La humildad de Cristo con Su prójimo y con Su pueblo

Cuando el Mesías se relacionaba con las personas que formaban Su círculo más cercano, dejó ejemplo de cómo se articula con otros la humildad.:
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Introducción Retomamos nuestro artículo sobre la humildad de Jesús para enfocarnos directamente en la meditación de esta virtud, en Su relación con el prójimo y en su manifestación entre Su pueblo. Puedes leer aquí sobre “La humildad de Cristo en Su persona y con Su Padre”.  En relación a Su prójimo La humildad del Mesías se demostró en cómo entabló relaciones con Su prójimo. Sin lugar a conjeturas, una persona que se humilla ante Dios andará en humildad para con su semejante. Es más, son los humildes quienes se asocian con los humildes (Ro. 12: 16). Por lo tanto, Jesús al ser modelo y norma de humildad (Fil 2:1-11), nos enseña cómo relacionarnos unos con otros bajo la poderosa influencia de esta virtud cristiana. Dejando las riquezas de gloria, se hizo pobre (2 Cor. 8: 9), dando ejemplo humildad al nacer en una familia de baja condición: “Y dio a luz a su hijo primogénito; le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón” (Lc. 2:7). Vemos que se condujo con un perfil bajo durante toda Su vida por la poca influencia que ejercía sobre su entorno religioso: “Nosotros sabemos que Dios habló a Moisés, pero en cuanto a este, no sabemos de dónde es” (Jn. 9:29). Jesús era considerado un personaje de “poca monta” para muchos destacados de Su época, pero esto no le interesaba: “No recibo gloria de los hombres” (Jn. 5:41). Cuando el Mesías se relacionaba con las personas que formaban Su círculo más cercano, dejó ejemplo de cómo se articula con otros la humildad.:

  • En relación a Sus padres terrenales: “Y descendió con ellos y vino a Nazaret, y continuó sujeto a ellos” (Lc. 2:51).
  • Al relacionarse con gente despreciada y desechada por la sociedad: “Y sucedió que estando Él sentado a la mesa en la casa, he aquí, muchos recaudadores de impuestos y pecadores llegaron y se sentaron a la mesa con Jesús y sus discípulos” (Mt. 9:10).
  • Al someterse al ministerio de otros: “Entonces Jesús llegó de Galilea al Jordán, a donde estaba Juan, para ser bautizado por é Pero Juan trató de impedírselo, diciendo: Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Y respondiendo Jesús, le dijo: Permítelo ahora; porque es conveniente que cumplamos así toda justicia” (Mt. 3:13-15).
  • Al lavar los pies de los discípulos: “Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos, y que de Dios había salido y a Dios volvía, se levantó de la cena y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en una vasija, y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía ceñida” (Jn. 13:3-5).
  • Y al convertirse en Siervo de todos: “Porque, ¿cuál es mayor, el que se sienta a la mesa, o el que sirve? ¿No lo es el que se sienta a la mesa? Sin embargo, entre vosotros yo soy como el que sirve” (Lc. 22:27).

