Sumo sacerdote e intercesor

¿Comprendes cuánto se preocupa por ti y te ama tu Sumo Sacerdote? Es casi como si él estuviera diciendo: “Padre, mi gloria estará incompleta a menos que tú cumplas tu promesa: que mis amados discípulos puedan verla y compartirla”.

Hebreos es el único libro del Nuevo Testamento que describe a Jesús como nuestro Sumo Sacerdote. Pero la idea permanece en el trasfondo de todo el Nuevo Testamento. Por ejemplo, Pablo nos dice que Cristo intercede por nosotros (Romanos 8:34) y Juan nos dice que Cristo es nuestro abogado con el Padre (1 Juan 2:1). A través de los siglos, los cristianos han leído Juan 17 teniendo en cuenta este trasfondo. Al leer este capítulo, Cirilo de Alejandría (†444) describió a Jesús como un sumo sacerdote que hace intercesión por su pueblo. Y el teólogo luterano David Chytraus (1531-1600) denominó al capítulo la “Oración Sumosacerdotal” de nuestro Señor. Este pasaje proporciona una extraordinaria mirada al corazón de Cristo y su preocupación por su pueblo.

Requisitos para los sumos sacerdotes

En la teología ritual del Antiguo Testamento, varias cosas importantes preparaban a una persona para ser sumo sacerdote. Primero, el sacerdote tenía que solidarizar y compartir las debilidades de su pueblo (Hebreos 5:2). En Juan 13:21, Jesús claramente lo hace. Él se conmueve en espíritu (cf. Juan 12:27). Segundo, el sacerdote era consagrado al servicio de Dios. Asimismo, Jesús se santifica para el servicio de Dios (Juan 17:19). Tercero, el sumo sacerdote portaba los nombres y necesidades del pueblo de Dios. Sobre su vestimenta sacerdotal, sobre sus hombros y el pectoral, él llevaba piedras preciosas en las que estaban inscritos los nombres de las tribus de Israel. Asimismo, Jesús lleva las cargas y necesidades de su pueblo a Dios al orar por sus discípulos (Juan 17:6-19) y todos los que se hagan discípulos suyos en el futuro (Juan 17:20-26).

Oración sumo sacerdotal

El Día de la Expiación, cuando el sumo sacerdote entraba al Lugar Santísimo para interceder por su pueblo, era el momento más solemne de todo el año para los creyentes del Antiguo Testamento. ¿Qué diría en su oración? ¿Sería aceptada su intercesión? ¿Saldría nuevamente con vida —oiría el pueblo el suave sonido de las campanillas en su vestimenta una vez más? Con seguridad, cada judío habría dado cualquier cosa por tener la posibilidad de oír la voz del intercesor sumo sacerdotal. Pero nadie lo hizo jamás. En contraste con ello, los cristianos conocen el contenido de la oración del verdadero Sumo Sacerdote —que ellos contemplen su gloria: “Padre, quiero que donde yo estoy también estén conmigo aquellos que me has dado, para que vean mi gloria, la cual me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Juan 17:24). Jesús ya les ha prometido su paz (14:27; 16:33) y su gozo (15:11; 16:22). Ahora él completa el cuadro: le pide al Padre que ellos puedan ver su gloria.

Gloria en lugar de vergüenza

Nótese el agudo contraste entre esta petición y la que Jesús ofrece en el Getsemaní. Allí él está aplastado bajo la sombría visión de la copa que tiene que beber; aquí él ora a la luz de su obra acabada (17:4). Allí ora en la sombra de su inminente experiencia del abandono de Dios; aquí ora a la luz del amor eterno del Padre por él (17:24). Lo que tenemos el privilegio de escuchar, entonces, es un eco de la eterna comunión entre el Padre y el Hijo. El Padre ama al Hijo y comparte con él su eterna gloria. La gloria virtualmente es la manifestación física de todas las perfecciones del ser de Dios —su bondad, verdad, fidelidad, justicia, santidad, y sabiduría. El Padre y el Hijo vivían en un perfecto goce de esa gloria, en un perpetuo amor mutuo “antes de la fundación del mundo” (17:24). Ahora, nuestro eterno Señor divino, quien está siempre junto al Padre (Juan 1:18), más que nada en el mundo quiere que nosotros lo veamos en su refulgente gloria.

¿Por qué?

Primero, Jesús nos considera un don de amor de su Padre (17:24). En este momento sagrado, Jesús usa la descripción de sus discípulos con el mayor significado para él. Los cristianos son “aquellos que me has dado”. No hay nada que él considere más valioso. Por lo tanto, quiere que estemos con él por siempre. Segundo, Jesús sabe la tristeza que sentirán los discípulos durante su agonía en el Getsemaní y la humillación de la cruz. Asimismo, él conoce el dolor que sentimos cuando la gente pisotea su sangre e intenta crucificarlo de nuevo, sujetándolo a deshonra pública (Hebreos 10:29; 6:6). Así que él quiere que lo veamos como realmente es: el Señor entronado en gloria. Tercero, Jesús quiere que sepamos que sus oraciones por nuestra salvación serán oídas y contestadas. Puesto que él solo pide lo que el Padre ha prometido darle, él sabe que su Padre no se lo negará.

Un atisbo de tesoros

¿Logras asimilar lo que has escuchado en la Oración Sumo sacerdotal de Juan 17? Es como una luz encendida momentáneamente en un cuarto oscuro y luego apagada. ¿Viste realmente tales tesoros? ¿Ha orado Jesús realmente que mi fe no falle (Lucas 22:31-32) y que sea guardado por el poder de Dios para semejante gloria (1 Pedro 1:5-11)? ¿Está mi propio nombre grabado en sus hombros e inscrito en su corazón? ¿Comprendes cuánto se preocupa por ti y te ama tu Sumo Sacerdote? Es casi como si él estuviera diciendo: “Padre, mi gloria estará incompleta a menos que tú cumplas tu promesa: que mis amados discípulos puedan verla y compartirla”. Piensa en esto: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8). Este artículo fue extraído del libro Solo en Cristo publicado por Poiema Publicaciones. Además, puedes leer más artículos sobre este tipo de libros en El Blog de Poiema.

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