Una teología bíblica de la disciplina en la iglesia

Para algunos cristianos, la disciplina en la iglesia parece contradecir a toda la forma de la historia bíblica. ¿No es todo el evangelio acerca de Jesús recibiendo a los recaudadores de impuestos y pecadores? ¿No estamos retrocediendo el reloj y poniendo a los creyentes de vuelta bajo la ley si comenzamos a excluir personas de la iglesia debido a ciertos pecados? En estas líneas quiero quitar de raíz esa intuición, tan amable y completa como pueda, al mostrar como la disciplina de Dios hacia su pueblo es una parte integral de todo el relato de la biblia, desde Adán hasta la nueva creación.  Consideraremos esta historia en seis pasos y cerraremos con tres conclusiones

Edén y hacia el este

En el principio, el pueblo de Dios estaba justo donde Dios quería que estuvieran, y fueron justo lo que Dios quería que fueran.  Dios creó a Adán y Eva. Él la trajo a Adán y los unió. Él los puso en el jardín que hizo para ellos. Caminaba con ellos y hablaba con ellos cara a cara (Gen. 1:26-28; 2:4-25). Pero esto no duró. Adán y Eva pecaron y Dios les impuso una sentencia capital y los desterró.  Dios los alejó hacia el este, fuera de su jardín y lejos de su presencia (Gen. 3:1-24). Al este del Edén, toda la humanidad se hundió tan profundo en el pecado que Dios destruyó la raza entera por medio de una inundación, salvó a una sola familia (Gen. 6-8). Después de la inundación y el nuevo comienzo de la humanidad, el orgullo colectivo se elevó tan alto que Dios confundió sus lenguas y los dispersó por toda la tierra (Gen 10-11).

Disciplina en el desierto

Para comenzar a poner las cosas de manera correcta, Dios llamó a Abram. Dios le prometió una nación y un nombre, prometiendo también bendecir todas las naciones por medio de él (Gen. 12:1-3). Y Dios mantuvo su promesa, aunque no siempre de las maneras más obvias. Él sí le concedió a Abram hijos y multiplicarlos, garantizando un nuevo nombre a Abram, Abraham (Gen. 17:5). Pero luego, envió a esa descendencia hambruna, y luego a Egipto y finalmente los dejó deslizarse hacia la esclavitud.  Hasta este punto, ellos habían sido fructíferos y se habían multiplicado de tal manera que llegaron a llenar la tierra (Éxodo 1:7). Cuando Dios liberó la descendencia de Abraham de la esclavitud, juzgó a sus captores con incesante severidad. Envió plagas a su tierra, mató a sus primogénitos y hundió a su ejército (Éxodo 3-14). Pero luego, el mismo pueblo de Dios necesitaba disciplina. A pesar de las asombrosas obras que Dios realizó frente a sus ojos, ellos no creyeron y se quejaron.  Rehusaron confiar que el Dios que rompió sus cadenas podría llenar sus estómagos (Éxodo 16-17; Números 11). Rehusaron confiar que el Dios que venció a faraón podría encargarse de los enemigos frente a ellos (Números 14). Así Dios los enseñó y los reprendió. Los proveyó y los castigó. Les dio pan que se echaría a perder si era acumulado, para que así aprendieran a confiar en Él por el pan de cada día (Ex 16:13-30). Dios condenó aquella generación a morir en el desierto, permitiendo solo a sus hijos entrar en la Tierra Prometida, los hijos de los mismos israelitas que pensaron que Dios no podría protegerlos de sus enemigos (Nm 14:13-38). Estando ya a punto de ingresar a la Tierra Prometida, Moises resume las lecciones que ellos debían extraer de la disciplina divina en el Éxodo en el desierto: “Amarás, pues, al Señor tu Dios, y guardarás siempre sus mandatos, sus estatutos, sus ordenanzas y sus mandamientos. Y comprended hoy que no estoy hablando con vuestros hijos, los cuales no han visto la disciplina del Señor vuestro Dios: su grandeza, su mano poderosa, su brazo extendido, sus señales y sus obras que hizo en medio de Egipto a Faraón, rey de Egipto, y a toda su tierra; lo que hizo al ejército de Egipto, a sus caballos y a sus carros, al hacer que el agua del mar Rojo los cubriera cuando os perseguían, y el Señor los destruyó completamente; lo que os hizo en el desierto hasta que llegasteis a este lugar, y lo que hizo a Datán y Abiram, los hijos de Eliab, hijo de Rubén, cuando la tierra abrió su boca y los tragó a ellos, a sus familias, a sus tiendas y a todo ser viviente que los seguía, en medio de todo Israel. Pero vuestros propios ojos han visto toda la gran obra que el Señor ha hecho” (Dt. 11:1-7). Dios disciplinó a ambos, Egipto e Israel, pero note la diferencia: La disciplina de Dios a Egipto resultó en su destrucción; su disciplina a Israel resultó en su instrucción.  Dios castigó individuos en Israel para eliminar el mal de Israel. Dios también castigó a todo el pueblo, pero a través de esa disciplina Él les enseñaba a confiar y a obedecer. Dios les dio sus 10 mandamientos para “disciplinarlos”, para amoldar sus corazones a su voluntad (Dt. 4:36). Los probó en el desierto, proveyéndoles como solo Él podría hacerlo, para que ellos confiaran solo en Él (Dt 8:1-4). ¿La lección? “Por tanto, debes comprender en tu corazón que el Señor tu Dios te estaba disciplinando así como un hombre disciplina a su hijo” (Dt. 8:5). Dios disciplina a su pueblo para que ellos aprendan a no confiar en ellos mismos y a correr tras otros dioses, sino a buscar y encontrar todo en Él. Un testimonio de disciplina y restauración

