En muchas ocasiones, he escuchado a pastores hablar del tema del aborto de una forma en la cual el evangelio de Jesucristo parece estar ausente. Esto genera en el mundo una imagen errada de que, como cristianos, estamos hablando desde un pedestal moral. Y segundo, pareciera que el pastor ha olvidado que en su congregación puede haber personas que en un momento participaron de un aborto. La Biblia enseña que Dios creó los cielos y la tierra. El Señor creó todos los animales vivientes, las hermosas montañas y los impresionantes ríos que vemos. Él creó maravillosas piedras, como los diamantes, los rubíes, etc. La Biblia también enseña que Dios creó al hombre y a la mujer a Su imagen y semejanza (Gen 1:26-7). La Biblia enseña que los seres humanos somos el clímax de la creación. Somos la obra más preciosa en la creación. Solo el hombre y la mujer fueron creados a Su imagen. De ahí viene el indescriptible valor y la dignidad de la vida humana. Sin embargo, por la naturaleza pecadora nuestra (Gen 3, 6:5; Sal 14:3; Is 59:3-11; Rom 3:9-18; 1 Jn 1:8), nosotros usamos a otras personas, abusamos de ellas, las oprimimos, las manipulamos y hasta matamos. El aborto es un pecado, es un crimen, es la terminación de una vida humana. Una vida creada a la imagen y semejanza de Dios. La persona que comete un aborto, diga lo que diga, nunca escapa de ese crimen. En su conciencia sabe que detuvo el latir de un corazoncito; una vida que terminó. La persona trata de ignorar esa realidad como si nunca existió. Trata de convencerse a sí misma de que nada pasó. Pero el pensamiento le persigue, le caza, y la persona no encuentra lugar donde esconderse. Se preguntan, ¿qué hubiese sido de esa vida? ¿De qué sonrisa me habré perdido? ¿Qué personalidad habré eliminado? Como me confesó un amigo, “me perdí de todo eso, porque terminé con su vida”. ¡En un aborto, todos perdemos! Pero por más que nos lamentemos, un aborto es un hecho que no se puede revertir. Es una vida que no podemos recuperar. Ninguno de nosotros puede cambiar el pasado. Lo que sí puede cambiar es el presente y el futuro eterno de la persona que cometió el aborto. El hijo eterno de Dios vino a este mundo a vivir la vida perfecta que cada uno de nosotros debe vivir, pero que ninguno de nosotros puede vivir. Él fue a la cruz a recibir el castigo que nosotros merecemos, presentándose ante sí mismo como sacrificio substitutorio, por pecadores como nosotros. Él nos llama a que nos arrepintamos de nuestros pecados y pongamos nuestra fe en su vida, muerte y resurrección. El Dios eterno se hizo hombre para reconciliar consigo mismo a pecadores arrepentidos. El Dios eterno es quien dice: “venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mt 11:28). No hay pecado que Jesucristo no pueda perdonar. Él nos perdona y nos limpia de culpa (1 Jn 1:9). De esa conciencia que nos persigue, de esa muerte que nos arropa, de esa vergüenza interior que nos perturba, de esas lágrimas que nos inundan, Dios nos dice: “tráela a mí, que yo recibo tu carga y te hago puro como la nieve.” Pastor, cuando hables del tema del aborto evita quedarte en denuncia y condenación. Habla de la esperanza que todos tenemos en Cristo. No hables como si quisiese acorralar a esa mujer que abortó o a ese novio que manipuló para que se diera el aborto. Háblales para traerlos a la luz de Cristo. Pastor, no les hables como un juez justo, sino háblales como un pecador justificado. Enséñales que un cristiano no es una persona moralmente perfecta; es una persona consciente de su corrupción moral que ha encontrado al único que nos puede transformar y hacernos criaturas nuevas (2 Co 5:17). Y, cuando en la gracia de Dios vean la gloria, la belleza y el perdón que hay en Cristo, sentirán sus hombros descargados, la perseguidora conciencia clavada en la cruz y sus corazones llenos del amor y el gozo para el cual fuimos creados para gloria del Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.