El día que mi esposo hizo algo insólito

El amor verdadero no reparte culpas, sino que carga con ellas en silencio. A veces, un simple gesto refleja el sacrificio de Cristo de formas inesperadas.
Foto: Envato Elements

Érase una vez hace mucho tiempo, cuando tenía poquitos años de casada, mi esposo hizo algo insólito. La impresión que me causó fue tan grande que todavía lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Antes de comenzar a darte detalles, déjame decirte algo importante: mi esposo es un ferviente discípulo de Cristo, toda su vida ha girado en torno a Él desde el momento que rindió su vida al Señor. Dicho esto, te platicaré lo que sucedió.

La anécdota

Una tarde, salí con mis niños pequeños. Al lugar a donde llegamos empecé a platicar con otros adultos acerca de Dios y la Biblia. La conversación se tornó a los salmos y entonces yo muy ufanamente les dije, “es que los cristianos no tenemos temor de ningún mal porque nunca nos pasan cosas malas, Dios nos salva de todo, por eso estamos siempre confiados”. Estaba citando el Salmo 112:7-8 de forma muy sesgada.

Un par de horas después, regresamos a casa. En ese entonces vivíamos en un hermoso departamento que tenía cuatro espacios de estacionamiento en el frente; el mío era el del extremo derecho, junto a un muro. Pues bien, cuando moví el volante para acomodarme y meter la camioneta, la llanta rozó el grifo del agua que tenía el medidor, el que se conoce como llave de paso.

El amor de nuestra pareja puede asombrarnos al reflejar el sacrificio que encarna el evangelio. / Foto: Lightstock

Eso fue suficiente para que el grifo se arrancara. Un chorro de agua de varios metros de altura se elevó frente a mí. En estado de shock, metí reversa, me estacioné junto a la banqueta y metí a los niños en casa. Me asomé por la ventana y vi que ya se había encharcado todo el estacionamiento y el agua corría calle abajo. Horrorizada y sin saber qué hacer, tomé una bolsa de basura y la hice bola para ponerla en el hueco de la tubería.

Funcionó unos segundos, el agua empujó la bolsa y el chorro volvió a correr. La mirada de vecinos curiosos ejercía una gran presión en mí. La vergüenza me inundaba. Entonces intenté con una bola de plastilina. Mismo resultado. Ya con lágrimas en los ojos, volví al departamento, me cercioré que mis hijos estuvieran bien y me encerré en el baño a llorar. No sabía qué hacer. Oraba pero sentía que la oración no pasaba las paredes del baño. ¿Y mi marido? Faltaban varias horas para que regresara.

En eso, una vecina tocó mi timbre y me preguntó que si no tenía un palo de madera, para atascar en la tubería, porque la madera se hincharía con el agua y taparía la fuga, hasta que consiguiéramos un fontanero. Corrí a ver mis escobas y trapeadores y todas eran de aluminio. Volví a llorar. Más tarde, una vecina mayor, llegó con un palo ya puntiagudo, lo ensartó en el tubo y en unos minutos el agua dejó de correr completamente. Yo volví al baño a llorar.

En ocasiones las circunstancias inesperadas pueden llegar a abrumarnos. / Foto: Lightstock

A causa de un día complicado en el trabajo, mi esposo llegó ya muy tarde esa noche, nos saludamos, comentamos muy brevemente lo sucedido y nos fuimos a dormir. A la mañana siguiente, sonó el teléfono, pero no era un fontanero, sino el casero. Yo casi estaba escondida bajo el sillón, como si el casero pudiera verme por el teléfono. Sentía como si la tierra se abriera bajo mis pies.

Entre risas, comentarios pasivo-agresivos e insultos, le reclamó a mi esposo el accidente del grifo, la molestia de los otros vecinos, la cantidad de agua desperdiciada y lo que eso costaría. Con un lenguaje más que florido, el casero le preguntó “¿pues qué venías borracho o crudo o qué? ¿qué no viste tremendo grifo? ¿qué no sabes manejar o qué?”.

