[dropcap]A[/dropcap] veces el orgullo se parece mucho a la humildad. Algunas veces nuestro orgullo nos convence de presentar un gran espectáculo que luce frente a todos como acciones de humildad y lo hacemos para poder ser vistos y reconocidos por otros. Nos hinchamos de orgullo cuando escuchamos “él es humilde”. El corazón humano es engañoso; propenso a engañarnos tanto a nosotros mismos como a los demás. El apóstol Pablo fue un hombre genuinamente humilde. Tenía una profunda conciencia de su propio pecado y un profundo sentido de su propia indignidad ante Dios. Cuando él escribió a la iglesia en Filipos hizo grandes esfuerzos para explicar que él reconocía ser el primero de los pecadores. Recordó con vergüenza que, persiguiendo a la iglesia del Señor, había perseguido al Señor mismo (Fil 3:6 y Hch. 9:4). Tenía muchos motivos que lo mantenían humilde. Sin embargo, cuando escribió a esa iglesia, Pablo les dijo también: “Hermanos, sed imitadores míos, y observad a los que andan según el ejemplo que tenéis en nosotros” (Fil. 3:17). Éstas podrían haber sido las palabras más soberbias que él jamás haya hablado. Él podría haber estado verbalizando la inclinación de todo corazón: el mundo sería un lugar mejor si todos fueran un poco más como nosotros. “¡Imítame! Tengo resuelta esta vida cristiana. Haz las cosas a mi manera y estarás bien”. Pero ¿era el orgullo de Pablo que le llevó a hablar de esta manera? No lo creo. “Hermanos, sed imitadores míos, y observad a los que andan según el ejemplo que tenéis en nosotros”. Estas podrían haber sido las palabras más humildes que Pablo haya hablado jamás. Cuando Pablo miró su vida, vio una evidencia innegable de la gracia de Dios, y todo lo que podía hacer era maravillarse. Antes fariseo, ahora veía la belleza de la gracia; antes perseguidor, ahora estaba dispuesto a ser perseguido; antes orgulloso de su linaje como judío de todos los judíos, ahora sabía que esto no le daba ninguna ventaja. Su vida dio evidencia de la gracia de Dios en todas las áreas. Pablo lo sabía, y Pablo se alegró. Al mirar la gracia transformadora de Dios, él podía humildemente decir: “Sé como yo”. No estaba llamando la atención sobre su propia habilidad innata o sobre su propio celo. Simplemente estaba viendo lo que había llegado a ser a través de la misericordia de Dios, y diciéndole a la gente que amaba que debían mostrar esa misma gracia. ¿Y tú? ¿Qué te impide llamar a ese nuevo cristiano a que pueda usar tu vida como un ejemplo al seguir a Cristo? ¿Qué te impide hablar con esa persona que amas y decirle “sigue mi ejemplo aquí”? ¿Podría ser humildad? Es posible, pero improbable. Es mucho más probable que el orgullo te retenga, que seas demasiado orgulloso para ver la gracia donde existe, para reconocer que la gracia es una obra de Dios, y llamar a otros a imitarla. Este artículo fue publicado originalmente en inglés en Challies.com.