El futbolista Ronaldo Luiz Nazario de Lima, más conocido como «El Fenómeno» (Brasil, 1976), fue la figura escogida por la firma italiana Pirelli en 1998 para promocionar su línea de ruedas robustas y poderosas, pero a la vez extraordinariamente adherentes, por medio de este eslogan: «la potencia sin control no sirve de nada». Aunque otros famosos deportistas habían colaborado anteriormente con la marca, nadie mejor que él para trasladar este mensaje ante el gran público: dotado de un físico privilegiado, gracias a su explosiva velocidad, Ronaldo superaba rivales cual guepardo en la sabana. Sin embargo, cuando encaraba el arco contrario era capaz de reducir la marcha súbitamente para colocar el balón al fondo de la red con una sutileza y suavidad desconocidas. Trasladándolo al terreno del carácter, algunos consideran que no solamente es imposible dominarnos a nosotros mismos, sino que resulta inaceptable mantener la templanza por sistema, particularmente cuando somos ofendidos o subestimados. Algunos han supuesto que es imposible ejercer autocontrol sin perder parte de la esencia de lo que somos, como si hubiera que elegir entre ser fuertes o limitar nuestros impulsos. Y no están dispuestos a contenerse ante nada ni ante nadie.
El camino hacia el caos
Sin importar el ámbito al que nos refiramos, la falta de dominio propio revela nuestra tendencia a querer «salirnos con la nuestra» en el hogar, en el trabajo, en la iglesia o ¡en cualquier lugar en el que nos encontremos! No tenemos más que analizar nuestros hábitos y rutinas personales y hacernos algunas preguntas al respecto: ¿qué comemos (y en qué proporción)?, ¿cómo usamos el tiempo libre?, ¿en qué invertimos el dinero?, ¿qué tan disciplinados somos con nuestras responsabilidades?, ¿de qué forma reaccionamos a los comentarios o valoraciones de otros?, ¿cuáles son nuestros pensamientos y anhelos más privados?… Todo ello confirma las tremendas dificultades que experimentamos en esta área concreta. Si las cosas no se dan como quisiéramos, o no logramos lo que deseamos, nos frustramos. Vivimos en una época de confusión generalizada. Por un lado, somos testigos de un movimiento cultural que reclama con indudable arrojo el abandono de un ideal de hombre tradicional para defender en su lugar un modelo masculino menos «patriarcal», más «moderado». Y, al mismo tiempo, todos los días nos cruzamos con comerciales que nos invitan a perseguir nuestros sueños y satisfacer nuestros deseos, sin que nadie tenga derecho a cuestionarlos. Es importante enfatizar que nuestro estándar, también en lo relativo al dominio propio, no responde a lo que la sociedad reclame o a determinadas tendencias de moda, sino a lo que nos ha sido revelado en la Escritura. Y cuando nos acercamos a sus páginas nos damos cuenta de que no solamente debemos, sino que también podemos ejercer dominio propio, para la gloria de Dios y aún para nuestro propio bien. De otra forma estaríamos incurriendo en un acto de desobediencia flagrante.
Una mancha difícil de borrar
El principal problema es que no resulta sencillo ni agradable refrenar ciertos impulsos. ¿Cómo dejar de defender con vehemencia lo que nos parece justo? ¿Por qué rechazar aquello que nos produce tanto placer? ¿Quién le dice «no» a uno mismo? Como bien ha dicho el Dr. Stuart Scott: «El no controlarnos a nosotros mismos y solamente seguir nuestras inclinaciones iniciales es una elección que se hace más y más fácil». A continuación, veremos algunos ejemplos de descontrol registrados en las Escrituras. A pesar de su humildad, Moisés terminó exasperado por las reivindicaciones del pueblo y golpeó la roca con una vehemencia inaudita (Nm. 20:10-12). A pesar de su valentía, Jefté se dejó llevar por la euforia e hizo un voto innecesario y desproporcionado (Jue. 11:30-31). A pesar de su fuerza física, Sansón no resistió la seducción de Dalila y terminó por desvelar su mayor secreto (Jue. 16:15-17). A pesar de su sabiduría, Salomón se entregó a la concupiscencia y llegó a tener tantas mujeres que incluso para él resultaba verdaderamente difícil recordar todos sus nombres (1 R. 11:1-4). Todos estos hombres tienen algo en común: aun siendo verdaderos referentes para muchos, en un momento de su vida demostraron falta de dominio propio. Y esto les condujo a resoluciones dramáticas, afectando su servicio y testimonio de manera significativa. Moisés no entró en la tierra prometida, Jefté perdió a su hija, Sansón fue capturado, Salomón sucumbió a la idolatría. Lo que en un principio se percibió como un camino de afirmación y de disfrute derivó en lágrimas, pérdida, humillación, corrupción moral, vergüenza y, en algunos casos, aún la muerte de los más queridos. Cuando nos dejamos llevar por nuestras pasiones o cedemos ante las presiones externas, nos perdemos la bendición de ser dirigidos por Dios, y terminamos transitando por la senda equivocada. Y, en algunos casos, ratificando que determinados profesantes nunca fueron del Señor (Tit. 1:16).
Tiempo de cambiar
La finalización de esta impiedad no la hallaremos en las técnicas de concentración, ni en la meditación trascendental, tampoco en el castigo del cuerpo o en alcanzar una mayor fuerza de voluntad. Ninguna de estas prescripciones lidia con la raíz del problema. Entonces, ¿cómo ejercemos dominio propio? En primer lugar, debemos dejar de considerar nuestra falta de autocontrol como una piedrecita en el zapato —que en ocasiones nos molesta más y en otras menos— y confesarlo como lo que es: un pecado que deshonra a nuestro Dios y nos perjudica a nosotros (y a otros). En segundo lugar, necesitamos aferrarnos a los recursos que disponemos en Cristo. Una vez que somos conscientes de la gravedad de los hechos, solamente Cristo, cuya sangre nos limpia de todo pecado, puede ayudarnos a lidiar con la falta de dominio propio (1 Jn. 1:7). En tercer lugar, hemos de dar lugar al Espíritu Santo en nuestra vida. Él no solamente nos señala nuestras tachas por medio de una conciencia renovada, sino que despierta en nosotros nuevos anhelos que producen un fruto radicalmente distinto.
Conclusión
Al ejercer dominio propio, tanto en tus acciones como en tus intenciones, le estarás dando la primacía a Dios. Recuerda que el fuerte no es el que exhibe sus músculos, sino el que es capaz de controlarlos y usarlos para lo que es bueno y justo.