Hace poco ofrecí algunos consejos prácticos sobre el matrimonio, y estos fueron extraídos de un día que estuve dirigiendo un evento para matrimonios jóvenes. Se me había pedido que fuera la voz de la experiencia que, después de enseñar acerca de las verdades de la Escritura, ofreciera algunos consejos prácticos. Esa primera porción de consejos tenía como enfoque la relación entre el esposo y la esposa, pero también se me pidió que ofreciera algunos consejos sobre la intimidad. Así que, pensando en esos primeros años de matrimonio, aquí están los consejos que pensé que podrían ser útiles en los primeros años y en los muchos años venideros.
Aprende a hablar de tu relación sexual
Aunque la relación sexual es física, es mucho más que meramente física. El éxito de una relación sexual depende de la comunicación. Sin embargo, el sexo es uno de los temas más difíciles de tratar, al menos de forma productiva. El esposo y la esposa necesitan aprender a comunicarse, a hablar a menudo y bien, sobre la intimidad. Debes aprender a hablar de lo que disfrutas y de lo que no. Debes ser capaz de hablar de lo que ha ido bien y de lo que ha ido mal. Debes ser capaz de hablar de por qué una persona sentía un gran deseo y la otra solo quería que la dejara en paz.
Si esto te resulta demasiado difícil, si te parece demasiado vergonzoso o si tus conversaciones se descontrolan rápidamente, tal vez quieras hablar de ello en presencia de un consejero o de una pareja mayor, y con más experiencia (de forma apropiada, por supuesto). Puede resultar incómodo, pero sentirte incómodo es mucho mejor que dejar que el problema empeore. Tal vez esas personas externas verán algo u observarán algo que pueda ser de ayuda. Tal vez puedan ofrecer algún consejo que permita resolver el problema. Sea como sea, aprende a comunicarte, a hablar con franqueza, honestidad y amor sobre la intimidad que comparten.
Aprende a bailar
El baile es una metáfora que utiliza un amigo para ayudar a las parejas a entender que las circunstancias de la vida cambian constantemente y que hay que cambiar con ellas. Tu relación sexual tendrá que cambiar en consecuencia. Imagina que asistas a un baile del ayer en un salón de baile en un pueblo pequeño. La banda sube al escenario y pone la música, un vals sencillo. No sabes bailar el vals, pero estás deseando aprender. Encuentras a tu pareja y empiezan a bailar juntos. Aprendes a posicionar tus pies, das los primeros pasos vacilando. Durante un rato tropiezas, tropiezas con los pies unos con otros y cometes errores graciosos. Pero después de unos minutos te das cuenta de que empiezas a entenderlo. Unos minutos más tarde estás avanzando, tú y tu pareja se mueven con más fluidez por el suelo como si fuera uno solo. ¡Esto es divertido!
Pero en cuanto te das cuenta, la música se va desvaneciéndose poco a poco hasta terminar. Hay un momento de silencio antes de que el director de la banda empiece a tocar otra, esta vez es una polca. Y estás pensando: “¡Espera!”, ¡acabo de descubrir el vals! ¡Estaba empezando a irme bien!”. Pero la banda ya está bien metida en su siguiente música. Tú y tu pareja se miran a los ojos, se encogen de hombros, sonríen y empiezan a aprender este nuevo baile. Descubren el tempo. Aprenden dónde y cómo posicionar los pies, aprenden a moverlos al unísono y, después de un rato, se mueven con más fluidez por el suelo. Se vuelve fácil, fluido y divertido. ¡Estás bailando! Y entonces la música vuelve a cambiar. Así de repente, hay veces en que el sexo te resultará fácil y divertido, pero entonces algún factor externo cambiará, y en lugar de desanimarte y lamentarte por lo que era, será el momento de aprender el “nuevo baile”.
Renuncia a la propiedad de tu cuerpo
No eres dueño de tu propio cuerpo. La Biblia aclara que, como creador, Dios es el dueño del cuerpo de todo ser humano. Esto significa que eres responsable ante Dios de aprender cómo se debe usar el cuerpo, y luego usarlo solo de esas maneras. La Biblia deja claro que si eres cristiano, Dios es dueño de tu cuerpo por segunda vez, has sido salvado por la obra de Cristo y el Espíritu Santo mora en ti. Tu cuerpo ha sido apartado como un tipo de sacrificio vivo para ser usado para los propósitos de Dios. Y después de estas reclamaciones divinas, vienen las reclamaciones de tu cónyuge. Así lo dice Pablo: “La mujer no tiene autoridad sobre su propio cuerpo, sino el marido. Y asimismo el marido no tiene autoridad sobre su propio cuerpo, sino la mujer” (1Co 7:4). Por tanto, “[que el marido cumpla su deber para con su mujer, e igualmente la mujer lo cumpla con el marido” (v 3).