Y entonces sucedió. En respuesta a lo que el casero vociferaba, mi esposo solo se rió levemente mirando al techo. El casero interpretó que, con su risita, mi marido estaba aceptando ser el causante del accidente. Yo no salía de mi asombro. Mi esposo había cargado con mi culpa y mi vergüenza. Sin poner excusas. Sin reclamar. Sin dar explicaciones. Simplemente tomó mi lugar para que yo no recibiera el maltrato ni quedara humillada ante ese hombre. Y claro, pagó la cuenta.

El amor centrado en el evangelio, es capaz de colgar con nuestra culpa y nuestra vergüenza. / Foto: Envato Elements

El aprendizaje

Querida amiga, te cuento esta historia para compartirte las tres cosas más importantes que aprendí en aquella tarde tan estresante:

1.  Estudia
Yo hablé de salmos con mucha arrogancia, pero hice una terrible interpretación del texto. Los creyentes no somos inmunes. Como pude comprobar más tarde, de un segundo a otro podemos enfrentarnos a problemas difíciles de resolver. En aquel entonces creía que ya era una experta en la Biblia pero me di cuenta no. Necesitamos seguir conociendo más al Señor y entender Su Palabra más sabiamente, para vivir con más humildad al hablar y con más paz y confianza en Él.

2.  Agradece
En la vida cotidiana del matrimonio, es fácil enredarse en la rutina y que se nos olvide agradecer lo que nuestros maridos hacen por nosotras. Algunas cosas son sus obligaciones como quizás sacar la basura o recoger a los niños. Y hay otras que son atenciones hacia nosotras como abrir un bote de mermelada apretado o defendernos de un casero furioso. Cumplir obligaciones o tener atenciones son actos de amor que no podemos pasar desapercibidos. Necesitamos un corazón agradecido.

Necesitamos seguir conociendo más al Señor y entender Su Palabra más sabiamente / Foto: Lightstock

3.  Valora
A través de lo que hizo mi esposo, pude vislumbrar y valorar mejor todo lo que Jesús ha hecho por mí. Él dio Su vida por la mía. El pagó toda mi deuda en la cruz. Guardó silencio mientras lo injuriaban para librarme de las consecuencias de mi pecado. Me pasó de muerte a vida. Me dio vida eterna. Lanzó mis pecados al fondo del mar. Me reconcilió con el Padre y me hizo justa ante Él. Me dio al Espíritu Santo. Me salvó de la ira venidera.

Me amó tanto, que dejó Su gloria celestial para tomar forma humana y rescatarme. Me ofreció verdadera libertad y limpieza de mi pasada manera de vivir. Me libró de mi vergüenza y condenación. Recibió la humillación que me correspondía. Cargó sobre sí la maldición que yo venía arrastrando. Con su obra en la cruz me adoptó como parte de su familia. Y ahora aboga delante del Padre a mi favor.

Cuando otra persona hace un sacrificio por nosotros, podemos ver y recordar el amor de Cristo. / Foto: Lightstock

Hace unos días una amiga me envió una frase de R. C. Sproul, que resume y parafrasea bellamente Romanos 5: El primer Adán le dijo a Dios: «No me culpes, culpa a mi mujer». El segundo Adán le dijo a Dios: «No culpes a mi novia; cúlpame a mí”. Eso me recordó también cómo se refirió el Apóstol Pedro al Señor Jesús: el justo por los injustos. (1 P 3:18). El más Justo del universo pagó por mí, porque me amó inconmensurablemente. Y eso es algo para valorar diariamente.

Conclusión

Cada día es una ocasión dispuesta por el Señor para nuestra madurez espiritual. Cada evento es una oportunidad para crecer un poco más a la estatura de Cristo. En nuestro peregrinar por esta tierra podemos ver la providencia de Dios en cosas cotidianas como una vecina que llega con un palo de madera o como un esposo que se echa la culpa por ti. Sigamos estudiando la Escritura, agradeciendo a nuestros esposos y valorando la obra del Señor Jesús.

Michelle Espinoza de Mejía

Michelle Espinoza de Mejía

Michelle Espinoza de Mejía trabaja con jóvenes y adolescentes en su iglesia en México desde hace más de 20 años. Se ha capacitado con avidez en el tema de la sexualidad y le apasiona instruir a la juventud para que sea todo aquello que el Señor planeó. Es diseñadora con maestría en mercadotecnia y catedrática universitaria. Está casada desde hace 25 años y tiene 2 hijos.

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