Cómo Dios se revela a sí mismo

Cada criatura viviente, incluidos los seres humanos, son señales que apuntan a la bondad, el poder y la sabiduría de Dios.
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Crecí a unos 15 minutos del océano y recuerdo muchas veces que estaba deslumbrado y asombrado por su inmensidad. En vano intenté mirar hacia el otro lado del mar; en cambio, recordé no solo lo pequeño que soy, sino también lo grande que debe ser Dios. La naturaleza tiene una forma de captar nuestra atención, recordándonos que la vida se compone de más que trabajo, listas de compras y nuestras ocupadas agendas. Esto se debe a que este mundo ha sido creado por un Dios que, desde el principio, se ha complacido en revelarse en y a través de sus poderosas obras. Cuando consideramos la autorrevelación de Dios en la creación, estamos hablando de lo que típicamente se llama «revelación general».

El mundo exterior revela a Dios

El salmista nos ayuda a comprender el mensaje de la naturaleza cuando escribe: «Los cielos proclaman la gloria de Dios y la expansión anuncia la obra de sus manos. Un día transmite el mensaje al otro día, y una noche a la otra noche revela sabiduría» (Sal. 19:1–2). En otras palabras, la naturaleza no es muda. El sol con su resplandor alimentando la vida vegetal; la luna con su presencia refrescante y tranquilizadora; los cielos estrellados que evocan maravillas; todas estas cosas, de una forma u otra, «transmiten el mensaje» o «revelan sabiduría». Entonces, ¿qué revela la naturaleza? Bueno, revela a Dios, al Creador de los cielos y la tierra. Cada hermosa puesta de sol, cada hoja de césped, cada estación fructífera, cada criatura viviente, incluidos los seres humanos, son señales que apuntan a la bondad, el poder y la sabiduría de Dios. Y si la tierra está llena de una belleza impresionante, ¡considera cuán hermoso y glorioso debe ser el mismo Dios! Después de todo, Él es la fuente y el arquitecto principal del universo en todas sus múltiples maravillas. Las cosas que han sido hechas, que son visibles, tienen una manera maravillosa de develar ciertas cualidades del Dios eterno e invisible (Rom. 1:20).

Nuestro mundo interior revela a Dios

Pero no es solo el mundo externo el que muestra el poder y la sabiduría de Dios. Nuestro mundo interior, nuestras capacidades como portadores de su imagen, también dan testimonio de lo mismo (Gén. 1:26-27; Sal. 139:14). El apóstol Pablo nos ayuda a entender parte de cómo se ve eso cuando dice: «Porque cuando los gentiles, que no tienen la ley, cumplen por instinto los dictados de la ley, ellos, no teniendo la ley, son una ley para sí mismos, ya que muestran la obra de la ley escrita en sus corazones, su conciencia dando testimonio, y sus pensamientos acusándolos unas veces y otras defendiéndolos» (Rom. 2:14-15, cursivas añadidas). En otras palabras, cuando Dios nos creó, nos creó con un sentido natural e innato del bien y del mal, algo tan básico en nuestra naturaleza que poseemos este sentido moral incluso sin recibir ninguna instrucción externa. Si bien este sentido innato del deber moral está oscurecido de muchas maneras por nuestra pecaminosidad, aún revela el carácter de un Dios que es completamente justo y santo. De hecho, sorprendentemente, Pablo también dice que por naturaleza los hombres y las mujeres también saben que aquellos que violan la justicia de Dios «merecen morir» (1:32; cf. 6:23). Entonces, si bien podemos percibir la belleza moral de Dios en la ley moral interna, somos completamente incapaces de remediar nuestro problema. Nos quedamos en la ansiedad que sigue al saber que somos culpables de violar esa ley. La naturaleza, incluso con todo su esplendor, no puede impartir gracia.

La Escritura revela a Dios

Entonces, ¿dónde nos deja eso? Si la naturaleza no puede proporcionar el bálsamo para sanar nuestras conciencias abrumadas por la culpa, ¿qué puede hacerlo? O quizás una mejor pregunta es, ¿quién puede? Por gracia, Dios ha revelado Su voluntad y obras de otra manera: a través de las Escrituras. En la Biblia tenemos la revelación única de cómo Dios es misericordioso con nosotros a través de Su Hijo, Jesucristo. Esto es lo que llamamos «revelación especial». Podríamos sondear en las profundidades del océano, explorar los misterios del espacio, inspeccionar las complejidades de la mente humana, viajar a los rincones más profundos del Amazonas y estudiar todos los escritos de los filósofos del mundo. Pero incluso después de todo esto, todavía no sabríamos nada del evangelio de Jesucristo. Jesús no ofrece liberación a través de un principio universal y atemporal que se pueda conocer por medio de la razón o descubrir al observar el mundo natural, sino a través de la buenas nuevas históricas y oportunas de Su encarnación, obediencia, muerte, entierro, resurrección y ascensión. La revelación general de Dios se puede percibir a través de nuestros sentidos ordinarios, pero la revelación especial acerca de la vida eterna y la unión con Cristo solo se percibe por la fe. La fe es ese instrumento dado por Dios a través del que abrazamos el amor salvador de Dios hacia nosotros (Efesios 2:8-10). Por fe, más que por vista, sabemos que todos nuestros pecados han sido perdonados y encontramos descanso en la certeza de Su gracia (2 Cor. 5:7). El evangelio —y, de hecho, toda la Escritura— enriquece nuestra experiencia y comprensión de la naturaleza. A través de la revelación especial de Dios, ahora sabemos que los hermosos paisajes y los deliciosos frutos de la tierra provienen de nuestro Dios trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cuando confrontamos la belleza y la maravilla del mundo, encontramos aliento en la verdad de que el Dios que se revela a sí mismo a través de toda la creación, es el mismo Dios que revela Sus misericordias redentoras en Jesucristo.

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