“Así dice el Señor de los ejércitos: ‘Volveos a mí’ —declara el Señor de los ejércitos— ‘y yo me volveré a vosotros’ —dice el Señor de los ejércitos.” (Zacarías 1:3). Nuestro Dios no es solamente un ser santo, sino que él es tres veces santo y cohabita con nosotros. Cuando estamos en pecado es tan traumático para nosotros que, por nuestro bien, él se esconde. Él no se aleja, somos nosotros quienes nos alejamos y entonces nos es más difícil oír su voz. Adán y Eva, antes de Génesis 3 tenían una relación cara a cara con Yahweh; sin embargo, tan pronto el pecado entró en ellos, su reacción fue esconderse. ¿Por qué? Por miedo (Gn. 3:10). La reacción de Isaías fue parecida como leemos: “¡Ay de mí! Porque perdido estoy, pues soy hombre de labios inmundos y en medio de un pueblo de labios inmundos habito, porque han visto mis ojos al Rey, el Señor de los ejércitos” (Is. 6:5). La reacción de Pedro en Lucas 5 no fue diferente, cuando él había estado pescando toda la noche sin éxito, Jesús le mandó echar las redes de nuevo y la cantidad de peces fueron tantos que las redes estaban rompiéndose; leemos en Lucas 5:8: “Al ver esto, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús, diciendo: ¡Apártate de mí, Señor, pues soy hombre pecador!”. Esta es la razón por la cual Dios nos había dicho en Éxodo 33:20: “No puedes ver mi rostro; porque nadie puede verme, y vivir”. La analogía o comparación más cercana en que puedo pensar es esta: si nos acercáramos al sol, su brillantez quemaría nuestros ojos produciendo una ceguera, y el calor nos quemaría hasta la muerte. En nuestra naturaleza, hay cosas que son imposibles para nosotros, y estar en la presencia del Señor sin haber recibido perdón por nuestros pecados, ¡es una de ellas! Hay otra razón por la cual sentimos alejamiento de Dios que también es beneficiosa para nosotros, y es para que su ausencia produzca en nuestros corazones el deseo de volver donde él. En Salmos 27:5 leemos: “Porque en el día de la angustia me esconderá en su tabernáculo; en lo secreto de su tienda me ocultará; sobre una roca me pondrá en alto”. Vivimos en un mundo caído, en medio de una guerra espiritual y las fuerzas de las tinieblas, aunque no son visibles, son palpables. Sin la protección de Dios, viviríamos sobrecogidos de miedo, con preocupaciones, ansiedad y vergüenza. El único sitio donde estamos protegidos es cuando estamos caminando con él. Es como si fuéramos caminado bajo la lluvia, mientras estamos bajo el paraguas de Dios, quedamos secos. Sin embargo, tan pronto salimos del paraguas, la lluvia nos moja. La única forma de erradicar estas emociones es a través del perdón de pecado por la obra de Jesucristo en la cruz, para que seamos adoptados en la familia de Dios. Y como hijos podemos decir: “si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Ro. 8:31). Nuestra capacidad de tener éxito depende totalmente de nuestra caminar con él (Jn. 15:5), y cuando persistimos en pecado, no solamente perdemos su protección, más aún Dios mismo es quien nos entrega a nuestros enemigos, de nuevo para nuestro bien, con el propósito de que volvamos a él (Ez. 39:23), porque sin él, la vida no solamente se vuelve de mal y peor, sino que carece de propósito. Como cristianos tenemos muchos enemigos, ¡incluyendo nuestro propio corazón! Isaías 64:7 nos enseña: “Y no hay quien invoque tu nombre, quien se despierte para asirse de ti; porque has escondido tu rostro de nosotros y nos has entregado al poder de nuestras iniquidades”. Gálatas 5:17 nos demuestra la razón: “el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne, pues éstos se oponen el uno al otro, de manera que no podéis hacer lo que deseáis”. Los deseos naturales de nuestro corazón son pecaminosos y la única forma de dominarlo es “Andad por el Espíritu, y no cumpliréis el deseo de la carne” (Gá. 5:16). Es importante identificar que nuestros enemigos incluyen los principados y potestades, el sistema del mundo y nuestro propio corazón. Sin el poder del Espíritu Santo iluminando nuestras vidas, nuestro corazón nos engaña (Jer. 17:9) y empeoramos cada día hasta destruir nuestras propias vidas. Sin embargo, servimos a un Dios misericordioso, quien renueva su misericordia diariamente. Esto requiere que nos humillemos y volvamos a él. “Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. Limpiad vuestras manos, pecadores; y vosotros de doble ánimo, purificad vuestros corazones” (Stg. 4:8). Sin arrepentimiento, el rostro de Dios sigue escondido, pero cuando volvemos a él, él es fiel y nos sana (Jer. 3:22). Por su misericordia, aún su disciplina tiene el propósito de sanarnos y volvernos a él (Is. 54:8). Aunque su rostro se esconda, su oído se mantiene inclinado para oír nuestras suplicas (Sal. 22:24). Él es fiel a los suyos y “está cerca de todos los que le invocan, de todos los que le invocan en verdad” (Sal. 145:18). Cuando nos volvemos a él, suplicamos su perdón y obedecemos de nuevo a sus estatutos, su presencia de nuevo se hace real a nosotros (Mal. 3:7). Dios es un Dios bueno, misericordioso, lleno de compasión y su anhelo es tenernos cerca para recibir su protección y para completar los planes de bienestar que él tiene para nosotros. Y aún más, cuando nos mantenemos cerca de él, tenemos la garantía que “los ojos del Señor están sobre los justos, y sus oídos atentos a su clamor” (Sal. 34:15). Y “como todas las cosas cooperan para bien” (Ro. 8:28), la misma misericordia de Dios es lo que produce el vacío y dolor en nuestras vidas cuando estamos en pecado para crear nuevamente el anhelo de estar cerca de él. Él no es un juez malo, sino un juez justo que está dándonos una nueva oportunidad de obtener los beneficios que Él anhela darnos. Regresa a él, para que él te limpie y te dé un corazón nuevo. Puedes encontrar más contenido de Catherine Scheraldi de Núñez en su programa Mujer para la Gloria de Dios, dirigido a mujeres con el fin de orientarles acerca de cómo vivir su diseño para la gloria de Dios, en Radio Eternidad.