El pacto Mosaico: Disciplina para evitar destrucción

Dios condujo a su pueblo a la Tierra Prometida, expulsó a sus enemigos y los estableció ahí. En el pacto que Dios hizo con Israel a través de Moises en el Sinaí, Él no los hizo solamente un pueblo, sino una nación (Ex 19:5-6). Les dio una ley no solo para asegurar su obediencia, sino para gobernar su sociedad. Bajo el pacto Mosaico, Dios mantuvo a Israel rindiendo cuentas por su ley, y autorizó al gobierno humano de Israel dar sanciones correspondientes al desobedecer el pacto. Los falsos profetas debían morir (Dt. 13:1-5), al igual que los idólatras (Dt. 13:6-18; 17:2-7). El propósito de Dios al autorizar que las personas ejecutaran a los idolatras era “sacar el mal (o “al malo”) de en medio de ti.”  Dios ordenó a Israel remover quirúrgicamente el cáncer de la idolatría para que no se esparciera y resultara fatal. En el pacto Mosaico, Dios también empleó otros medios de disciplina. Si las personas fallaban en obedecer, Él amenazaba con enfermedad y derrota (Lev. 26:14-17). Si ellos fallaban en arrepentirse, Dios prometía la “disciplina” extra de arruinar sus tierras y quebrar su fortaleza (Lev. 26:18-20). Y otras consecuencias más espantosas estaban en espera si las personas persistían en rebelión (Lev. 26:21-39; ver “disciplina” en los versículos 23, 28 ). Toda esta disciplina fue designada para evitar el desastre del exilio. Dios disciplinó a su pueblo con el fin de ofrecerles un rescate sin un juicio aún más grande. Para resumir dónde se encontraba Israel en el Pacto Mosaico: Dios reunió a su pueblo. Los llevó a un lugar que Él había preparado para ellos y los estableció ahí (Ex 29:45-46; 40:34-38; 1 R 8:10-12). Él caminó entre ellos (Lev. 26:12). ¿Te suena familiar? Debería. Israel era un nuevo Adán en un nuevo Edén, con una nueva oportunidad de obediencia y de forma más duradera, íntima comunión con Dios.

Exilio: disciplina como retribución, para restauración

Pero Israel perdió su oportunidad. Transcurridos cientos de años después de las advertencias de docenas de profetas, el pueblo persistentemente rechazó a Dios y a su voluntad. Así que Dios finalmente cumplió las sanciones del pacto, primero en Israel en el norte, luego en Judá en el sur (ver Lev. 26; Dt. 28; 2 R 17:1-23; 25:1-21). Debido a que Israel rehusó confiar, adorar y obedecer a Dios, Dios les impuso un tipo de sentencia capital (Dt. 4:27). Dios los desterró. Dios los alejó hacia el este, fuera de su tierra y lejos de su presencia. El profeta Jeremías describe el castigo del exilio como disciplina. Este castigo es retributivo, sí, pero también apunta a la restauración: “Así que tú no temas, siervo mío Jacob” —declara el Señor— “ni te atemorices, Israel; porque he aquí, te salvaré de lugar remoto, y a tu descendencia de la tierra de su cautiverio. Y volverá Jacob, y estará tranquilo y seguro, y nadie lo atemorizará. “Porque yo estoy contigo” —declara el Señor— “para salvarte; pues acabaré con todas las naciones entre las que te he esparcido, pero no acabaré contigo, sino que te castigaré con justicia; de ninguna manera te dejaré sin castigo” (Jer. 30:10-11; cf. 46:28). El exilio de Israel y Judá son un castigo justo (cf. Os 7:12; 10:10).  Aun así, su propósito no es la destrucción, sino la restauración. Dios devastará las naciones que recibieron a su pueblo disperso, pero su propio pueblo aún tiene esta esperanza: “Yo estoy contigo para salvarte.”  Así como Dios derribó a Faraón y además redimió y castigó a su pueblo, aquí Dios promete destrucción para las naciones y a la vez liberación a través de la disciplina para su pueblo. Efraín exclamó en exilio, “Me has castigado, y castigado fui como becerro indómito. Hazme volver para que sea restaurado, pues tú, Señor, eres mi Dios” (Jer. 31:18). Y Dios responderá esa oración. Dios promete una destrucción completa y final a las naciones que lo ignoran. Además, Dios disciplina a su pueblo con devastación de exilio con el fin de restaurarlos nuevamente a la comunión con Él, al arrepentimiento y a la santidad. Pero ¿Cómo?

