No son pocos los predicadores de línea pentecostal que amenazan a los críticos de las actuales «manifestaciones espirituales» de cometer el pecado sin perdón, la blasfemia contra el Espíritu Santo. Pero, ¿será? El pecado que lleva a la muerte es mencionado por Juan en su primera carta: «Hay un pecado que lleva a la muerte; yo no digo que deba pedir por ése» (1 Jn. 5:16). La muerte a la que Juan se refiere es la muerte espiritual eterna, la condenación final e irrevocable determinada por Dios, teniendo como castigo el sufrimiento eterno en el infierno. Todos los demás pecados pueden ser perdonados, pero el «pecado de muerte» acarrea de forma inexorable la condenación eterna de quien lo comete, a tal punto que el apóstol dice: «yo no digo que deba pedir por ése». Y el apóstol continúa: «Toda injusticia es pecado; y hay pecado que no lleva a la muerte» (1 Jn. 5:17). Juan no está sugiriendo que la distinción entre pecado mortal y pecado no mortal implique la existencia de pecados que no sean tan graves. Todo pecado es contra el Dios justo, contra su justicia; por lo tanto, todo pecado trae la muerte, que es la pena impuesta por Dios contra el pecado. Pero, para que sus lectores no queden aterrorizados, Juan explica que hay pecado que no lleva a la muerte (5:17). No todo pecado es el pecado mortal. Hay perdón y vida para los que no pecan para muerte. El Señor mismo invita a su pueblo a buscar el perdón que él concede: Venid ahora, y razonemos —dice el Señor— aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque sean rojos como el carmesí, como blanca lana quedarán.. (Is. 1:18). ¿Qué es, entonces, el pecado que lleva a la muerte? El apóstol Juan no declara explícitamente a qué tipo de pecado se refiere. A través de los siglos, los estudiosos cristianos han intentado responder a esta pregunta. Algunos han entendido que Juan se refiere a la muerte física, y han sugerido que se trata de pecados que eran castigados con la pena de muerte conforme está en el Antiguo Testamento (Lv. 20:1-27; Nm. 18:22). No serviría orar por los que cometieron pecados castigados con la muerte, pues serían ejecutados de cualquier forma por la autoridad civil. O bien, se trataba de pecados que el propio Dios castiga con la muerte aquí en este mundo, como lo hizo con los hijos de Elí (2 S. 2:25), con Ananías y Safira (Hch. 5:1-11) y con algunos miembros de la iglesia de Corinto que profanaban la Cena (1 Co. 11:30; Ro. 1:32). La Iglesia Católica Romana hizo una clasificación de pecados veniales y pecados mortales, incluyendo en los últimos los famosos siete pecados capitales, como asesinato, adulterio, glotonería, mentira, blasfemia, idolatría, entre otros. Este tipo de clasificación es totalmente arbitraria y no tiene apoyo en las Escrituras. La interpretación que nos parece más correcta es que Juan se refiere a la apostasía, que en el contexto de sus lectores significaría abandonar la doctrina apostólica que habían oído y recibido, y seguir la enseñanza de los falsos maestros, que negaba la encarnación y la divinidad del Señor Jesús. «Se puede inferir del contexto que este pecado no es una caída parcial o la transgresión de un determinado mandamiento, sino apostasía, por la cual las personas se separan completamente de Dios» (Calvino). Se trata, pues, de un pecado doctrinal, cometido de forma voluntaria y consciente, similar al pecado de blasfemia contra el Espíritu Santo, cometido por los fariseos, y que el Señor Jesús declaró que no habría perdón al que lo cometiera, ni en este mundo ni en el mundo venidero (cf. Mt. 12:32; Mr. 3:29; Lc. 12:10). En ambos casos, hay un rechazo consciente y voluntario de la verdad que ha sido claramente expuesta. En el caso de los lectores de Juan, la apostasía sería más profunda, pues habrían participado de las iglesias cristianas, como si fueran cristianos, participado de las ordenanzas del bautismo y de la Cena, participado de los medios de gracia. Al igual que los falsos maestros que, antes, habían sido miembros de las iglesias, apostatar sería salir de ellas (2:19), y unirse a los predicadores gnósticos y abrazar su doctrina, que consistía en una negación de Cristo. Tal pecado «lleva a la muerte» por su propia naturaleza, que es el rechazo final y decidido de aquel único que puede salvar, Jesucristo. «Este pecado lleva a quien lo comete inexorablemente a un estado de incorregible embotamiento moral y espiritual, porque pecó voluntariamente contra la propia conciencia» (John Stott). Probablemente es sobre personas que apostataron de esta manera que el autor de Hebreos escribió, diciendo: Porque en el caso de los que fueron una vez iluminados, que probaron del don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, que gustaron la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, pero después cayeron, es imposible renovarlos otra vez para arrepentimiento, puesto que de nuevo crucifican para sí mismos al Hijo de Dios y le exponen a la ignominia pública (He. 6:4-6). Él describe esta situación como un vivir deliberado en el pecado después de recibir el pleno conocimiento de la verdad: Porque si continuamos pecando deliberadamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio alguno por los pecados, sino cierta horrenda expectación de juicio, y la furia de un fuego que ha de consumir a los adversarios. (He. 10:26-27). Este pecado es descrito como profanar la sangre de la alianza con que fue santificado el pecador y ultrajar el Espíritu de la gracia (He. 10:29), un lenguaje que claramente apunta a la blasfemia contra el Espíritu y la negación de Jesús como Señor y Cristo (ver también 2 Pedro 2:20-22, donde el apóstol Pedro se refiere a los falsos maestros). No es sin razón que el apóstol Juan desaconseja pedir por quien pecó de esa forma. Alguien puede preguntar si Dios cierra la puerta del perdón si las personas que pecaron para muerte se arrepienten. Tales personas, sin embargo, no pueden arrepentirse. No lo desean. Y, además, el Señor determinó su condenación, hasta el punto que Juan no aconsejó que oráramos por ellas. «Tales personas fueron entregadas a un estado mental reprobable, están destituidas del Espíritu Santo, y no pueden hacer otra cosa que, con sus mentes obstinadas, volverse peores y peores, añadiendo más pecado a su pecado» (Calvino). Notemos que en estos versículos Juan no llama «hermano» al que peca para muerte. Sólo declara que hay pecado que lleva a la muerte y que no recomienda orar por los que lo cometen. Es evidente que los nacidos de Dios jamás podrán cometer este pecado. Por lo tanto, no se impresione con las amenazas de pastores del tipo «usted está blasfemando contra el Espíritu Santo» si lo que usted está haciendo es simplemente preguntando qué base bíblica hay para caerse en el Espíritu, reírse en el Espíritu, y otras «manifestaciones» atribuidas al Espíritu Santo.