero muchos de nosotros, especialmente los que confesamos el pecado con menos frecuencia, podemos aprender de David a prestar atención a la mano de Dios, por ligera o pesada que sea. Y podemos dejar que esa mano nos lleve a lo que David hace a continuación.
2. Nombra tus pecados
“Te manifesté mi pecado, y no encubrí mi iniquidad. Dije: ‘Confesaré mis transgresiones al Señor” (Sal 32:5).
Puede que David haya permanecido callado en su pecado durante demasiado tiempo, pero una vez que abre la boca, no se contiene. En un solo versículo, David utiliza tres grupos de tres para insistir en la honestidad y seriedad de su confesión.
Nota, primero, la triple repetición de mi: “…mi pecado… mi iniquidad… mis transgresiones”. Cualesquiera que sean las circunstancias atenuantes, y quienquiera que haya sido culpable también, David sabe que sus pecados son suyos, y así los reconoce sin excusa. En un eco de la reprimenda de Natán, dice ante Dios: “Yo soy el hombre” (2S 12:7).
Segundo, consideremos las tres palabras que asocia a su culpa profundamente personal: pecado, iniquidad y transgresiones. David no llamaría (como hacemos nosotros tan a menudo) a la inmoralidad sexual “tropiezo”, o al odio “irritación”, o a las mentiras “errores”. Él toma las palabras bíblicas en sus labios y nombra su culpa como lo hace Dios. Muchos han descrito la confesión como estar de acuerdo con Dios sobre nuestro pecado, y así lo hace David aquí. Cada palabra es contundente, humillante, sin ambages y verdadera.
Tercero, observa las tres maneras en que David describe su discurso hacia Dios: “…manifesté… no encubrí… confesaré”. No murmura un “lo siento”; no se dirige a Dios distraídamente. Por el contrario, expone su corazón ante Dios de manera plena, libre y reflexiva.
Una confesión como la de David puede ser corta o larga; puede requerir muchas o pocas palabras. Los detalles dependerán, en parte, de la gravedad de nuestro pecado y de la duración de nuestro silencio. Pero ya sea corta o larga, la clave es mirar nuestro pecado a la cara y confesar su fealdad sin rodeos. David se enfrenta aquí seriamente a su pecado. Y descubre, como dijo una vez Charles Spurgeon: “Cuando tratamos seriamente con nuestro pecado, Dios tratará gentilmente con nosotros”.
3. Recibir el perdón de Dios
“Y Tú perdonaste la culpa de mi pecado” (Sal 32:5).
David ha confesado. Ha puesto fin a su obstinado silencio, ha inclinado su cansada cabeza y ha nombrado sus pecados ante Dios. Y entonces, en el silencio de su confesión, llega una respuesta tan sorprendente como sencilla: “Tú perdonaste”. Dios perdonó, ¿así de sencillo? ¿Así de fácil se levantó la pesada mano? Sí, así de sencillo. David pudo haber esperado para confesar; Dios no esperó para perdonar.
Sabemos por otros salmos de David (como el Salmo 51) que puede pasar algún tiempo antes de que nos sintamos plenamente perdonados. También sabemos por la vida de David que el perdón de Dios no siempre elimina las consecuencias profundamente dolorosas (como con Betsabé y Urías). Pero en este salmo, David quiere que recordemos y aceptemos la promesa casi demasiado maravillosa para ser cierta: Dios está dispuesto a perdonar tan pronto como nos confesemos. No necesita una larga penitencia, no necesita un período de prueba. Nuestra confesión y Su perdón están en el mismo versículo (Sal 32:5).
El breve final del versículo 5 (“Y Tú perdonaste la culpa de mi pecado”) resalta el punto. Pero para quienes tienden a permanecer en la culpa incluso después de una confesión sincera y abierta, David capta el perdón de Dios también desde otros ángulos. En efecto, por variado que sea el vocabulario de las Escrituras sobre el mal humano (pecado, iniquidad, transgresiones, etc.), encontramos otras tantas descripciones de la misericordia divina.
Si nos sentimos agobiados, cargados de culpa, Él perdona (palabra que significa “llevarse”). Si nuestro pecado se nos pone delante, Él lo cubre (Sal 32:1). Si no podemos olvidar nuestros fracasos anteriores, Él se compromete a no contarlos como nosotros (Sal 32:2). Cuando nos sentimos expuestos, Él es nuestro escondite; cuando estamos en peligro, Él nos preserva; cuando nos asedian con acusaciones, Él nos rodea con gritos de liberación (Sal 32:7).
No tenemos culpa para la que Dios no tenga una gracia correspondiente. Porque en Jesucristo (el Mesías en el que David esperaba pero aún no conocía por Su nombre), Dios ha superado para siempre nuestro pecado.
4. Alégrate en Él
“Alégrense en el Señor y regocíjense, justos; den voces de júbilo todos ustedes, los rectos de corazón” (Sal 32:11)
David, recién perdonado, termina su Salmo con un grito de gozo. Y cualquiera que haya sentido una profunda culpa borrada puede entender por qué: el perdón del pecado trae una libertad mayor que la que cualquier prisionero ha sentido al ser liberado, incluso si ha estado confinado de por vida. Sin embargo, si consideramos detenidamente la última frase de David, veremos que su mayor gozo proviene de algo aún más grande que el perdón.
Un esposo perdonado se regocija no solo en la ausencia de culpa, sino en la presencia restaurada de su esposa. Un amigo perdonado da gracias no solo por esas palabras “te perdono”, sino por los días posteriores de amistad perdida y encontrada. Y un cristiano perdonado canta no solo por una conciencia limpia, sino por un Dios reconciliado. Estamos “alegres”, dice David, en el perdón, sí, pero mucho más profundamente “en el Señor” (Sal 32:11).
La confesión, en otras palabras, es el don de Dios para restaurar la comunión con Dios. La confesión es una puerta para salir de la miseria, el camino del pródigo a casa, un río que parece negro como la muerte, pero que nos lleva a orillas más luminosas.
Si así lo creemos, no tardaremos en prestar atención a la mano de Dios que nos pone de rodillas. Denunciaremos nuestros pecados, con crudeza, con reflexión y sin excusas. Recibiremos el perdón de Dios, creyendo que es tan bueno como dice y tan amable como promete. Y nos alegraremos en Él, el Dios que condenó nuestro pecado en la cruz y ahora se deleita en arrojarlo de nosotros tan lejos como el este del oeste.
Artículo publicado originalmente en Desiring God.