Sobre todo, Jesús fue ejemplo de humildad cuando soportó el sufrimiento que le infligió Su prójimo. La vida del Mesías estaba destinada a ser marcada por el dolor y la angustia (Is. 50: 6). La aflicción es el horno divino sobre el cual se forja y profundiza la humildad de espíritu. Jesús pasó por esa escuela (Heb. 5: 7-9). Quizás la epístola del Nuevo Testamento que afirma esta verdad con toda claridad es 1 de Pedro. Allí aprendemos que ser afligidos con diversas pruebas purifica nuestra fe en Dios (1:6-7); que es mejor sufrir haciendo lo bueno, porque la voluntad de Dios así lo determina, que por hacer lo malo (3:17); que los padecimientos por causa del Reino nos unen a los sufrimientos del Mesías (4:12-13); y que cuando el horno de aflicción nos humilla, templa nuestro espíritu para revestirnos de humildad, lo que nos prepara para recibir la gracia de Dios (5:5). En este contexto, donde se presenta la tensión aflicción-humildad, el apóstol Pedro nos presenta a Jesucristo como modelo y norma de conducta humilde en medio de la prueba: “Pues Dios los llamó a hacer lo bueno, aunque eso signifique que tengan que sufrir, tal como Cristo sufrió por ustedes. Él es su ejemplo, y deben seguir sus pasos. Él nunca pecó y jamás engañó a nadie. No respondía cuando lo insultaban ni amenazaba con vengarse cuando sufría. Dejaba su causa en manos de Dios, quien siempre juzga con justicia. Él mismo cargó nuestros pecados sobre su cuerpo en la cruz, para que nosotros podamos estar muertos al pecado y vivir para lo que es recto. Por sus heridas, ustedes son sanados” (1 Pd. 2:21-24 NTV). En relación a Su pueblo A la hora de volver practica una doctrina tan esencial como esta, necesitamos remontarnos al pensamiento paulino para poder hallar en sus cartas la aplicación precisa que se desprende para el pueblo de Dios de la humildad de Jesucristo. Es en Filipenses 2 donde el apóstol hace una conexión directa entre la humildad que los cristianos deben manifestarse unos a otros y la humildad que el Mesías manifestó en Su encarnación y muerte de cruz. La persona y obra de Jesucristo tienen que entenderse como el paradigma de la humildad: “Haya, pues, en vosotros esta actitud que hubo también en Cristo Jesús, el cual, aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:5-8). Este antiguo himno cristiano es utilizado por Pablo como el arquetipo que describe el ideal de esta virtud manifestada en el Hombre Ejemplar. Así también lo entiende el Dr. Trenchrad en su comentario a esta epístola: “Lo que esta línea de Filipenses sí señala con claridad es la humillación que estaba en el hecho de adoptar la forma de siervo e ir obediente hasta la muerte, en una de las formas más vergonzosas y humillantes de muerte de esa época: la cruz […] El descenso ha sido verdadero y ha culminado en la humillación final de la muerte en la cruz. Todo esto es un acto de obediencia a la voluntad de Dios, a la cual Jesucristo se sometió. Por lo demás, esta disposición a despojarse a sí mismo es precisamente lo que Pablo está proponiendo paradigmáticamente como la manera de pensar o de sentir, es decir la actitud, que debe caracterizar también a los filipenses”.[1] Ante la solemne reflexión que demanda este pasaje, el apóstol coloca de inmediato el triunfo que trae consigo la humildad. Ya que cuando el Señor Jesús se humilló como Siervo hasta la muerte en el Gólgota, al tercer día el Padre lo resucitó de los muertos exaltándolo hasta lo sumo: “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en el cielo, y en la tierra, y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2:9-11). Esta lógica bíblica es presentada en los escritos de sabiduría una y otra vez: Dios humilla a los soberbios, pero da gracia a los humildes (Job. 5:11; Sal. 147:6; Prov. 3:34). Entonces, si toda esta argumentación paulina pretende ser el fundamento para motivar la conducta humilde en la comunidad de fe, ¿cuál será el resultado de ello en la vida cotidiana de los hijos de Dios? El resultado de la vida de Jesús en Su pueblo se verá en una iglesia local unida, donde las familias habitan en armonía, donde las personas se sirven unas a otras, donde el amor ágape estimula el sacrificio que hacemos por los demás, donde la rivalidad, la envidia y la competencia entre hermanos quedan excluidas, y donde la congregación valora la presencia y obra del Espíritu Santo en la Iglesia: “¿Hay algún estímulo en pertenecer a Cristo? ¿Existe algún consuelo en su amor? ¿Tenemos en conjunto alguna comunión en el Espíritu? ¿Tienen