Nuevo pacto, nuevo poder, nueva disciplina

El pacto Mosaico demandaba obediencia, pero no proveía el poder para obedecer. El nuevo pacto lo haría:  “He aquí, vienen días —declara el Señor— en que haré con la casa de Israel y con la casa de Judá un nuevo pacto,  no como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, mi pacto que ellos rompieron, aunque fui un esposo para ellos —declara el Señor; porque este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días —declara el Señor—. Pondré mi ley dentro de ellos, y sobre sus corazones la escribiré; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y no tendrán que enseñar más cada uno a su prójimo y cada cual a su hermano, diciendo: “Conoce al Señor”, porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande —declara el Señor— pues perdonaré su maldad, y no recordaré más su pecado” (Jer. 31:31-34; cf. 32:37-41; Is. 54:13; Ez 11:16-20; 36:22-36; 37:15-28; 39:25-29). Lo que la ley no pudo hacer, el nuevo pacto lo haría: asegurar la obediencia sincera de todo el pueblo de Dios. ¿Pero cómo está representado este nuevo pacto? A través de la muerte expiatoria de Cristo, la resurrección de Cristo, y el regalo de vida del Espíritu en pentecostés. El nuevo pacto da nuevo poder. El pueblo de Dios es ahora un nuevo pueblo, renacido y habitado por el poderoso Espíritu Santo. El pueblo de Dios ahora de manera genuina y característica, aunque imperfecta, refleja la gloria de Dios a las naciones. Este nuevo pacto con nuevo poder también viene con una nueva disciplina.  Dios aún disciplina a su pueblo a través de la persecución y dura provisión; apartándonos del mundo al ajustar nuestro entendimiento a sus promesas (Heb 12:5-11).  Dios aún castiga a su pueblo por el pecado, incluso al punto de infligir la muerte (Hch 5:1-11; 1 Co 11:27-31).  El propósito, como antes, es que al acatar la disciplina de Dios ahora, finalmente escapemos del juicio después: “Mas siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (1 Co 11:32). Pero, Él también provee nuevos medios para preservar la pureza de su pueblo. Además del suministro interno del Espíritu, Dios provee el apoyo externo de la rendición de cuentas de la iglesia. Ahora, aquellos que declaran ser del pueblo de Dios, pero cuyas vidas contradicen tal declaración son advertidos, se les ruega y si es necesario, se les excluye de la membresía de la iglesia (Mt. 18:15-17; 1 Co. 5:1-13; 2 Co. 2:5-8; Tit. 3:10-11). Bajo el nuevo pacto, los idólatras no son ejecutados, sino excluidos. La iglesia ejerce el poder de las llaves, no de la espada. Y, tal como la disciplina de Dios a Israel en el desierto, en su tierra, y en el exilio, el objetivo no es la destrucción, sino el arrepentimiento y la restauración.  Pablo sí llama la exclusión de la iglesia un “castigo” (2 Co. 2:6).  Pero este castigo busca la transformación: un arrepentimiento renovado y por lo tanto una comunión renovada con Dios y su pueblo. No deberíamos perdernos la conexión entre lo nuevo del pacto y esta nueva forma de disciplina. La enseñanza del Nuevo Testamento sobre la disciplina en la iglesia presupone que los miembros de la iglesia profesan fe en Cristo, y que sus vidas confirman esa declaración.  Cuando la vida de alguien socava fundamentalmente esa profesión, la respuesta del Nuevo Testamento no es “bueno, la iglesia es un cuerpo mixto. Creyentes y no creyentes estarán en la iglesia juntos, como el trigo y la cizaña, hasta el juicio final”. El campo en el cual los creyentes y no creyentes permanecen juntos hasta el juicio no es la iglesia, sino el mundo (Mt 13:38). La disciplina en la iglesia no protege simplemente la pureza de la iglesia, sino que presupone la pureza de la iglesia. Es decir, la enseñanza del Nuevo Testamento sobre la disciplina presupone que la iglesia está compuesta de aquellos que convincentemente profesan fe en Cristo: aquellos que dicen confiar en Jesús y cuyas vidas, a la mejor de nuestra habilidad para discernir, confirman antes que contradicen esa declaración.

