La muerte y los primeros cristianos

Para los primeros cristianos, la muerte no era una tragedia, sino un tránsito hacia la eternidad. Su esperanza no se limitaba al alma: creían en la resurrección del cuerpo. ¿Y tú? ¿Estás preparado para enfrentarte a ella?
Foto: Museo Del Prado

A finales del primer siglo, la presencia del cristianismo en el Imperio romano era todavía pequeña en comparación con otras creencias. Sin embargo, su rechazo a las tradiciones y liturgias populares, así como sus novedosas prácticas, generaban molestias entre sus contemporáneos. La ignorancia y la incomprensión dieron rápidamente paso a la sospecha y a un ciclo recurrente de progresiva persecución. No obstante, la realidad de la muerte, aun de la muerte como pena impuesta por seguir a Cristo, no desanimó ni desesperó a los primeros cristianos.

En su Carta a los Esmirniotas, escrita en torno al año 110 d. C., Ignacio se refiere a la reacción de los discípulos al tocar las heridas del Señor crucificado. Ellos “despreciaron a la misma muerte o, más bien, se mostraron superiores a la muerte”. En esa misma línea, Justino asegura a mediados del siglo dos, que los cristianos:

No tememos la muerte, ya que es notorio que no hay más remedio que morir […] Mas si no creen que hay cosa alguna después de la muerte, y afirman que los que mueren van a parar a una absoluta inconsciencia, en ese caso nos hacen un beneficio al librarnos de los sufrimientos e incomodidades de esta vida.

A diferencia de los postulados gnósticos tan en boga en esa época, la perspectiva cristiana no limita las bendiciones post mortem a la liberación de un alma atrapada en un cuerpo errático y pecaminoso, sino que apunta a una resurrección corporal también. Atenágoras (177 d. C.) argumenta que la posibilidad de vivir después de haber fallecido no resulta difícil de asimilar a la luz del poder ilimitado de Dios y Su experiencia probada en la creación de los seres.

Representación del martirio de Ignacio / Arte:  Cesare Fracanzano

Consagración a la causa de Cristo

Lejos de exonerar al creyente de sus responsabilidades terrenales, la proximidad de la muerte en un contexto hostil y ajeno a los principios éticos del cristianismo resultaba en una oportunidad de confirmar la lealtad para con el Salvador, aun cuando las denuncias más repetidas contra los primeros cristianos ponían en tela de juicio el carácter, la capacidad intelectual e, incluso, la moral de los seguidores de Jesús. Por ejemplo, Justino señala el trato desigual en comparación a cómo se perciben otras costumbres religiosas:

No haciendo nada de malo, somos ajusticiados como malhechores; en cambio se deja en paz a los que adoran a los árboles, los ríos, los ratones, los gatos, los cocodrilos y otros muchos animales, que no son siquiera los mismos para todos, pues unos adoran a unos, y otros a otros, con lo que todos son entre sí impíos, por no adorar las mismas cosas.

Al punto que, además de las acusaciones de incesto, canibalismo, oscurantismo y desvergüenza, a los cristianos se los culpaba de los distintos males que asolaban a la población.

Grabado de Justino Mártir / Imagen: Dominio público

Sin embargo, a pesar del descrédito y las difamaciones infundadas, fue precisamente la firme convicción acerca de la brevedad de la vida y la pronta comparecencia ante la presencia de Dios lo que motivaba la conducta de unos cristianos convencidos de la necesidad de afrontar la muerte con limpia conciencia. Policarpo lo explicó así: “Porque si le agradamos en este mundo presente, recibiremos también el mundo futuro, según Él nos prometió que nos levantaría de los muertos, y que, si nos conducimos dignamente de Él, también reinaremos con Él si en verdad tenemos fe”. Por el contrario, todo aquel que se mantiene en sus viejas costumbres se expone a un grave peligro, pues solamente “existen dos caminos, entre los cuales, hay gran diferencia; el que conduce a la vida y el que lleva a la muerte”.

Este mismo patrón que resultaba característico en varias de las epístolas del Nuevo Testamento aparece reflejado también en El Pastor de Hermas, en el que la confianza en la vida futura deriva en la necesidad de mantener un proceder distintivo en el aquí y ahora. En su octava parábola, se recoge la siguiente advertencia: “Que el arrepentimiento de los pecados trae vida, pero el no arrepentirse trae muerte”. La conclusión es insalvable: “Para los que no se arrepienten, sino que siguen en sus pasiones, la muerte está cerca”.

Aun considerándose ante todo “ciudadanos del cielo”, los cristianos no descuidaban sus responsabilidades cívicas y asumían con entereza el compromiso de llevar su patrón de comportamiento a la máxima expresión, esto es, viniendo a ser “imitadores de Dios”. El autor de la Epístola a Diogneto matiza, citando las palabras recogidas en Juan 17, que “los cristianos habitan en el mundo, pero no son del mundo”, pues su paso por este es temporal. Sin embargo, la esperanza de un reino después de la muerte motivaba no solamente lo que han de esperar en el futuro, sino también su concepción de la vida y del entorno en el tiempo presente. Y eso, según Clemente, incluye todos los aspectos de la persona: “Nosotros, en cambio, que dirigimos nuestros pasos en busca del alimento celeste, debemos dominar el vientre que se encuentra bajo el cielo, y, más aún, todo aquello que le es agradable, cosas que Dios destruirá”.

Portada de una edición contemporánea de la Carta a Diogneto / Foto: VaE

Conclusión

Para los primeros cristianos, habiendo sido purificados por el sacrificio de un Cristo vivo, la muerte no era una tragedia o un mal inevitable, sino un tránsito a la eternidad, al que había que aproximarse siguiendo las pisadas del que un día abrió un camino nuevo y vivo por medio de Su propio cuerpo (Heb 10:20). Al mismo tiempo, para los que todavía se encuentran en sus pecados, la muerte tampoco resulta el destino definitivo. Más bien se trata de una antesala que da paso a un período interminable de juicios, castigos y maldiciones del que solamente es posible escapar en vida, arrepintiéndose y creyendo en el evangelio. ¿Estás preparado para enfrentarte a ella?

Heber Torres

Heber Torres (M.Div.) es profesor de teología en el Seminario Berea (León, España) y pastor en la Iglesia Evangélica de Marín (España). Dirige el sitio «Las cosas de Arriba», que incluye podcast y blog. Está casado con Olga y juntos tienen tres hijos: Alejandra, Lucía y Benjamín.

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