En el matrimonio, has entregado voluntariamente tu cuerpo a tu cónyuge, reconociendo que lo haces en sus términos, no en los tuyos. En algún momento tendrás que pensar seriamente sobre lo que significa ser dos veces propiedad de Dios y una vez de tu cónyuge, antes incluso de llegar a tus propios derechos de propiedad. Tienes que hablar de ello con tu cónyuge y luego vivirlo en tu matrimonio. Considera esto como una aplicación: lo que sea que signifique, no tienes derecho a hacer nada sexual, ni por ti mismo ni con otra persona, que no esté sancionado por tu cónyuge. ¿Por qué? Porque es el cuerpo de él o ella, no el tuyo. No tienes derecho a una vida sexual secreta, ya sea con otra persona o solo contigo mismo.
Reconoce el diseño de Dios en el deseo sexual desigual
Es bastante raro que el esposo y la esposa tengan el mismo nivel de deseo sexual (como la mayoría de las parejas aprenden alrededor del segundo día de su luna de miel). En la mayoría de los matrimonios, el deseo es mayor para el marido, aunque esto ciertamente no es una ley universal. En la mayoría de los matrimonios, este deseo desigual es una causa prominente, o incluso la causa más prominente, de disputas. Tendemos a ver esto como un tipo de fallo en nuestra programación, un problema que surgió totalmente por el pecado. Pero ¿y si Dios lo hubiera diseñado así? ¿Y si, incluso en un mundo perfecto, el esposo y la esposa tuvieran diferentes niveles de deseo sexual?
Si ese es el caso, ¿cuál podría ser la intención de Dios al crearnos así? Debería quedar claro que nos proporciona un ambiente ideal para aprender a crecer en el amor mutuo. Nos enseña a ser pacientes, a aprender a responder positivamente cuando los deseos de otra persona contradicen los nuestros, a aprender a poner los intereses de otra persona primero que los nuestros. Ese deseo desigual llama a ambos cónyuges a acercarse uno al otro, a que uno pida al otro menos de lo que de otro modo querría, y que uno dé al otro más de lo que de otro modo querría. ¡Eso suena a amor!
Reconoce la sexualidad como algo que es a la vez trascendente y terrenal
Si hay un problema con la sexualidad fuera del mundo cristiano, es que el sexo se reduce a nada más que deseo, todo se trata de seguir tus deseos dondequiera que te lleven. Pero creo que los cristianos pueden caer en el extremo opuesto de hacer de la sexualidad algo tan espiritual y trascendente que el componente terrenal o corporal se vuelve casi irrelevante o, peor aún, se convierte en algo que puede conducir al pecado. Podríamos querer que alguien nos desee con su mente, pero somos heridos cuando nos desean con su cuerpo.
Sin embargo, en otras partes de la vida tomamos las sensaciones corporales como parte del buen diseño de Dios, y seguimos en pos de nuestros deseos hasta la satisfacción. Aun admitiendo que el sexo no es una necesidad como la comida o el sueño, sigue siendo un deseo o apetito corporal, alguna combinación de lo físico, emocional y espiritual. Y parece claro que el matrimonio está diseñado de tal manera que satisface ese deseo. El apóstol Pablo es conocido por decir cosas decididamente poco románticas como: “Que mejor es casarse que quemarse” (1Co 7:9), y “que el marido cumpla su deber para con su mujer, e igualmente la mujer lo cumpla con el marido” (1Co 7:3). Creo que beneficia a las parejas hablar de la sexualidad como algo que implica deseos y apetitos corporales, y considerar cómo cada uno de ellos es el medio dado por Dios para satisfacer al otro de estas maneras. Tendrás que llegar a tus propias conclusiones sobre lo que eso significa y cómo lo implementarías en tu propio matrimonio. Pero, por lo menos, deberías hablar de ello.
No compares ni intentes superar las estadísticas
Lo quieras o no, te interese o no, en algún momento oirás estadísticas sobre lo que constituye una intimidad sexual “normal” dentro del matrimonio. Leerás una historia o hojearás un titular que diga: “La pareja casada media tiene sexo X veces por semana” o “X veces al mes”. Con toda probabilidad, también conocerás a alguien que se jacta de tener sexo felizmente casi todas las noches, y a otra persona que se jacta de tener sexo felizmente una vez al mes o una vez al año. E inmediatamente serás tentado a compararte, de comparar tu propio matrimonio con un estándar falso. Te sentirás miserable porque lo estás teniendo demasiado poco o porque se espera que lo tengas en exceso, o te sentirás orgulloso porque lo estás teniendo más que la otra persona, o decepcionado porque lo estás teniendo menos. Es una situación en la que no ganas. La única norma que importa es la acordada entre el esposo y la esposa.
La Biblia solo exige algún tipo de regularidad indefinida (ver 1Co 7:5), así como el cumplimiento de esos derechos conyugales (1Co 7:3-4). Pero este cumplimiento puede variar drásticamente de una pareja a otra dependiendo de una serie de factores como la edad, el embarazo, los hijos, la salud y, simplemente, el nivel de deseo.
Así que hay algunos consejos que espero te sirvan bien en los primeros años y en los años venideros…
Este artículo se publicó originalmente en Challies.