¿Cuál es el poder que tienen las palabras?

Al meditar en lo que dice la Escritura, somos fuertemente confrontados a tener mucha cautela con lo que sale de nuestras bocas.
Foto: Khosro

De niño, mi madre me enseñó a valorar todo tipo de conversación. Me dijo que cada argumento debe ser sopesado, su lógica probada, su validez evaluada y la convicción de su tesis recibida, matizada o rechazada.

El habla humana es misteriosa y maravillosamente única porque es una de las cualidades que, como portadores de Su imagen, compartimos con el Dios Todopoderoso (Gn 1:28). Con nuestras palabras, tenemos la habilidad de hablar vida o muerte en la vida de otro; podemos decir lo que es para bien o para mal. Al fluir del corazón de los que han sido hechos a imagen de Dios, las palabras tienen poder (Mt 12:34; Pro 4:23). No son meros sonidos abstractos que flotan en el aire; su valor inherente está en que provienen de los pensamientos y afectos de un individuo único, creado por Dios.

Por eso grabamos las “primeras palabras” de un niño; por eso atesoramos las viejas cartas que nos escriben nuestros seres queridos; y por eso, a menudo, resulta difícil procesar una calumnia contra nosotros, aunque sabemos que es falsa. Quizás hemos estado en el lado receptor de palabras injustas y podemos empatizar con la respuesta de Job: ¿Hasta cuándo me angustiarán y me aplastarán con palabras?” (Job 19:2).

En este artículo, quiero dar tres meditaciones sobre el poder de nuestras palabras: tienen el poder para juzgarnos, para desviar la verdad y para hacernos como Dios.

Con nuestras palabras, tenemos la habilidad de hablar vida o muerte en la vida de otro; podemos decir lo que es para bien o para mal. / Foto: Unsplash

El poder de juzgarnos

Este es exactamente el punto de vista de Santiago: así como los barcos son guiados por un pequeño timón, así la lengua “se jacta de grandes cosas” (Stg 3:5). A la lengua también se le describe como: “Un fuego, un mundo de iniquidad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, la cual contamina todo el cuerpo, es encendida por el infierno e inflama el curso de nuestra vida” (Stg 3:6). 

Tal advertencia nos recuerda que, primero, las palabras pueden causar mucho daño y, segundo, que debemos ser muy cuidadosos en la forma en que las usamos. De la declaración de Santiago también podemos deducir que no todas las palabras tienen el mismo peso o importancia: algunas son “un mundo de iniquidad”, así que necesitamos evaluarlas en base a su valor. Pero ¿quién es el árbitro del valor de las palabras? Claramente, Dios.

Jesús habló de cómo se valorarían las palabras: “Pero Yo les digo que de toda palabra vana que hablen los hombres, darán cuenta de ella en el día del juicio” (Mt 12:36). Tal advertencia debería hacernos ser muy cuidadosos en la forma en que usamos nuestras bocas, pues Él evaluará lo que decimos de acuerdo con Su estándar de verdad. De hecho, Sus palabras son la norma máxima: 

El que me rechaza y no recibe Mis palabras, tiene quien lo juzgue; la palabra que he hablado, esa lo juzgará en el día final. Porque Yo no he hablado por Mi propia cuenta, sino que el Padre mismo que me ha enviado me ha dado mandamiento sobre lo que he de decir y lo que he de hablar (Jn 12:48-49). 

Así, lo que hacemos con la Palabra hablada más importante, el evangelio, tiene infinitas implicaciones para nuestras propias almas.

Las palabras tienen el poder de causar mucho daño; por eso, debemos ser cuidadosos en cómo las usamos. / Foto: Light Stock

El poder de desviar la verdad

La forma en la hablamos y recibimos las palabras es una de las cualidades más importantes acerca de nosotros, si no la más importante. Por eso debemos prestar especial atención al error de adaptar lo que decimos al círculo de personas con las cuales nos relacionamos. Esta “complacencia” puede ir en ambas direcciones: tanto en lo que decimos como en lo que la gente nos dice.