Consumación: no más disciplina, sino una separación final

Hasta que Cristo vuelva, vivimos en el “entre tanto”. El pueblo de Dios está empoderado por su nuevo pacto para confiar en sus promesas y obedecer sus mandamientos, pero aún no perfectamente.  Las iglesias de Dios deberían estar compuestas de gente que convincentemente confiesa a Cristo- y aún algunos profesantes mostraran ser falsos (1Jn 2:19). Pero en el día final, el pueblo de Dios no necesitará más disciplina. Veremos a Cristo cara a cara, y seremos como Él (1 Jn. 3:1-2). La disciplina de Dios a su pueblo ahora – ya sea la disciplina formativa de la enseñanza y entrenamiento, la disciplina correctiva de la reprensión o exclusión, o la disciplina providencial de persecución y aflicciones – todas tienen por objetivo nuestra conformidad a la imagen de Cristo, la cual un día será perfeccionada. La disciplina de Dios a su pueblo a través de la historia siempre ha tenido por objetivo su restauración y transformación, y un día esa transformación será completa. Pero en ese día Dios también promulgará una separación final.  El causará una exclusión irreversible. Tal como Adán y Eva fueron desterrados del Edén, tal como Israel fue exiliado de su tierra, de la misma manera todos los que no confían y siguen a Cristo, todos los que persisten en pecado, serán excluidos de la nueva creación de Dios, para siempre. “Bienaventurados los que lavan sus vestiduras para tener derecho al árbol de la vida y para entrar por las puertas a la ciudad.  Afuera están los perros, los hechiceros, los inmorales, los asesinos, los idólatras y todo el que ama y practica la mentira.” (Ap. 22:14-15)

Lecciones aprendidas

¿Qué tiene esta historia de los tratos disciplinarios de Dios con su pueblo que enseñarnos a nosotros? De las muchas lecciones que podrían sacarse, yo selecciono tres. Primero, en este lado del juicio final, cada acto de divina disciplina tiene por intención reformar y renovar a su pueblo.  En este lado del juicio final, ningún juicio es final. A través de la larga y tortuosa historia de Dios con su (a menudo obstinado) pueblo, Él ha implementado constantemente la disciplina en un esfuerzo por alejarnos del estupor pecaminoso. El objetivo siempre fue el arrepentimiento y la renovación espiritual.  De la misma manera, cuando excluimos a alguien de la membresía de la iglesia, no estamos pronunciando su destino final, sino advirtiéndoles lo que esto podría ser.  Excluir a alguien de la membresía no es pronunciar su condenación final, sino, en todo caso, evitarla.  Cuando excluimos a alguien, debemos continuar trabajando y orar esperando por su arrepentimiento, renuevo y restauración. Segundo, incluso al disciplinar a su pueblo, Dios hace la distinción entre ellos y el mundo. En Jeremías, Dios promete a las naciones un término final, Él promete a su pueblo un nuevo comienzo. Ese es un pronóstico temporal de destinos eternos. Todo quien se opone a Dios conocerá el “termino final” de castigo eterno; todo aquel que confía en Cristo experimentará el eterno nuevo comienzo de la nueva creación. Tercero, Dios “nos disciplina para nuestro bien, para que participemos de su santidad” (Heb. 12:10). La disciplina de Dios es buena para nosotros; su objetivo es de un bien mucho mayor del que nosotros a menudo establecemos.  Necesitamos constantemente recordar que las situaciones difíciles no significan que Dios tiene un corazón duro. Si Dios usa medidas duras, nosotros deberíamos tener como objetivo el mirar hacia nuestros duros corazones no el acusar a Dios. Solo un taladro quebrará concreto. El amor no es siempre agradable, la amabilidad no siempre será indulgente, y la tolerancia no es siempre una virtud. “NO” es a menudo una de las cosas más amorosas que un padre o pastor o iglesia puede decir. Y si eso no eso no pasa desapercibido, entonces no es cruel, sino seguir el ejemplo mismo de Dios obedeciendo sus propias instrucciones, disciplinando a alguien ahora con la esperanza de que pueda ser salvado en el día final.                

Bobby Jamieson

Bobby Jamieson es pastor asociado de Capitol Hill Baptist Church en Washington, D.C. Él es el autor de los libros Understanding Baptism [Entendiendo el bautismo] y Understanding the Lord’s Supper [Entendiendo la Cena del Señor].

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