[dropcap]T[/dropcap]omar decisiones es una de las cosas más difíciles que hacemos. Si es tan difícil escoger entre el helado de menta con chispas de chocolate y el de chocolate con nueces, ¿cuánto más nos desgarramos por esta iglesia o aquella, esta escuela o la otra, este trabajo o aquel, esta persona o esta otra? Oramos, sudamos, lloramos, leemos, nos damos vueltas en la cama. ¿Por qué este temor? ¿Por qué esta agonía? ¿Por qué estas noches de insomnio? Es por la incertidumbre, sin duda. Es la incertidumbre de adónde nos pueden llevar nuestras decisiones. Cuando se trata de tomar decisiones, tenemos este deseo de protegernos de las malas decisiones o, más precisamente, de las consecuencias de las malas decisiones. No quiero tomar una decisión educacional que ponga en peligro el alma de mi hijo; no quiero tomar una decisión de noviazgo que me lleve a la desdicha matrimonial; no quiero tomar una decisión vocacional que me conduzca al desempleo. No quiero… no quiero ser infeliz, y quiero asegurarme de que mis decisiones no me lleven allá. Lo que realmente quiero cuando tomo decisiones es ver el futuro. No solo quiero ver las opciones delante de mí, sino el resultado de cada una de esas opciones. Si pudiera mirar al futuro y ver a mi hijo como un adulto que crece, prospera y honra a Cristo, sería mucho más fácil elegir esta escuela. Si pudiera mirar al futuro y verme de la mano de esa mujer en sesenta años más, sabría que ella sería una excelente elección como esposa. Si tan solo pudiera ver el final, lo sabría. Si tan solo tuviera acceso al futuro. Pero aquello que queremos es algo que Dios no nos da. Él es demasiado sabio para ello, y no nos da esa visión de la meta, ese vistazo al futuro. Podría hacerlo, por supuesto. Después de todo, él es el que anuncia «el fin desde el principio; desde los tiempos antiguos, lo que está por venir [diciendo]: “Mi propósito se cumplirá, y haré todo lo que deseo”» (Isaías 46:10). Al ser el que lo anuncia y lo lleva a cabo, también podría mostrarlo por adelantado. Pero no lo hace. Más bien él hace algo mucho mejor: nos da una visión de sí mismo. No necesitamos conocer el futuro cuando conocemos a aquel que sostiene el futuro. Dios no quiere que pongamos nuestra esperanza en un resultado futuro, sino en él. No fundamos nuestra fe en un desenlace, sino en una persona. Si pudiéramos ver el futuro apartaríamos de él la mirada. Si pudiéramos ver el futuro, nuestra fe estaría en el futuro. Pero cuando lo único que vemos es Dios, nuestra confianza debe estar en él. Dios no nos consuela mostrándonos el futuro, sino mostrándose a sí mismo. Se nos muestra como el Dios todopoderoso y omnisciente que está a nuestro favor, no en nuestra contra. Se muestra como alguien que está mucho más comprometido con nosotros que nosotros con él. Nos promete que nunca nos dejará ni nos abandonará, que dispondrá todas las cosas para nuestro bien, que nos sostendrá hasta el fin. Él garantiza que tiene propósitos en este mundo y que nada puede cambiarlos, interrumpirlos o frustrarlos. Nos asegura que él será glorificado. Dice: «¡No miren al futuro, mírenme a mí!». Las decisiones son difíciles simplemente porque no confiamos en Dios respecto a los resultados de nuestras decisiones. Las decisiones son difíciles solo porque tendemos a poner nuestro consuelo en el lugar incorrecto, a poner nuestra esperanza en una visión del futuro antes que en aquel que sostiene el futuro. Tu confianza al tomar decisiones está directamente relacionada con tu confianza en Dios mismo.