Muchos creyentes hoy día tienen un enfoque exagerado en el diablo. Pasan constantemente culpándolo a él por todo lo malo que les pasa. Perdieron el trabajo y dicen: “el diablo me lo quito”, se enfermaron: “reprendo al diablo”, dicen; surge un problema “estoy recibiendo un ataque”, aseguran. Luego, llegan hasta el nivel de declarar que le “arrebatan” al diablo aquello o lo otro, y que lo atan y lo envían al infierno. Debemos preguntarnos: ¿bajo cual reinado viven estas personas? ¿Viven bajo el dominio, cuidado y reinado de Jesús, o bajo el dominio de Satanás? Antes de continuar, debo decir que no estoy de ninguna manera abogando el ignorar completamente al diablo. La Palabra claramente nos instruye a que no le demos oportunidad (Efesios 4:27), que nos armemos para soportar sus ataques (Efesios 6:11), que lo resistamos (Santiago 4:7), y a que estemos alerta de sus asechanzas (1 Pedro 5:8). A su vez no podemos ignorar que la forma principal de ataque del enemigo es a través del error, la mentira, el engaño, la tentación, y la falsa doctrina. Ese es su modus operandi, no quitándonos trabajos o dándonos dolor de espalda, sino tratando de engañarnos y tentándonos.
¿Bajo el reinado de Jesús o bajo el reinado de Satanás?
Ahora, la razón por la cual muchas personas tienen ese enfoque exagerado en el diablo que mencioné al principio, es que no han logrado entender cuál es la posición de uno que es nueva criatura en Cristo Jesús. Es la falta de comprensión de quienes somos en Cristo y de lo que Él ha hecho lo que lleva a muchos cristianos a caer en errores tales como este. Para poder entender nuestra posición, quisiera que considerásemos lo dicho por el apóstol Pablo en su carta a los Colosenses. Colosenses 1:12-14 dice: «dando gracias al Padre que nos ha capacitado para compartir la herencia de los santos en luz. Porque El nos libró del dominio de las tinieblas y nos trasladó al reino de su Hijo amado, en quien tenemos redención: el perdón de los pecados.» Esta porción bíblica es muy clave e importante a la hora de entender quiénes somos en Cristo. Aquí el apóstol Pablo habla de cuatro cosas que Dios hizo por nosotros; y las mismas revelan cuál es nuestra posición y nos enseñan que los hijos de Dios no están bajo el dominio del enemigo, sino bajo el dominio y cuidado de Dios. Primeramente, Pablo habla de que hemos sido hechos aptos. La palabra “aptos” también podría traducirse como “hacer suficiente”, “hacer capaz” o “cualificar”. Debido a nuestra condición de pecado, nosotros no llenábamos las cualificaciones y no éramos capaces de participar de la herencia que Dios tiene guardada para los santos en gloria. Mas Dios en su absoluta y soberana gracia nos hizo aptos, o sea nos dio (a través de Jesús) las cualificaciones necesarias para ahora poder tener la esperanza de una herencia eterna y perfecta. Referente a esta herencia el apóstol Pedro nos dice (1 Pedro 1:4) que la misma es “una herencia incorruptible, inmaculada, y que no se marchitará” y que la misma está “reservada en los cielos” para nosotros. Segundo, en el verso 13 Pablo dice que Dios “nos ha librado de la potestad de las tinieblas”. Cuando estábamos en nuestros delitos y pecados, muertos, y ciegos sin poder ver la luz de Cristo, estábamos bajo el poder del maligno. Habitábamos en completa tiniebla en donde Satanás hacía con nosotros como él quería y estábamos “cautivos a la voluntad de él.” (2 Timoteo 2:2). No solamente estábamos bajo la potestad de las tinieblas, sino que nosotros mismos éramos tinieblas tal como dice Pablo en Efesios 5:8. Mas ahora en Cristo hemos sido librados de tal potestad. Dios rompió todas las cadenas que ataban nuestra alma y nos sacó del dominio del diablo. Podemos decir como dijo David: “Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; Puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos.” (Salmo 40:2) Tercero, el Apóstol nos dice que también fuimos trasladados al reino de Jesús. Debido a que nosotros vivimos en sociedades mayormente democráticas, no tenemos el conocimiento o el entendimiento de lo que es vivir bajo el dominio de un rey. En los tiempos antiguos, los reyes tenían un poder absoluto sobre la vida de todos sus súbditos. Lo que el rey decía era ley y tenía que ser obedecido. A la misma vez, el rey tenía la responsabilidad y la obligación de proteger a su gente en contra de los ataques de los enemigos. Ahora, nosotros hemos sido trasladados al reino hermoso y glorioso de Jesús, el Rey Supremo. Jesús es nuestro Rey, por lo que demanda obediencia y completa sumisión de nuestra parte, pero como Rey, Él es también nuestro protector y guardador. Jesús no es un Rey déspota como lo eran muchos de los reyes de la antigüedad. Él es un rey amoroso, misericordioso, y bondadoso; Él nos ama con un amor infinito. Por último, Pablo dice que hemos sido redimidos y perdonados. William Hendriksen comenta: Así como en conformidad a la antigua ley de Israel, la vida que estaba condenada y destinada a la muerte podía ser liberada por un precio (Ex. 21:30), de la misma forma también nuestra vida, perdida a causa del pecado, fue rescatada por el derramamiento de la sangre de Cristo (Ef. 1:7)[1]. Tal como nota Hendriksen, el ser redimido conlleva el que se haya pagado un precio por nosotros. En la cruz y con Su sangre Cristo nos redimió, o sea nos compró, y ahora somos propiedad suya (1 Corintios 6:20), y disfrutamos de completo perdón de todos nuestros pecados.
En conclusión
Cuando consideramos todo esto, podemos realmente gozarnos y glorificar al Padre por hacernos aptos para participar de una herencia reservada por Su poder en el Cielo, comprándonos y perdonándonos a través de sacrificio de Su Hijo, haciéndonos propiedad suya no sólo por virtud de creación sino también por virtud de redención, librándonos de la potestad del maligno, y trayéndonos a morar en el reino de su Hijo Amado. Es inconcebible entonces que uno que ha recibido todas estas bendiciones de parte de Dios, se la pase viviendo bajo constante amenaza del diablo, como si el diablo tuviese dominio alguno sobre su vida. Todo lo que somos y todo lo que tenemos está en Cristo Jesús, Él es nuestro todo.
¡Soli Deo Gloria!
[1] William Hendriksen, Comentario Al Nuevo Testamento: Colosenses y Filemón (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2007), 79–80.