Nuestras palabras son evaluadas en nuestros círculos sociales, no con base en el imago Dei (imagen de Dios), sino en el prestigio que ese grupo les asigne a nuestras ideas. Dicho de otra forma, un grupo proveniente de algún contexto social o político apreciará o rechazará nuestras palabras según su propia cosmovisión del mundo. En ese sentido, podemos caer en el error de querer agradar a cada grupo o persona según su propia opinión de lo que es bueno y lo que no; de hecho, por cuanto no hay dos personas con los mismos criterios, es imposible agradar a todos.

Cuando alguien acomoda su discurso para agradar a quien escucha, hay una gran pérdida: se abandona la capacidad de escuchar y evaluar las ideas sinceramente. Nosotros mismos podemos sucumbir a prejuicios antes de escuchar o leer alguna idea, solo porque ya sabemos de quién viene.

Así, la complacencia con las palabras que decimos y escuchamos, es un obstáculo, no solo para la evaluación de las palabras de Dios, sino para la búsqueda de la verdad. Alguien que realmente quiera encontrar la verdad, hará todo lo posible por escuchar a cualquiera que afirme tenerla, y juzgará si tiene razón o no. A menudo, las personas que vienen de contextos más diversos nos muestran perspectivas del mundo que nunca habíamos considerado. El hablar con alguien que viene de un contexto distinto debería ser valorado y procurado, no rechazado.

La forma en la hablamos y recibimos las palabras es una de las cualidades más importantes acerca de nosotros, si no la más importante. / Foto: Pexels

El poder de hacernos como Dios

La más grande necesidad del mundo es que todos volvamos a escuchar la Palabra más importante. En la actualidad, cuando cada uno habla desde la lente de su propia experiencia, necesitamos escuchar de nuevo las palabras del fuego que provienen de Dios.

Dios es superior a la historia. Él no comparte nuestras presuposiciones erróneas y nuestra visión limitada. Él lo ve todo. Él lo sabe todo. Él es Espíritu (Jn 4:23). Él dice la verdad, no desde una mirada política, una etnia o un estatus específico. Él está por encima de todas nuestras diferencias creadas. Claro, Él atesora nuestra diversidad porque Él mismo nos creó así, pero está por encima de ellas. “Dios no es hombre” (Nm 23:19), sino que es totalmente Santo.

Por eso necesitamos que nuestros corazones sean calibrados de acuerdo con Sus palabras purificadoras. Después de todo, fuimos creados con el aliento de Su boca (Gn 1:3) y es por la palabra de Su poder que nuestra existencia se mantiene (Heb 1:3). Al final del día, solo lo que Dios dice es la verdad absoluta, por lo cual nos unimos al canto del salmista: 

Justo eres Tú, Señor, 

Y rectos Tus juicios. 

Has ordenado Tus testimonios con justicia, 

Y con suma fidelidad. 

Mi celo me ha consumido, 

Porque mis adversarios han olvidado Tus palabras. 

Es muy pura Tu palabra, 

Y Tu siervo la ama. 

Pequeño soy, y despreciado, 

Pero no me olvido de Tus preceptos. 

Tu justicia es justicia eterna,

Y Tu ley verdad. 

Angustia y aflicción han venido sobre mí, 

Pero Tus mandamientos son mi deleite. 

Tus testimonios son justos para siempre; 

Dame entendimiento para que yo viva (Sal 119:137-144). 

Nuestras reflexiones deben girar en torno a Dios y Sus palabras. Como dice Eclesiastés, debemos procurar que nuestras palabras “sean pocas” (Ec 5:2). Lo que decimos, pensamos y actuamos debe ser rigurosamente filtrado por la Palabra justa de Dios. En el último día tendremos que rendir cuentas por cada falsedad y por cada tweet sin sentido.

Una de las únicas cosas que permanecerán para siempre es la Palabra de Dios, así que debemos ajustar todo nuestro ser a ella con la vista puesta en la eternidad, porque “toda carne es como la hierba, y todo su esplendor es como la flor del campo” y “se seca la hierba, se marchita la flor, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre” (Is 40:6, 8).

Grant Castleberry

Grant R. Castleberry es pastor principal de Capital Community Church en Raleigh, Carolina del Norte , y estudiante de doctorado en historia de la iglesia y teología sistemática en el Seminario Teológico Bautista del Sur en Louisville, Kentucky.

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