ustedes un corazón tierno y compasivo? Entonces, háganme verdaderamente feliz poniéndose de acuerdo de todo corazón entre ustedes, amándose unos a otros y trabajando juntos con un mismo pensamiento y un mismo propósito. No sean egoístas; no traten de impresionar a nadie. Sean humildes, es decir, considerando a los demás como mejores que ustedes. No se ocupen solo de sus propios intereses, sino también procuren interesarse en los demás” (Fil. 2:1-4 NTV). Conclusión Meditar en la humildad de Jesús debería ser una reflexión humillante para todos nosotros. Primeramente, constituye una reprensión para nuestro soberbio corazón. ¡Ah, corazón engreído! ¿Hasta cuándo me atormentarás con tus aires de grandeza? ¿Contenderás para siempre contra tu conciencia? ¿Por qué te crees mejor que tus hermanos? ¿Quién te puso por encima de tu prójimo? ¿Cuándo dejarás de competir por el primer lugar en todo y comenzarás a servir a los demás en amor? Ya veo, aún te sientes suficiente en ti mismo como para depender de Dios, buscar Su rostro en oración y someterte a Su voluntad. Pues bien, dime lo siguiente: “¿Quién te da privilegios sobre los demás? ¿Y qué tienes que Dios no te haya dado? Y si él te lo ha dado, ¿por qué presumes, como si lo hubieras conseguido por ti mismo?” (1 Cor. 4:7 DHH). También la humildad del Señor es un llamado para que Su pueblo viva en humildad en las relaciones cotidianas de unos con otros. “¡Oh tierno y dulce Jesús , concédeme ser más como tú! Forma tu preciosa imagen en mí, hazme humilde y manso. Que me despoje de esta arrogancia mía y vista mi alma de tu bondad, misericordia y mansedumbre”. Querido hermano ¡ya sabes cuánto necesitan las personas ver la naturaleza humilde de Emmanuel reflejada en Su Iglesia! ¡Qué frágil están nuestras relaciones diarias a causa del ego herido que suele tomar armas contra los demás! Amados, si el Hijo de Dios dejó la gloria inmortal para ser Siervo en beneficio de todos nosotros, ¿es mucho para un misionero dejar su país con el fin de llevar el evangelio a regiones necesitadas? ¿Es mucho para un ministro abandonar sus argumentos insípidos para fomentar la unidad congregacional? ¿Es mucho para un rico ayudar con su abundancia a los pobres y aportar de sus riquezas a la causa del evangelio? ¿Es mucho para un cónyuge desistir de su postura bélica para endulzar la relación con misericordia? ¿Es mucho para un hermano en la fe olvidar las raíces de amarguras y establecer la armonía por medio del perdón? ¿Es mucho que dejemos nuestro hogar y tomemos una hora para ir a visitar un enfermo? De este modo, tenemos claro que la egolatría —hija de la soberbia— es incompatible con la humildad, porque la humildad nos impide sentirnos superiores a los demás: “Entonces, como escogidos de Dios, santos y amados, revestíos de tierna compasión, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia; soportándoos unos a otros y perdonándoos unos a otros, si alguno tiene queja contra otro; como Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros” (Col. 3:12-13). Por último, amado lector incrédulo, tú que aún no has puesto la fe en Jesús. Has posado tus ojos sobre estas líneas durante varios minutos, ¿acaso te retirarás impasible de estas meditaciones? Si piensan para tus adentros algo como: “Bueno, la humildad de Jesús es impresionante, y después de leer todo este artículo creo que no estoy muy lejos de ella”. Entonces, querido amigo, estás más distanciado del reino de los cielos de lo que piensas. El corazón de Jesucristo es manso y humilde (Mt. 11:29) pero el del ser humano es “traidor, insolente, arrogante, fanfarrón y… odia a Dios” (Rom. 1:30 NTV). Necesitas doblegar tu dura cerviz ante el Señorío de Jesucristo. Necesitas clamar a Dios por un nuevo corazón, que quite el de piedra que traes dentro y Su Santo Espíritu coloque uno nuevo, de carne (Ez. 37). El acto más humilde que puedes hacer ahora mismo es poner tu fe donde Dios puso tus pecados: en Jesús crucificado. Mira al Salvador ensangrentado y cree de todo corazón que Él ocupó tu lugar en aquella cruz romana, que cargó tu culpa, sufrió tu castigo, soportó tu infierno y murió tu muerte. Él resucitó para tu justificación. Deja la arrogancia de querer llegar al cielo por tus propios medios. Acepta en humildad la gracia de Dios que te perdona. Abraza el evangelio que te libera por siempre de una eterna condenación.


[1] E. Trenchard, Comentario expositivo del Nuevo Testamento, (CLIE Barcelona 2013). 2997

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