No podemos aferrarnos a la amargura, y a Dios

Mi resistencia me muestra que necesito la ayuda de Dios para entender el perdón y para verdaderamente perdonar. 
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Perdonar. Hasta la palabra nos molesta. Heridas pasadas vienen a nuestra mente haciendo que perdonar parezca imposible (o al menos anti-natural). Lo que se siente natural es repasar las cosas horribles que otros nos han hecho, repitiendo el daño en nuestra mente y planificando nuestra venganza, aunque solamente sea en nuestra imaginación.  Lo sé. He alimentado mi enojo al mismo tiempo que he repasado las maneras en las que las personas me han herido. Un amigo cercano puso fin a nuestra relación de años solamente por un malentendido. Una mujer a quien mentoreé por años me difamó con otros. Mi esposo que inesperadamente me dejó por otra persona. El doctor que por un descuido acabó con la vida de mi hijo.  Recuerdo estar sentada en la sala de un consejero, hablando acerca de una traición profunda. Cuando el consejero mencionó la necesidad de perdonar, me puse furiosa. Sentí que era como si estuviera sugiriendo que yo le ofreciera a esa persona una tarjeta de «salir de la cárcel de gratis», lo cual era impensable después de todo lo que yo había sufrido. Solamente escucharlo me enojó. ¿Por qué debería perdonar? Especialmente a una persona que ni siquiera parecía lamentarlo.  No obstante, a medida que mi consejero explicaba los principios bíblicos del perdón, no pude ignorar sus palabras. Me di cuenta de que no había entendido realmente lo que era el perdón—y lo que no era. 

Lo que el perdón es y lo que no es

Existen muchas definiciones de perdón, pero la más simple es rendir el derecho a herir a otros en respuesta a la manera en la que nos han herido. Perdonar significa rehusarse a tomar represalia o a abrigar amargura en contra de alguien por las maneras en las que nos han herido. Es un acto unilateral—no está condicionado por el hecho de que la persona esté arrepentida o ni siquiera porque esté dispuesta a reconocer lo que ha hecho.  El perdón no es decir que el pecado no importa. No es aprobar lo que otra persona ha hecho, tampoco minimizar la ofensa o negar que hemos sido dañados. El perdón es reconocer que la otra persona ha pecado contra nosotros y puede que nunca sea capaz de arreglarlo. El apóstol Pablo escribe «Sed más bien amables unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, así como también Dios os perdonó en Cristo» (Efesios 4:32). Si Dios en Cristo nos perdonó, entonces perdonar a alguien no puede significar minimizar el mal que nos han hecho. Dios nunca pudiera hacer eso con el pecado y continuar siendo justo.  Perdonar no siempre implica reconciliación o restauración. Y no requiere restaurar la confianza o tener una relación con quien nos hirió. El perdón es incondicional, pero una reconciliación significativa y una restauración sí son condicionales (en el Evangelio y en las relaciones humanas) al arrepentimiento genuino del ofensor, a su disposición humilde en aceptar las consecuencias de sus acciones y a un deseo de ambas partes de trabajar en la relación.  Perdonar a alguien tampoco significa que no experimentarán las consecuencias de su pecado. Cuando los perdonamos, no obstante, le dejamos esas consecuencias a Dios, quien dice: «Mía es la venganza, yo pagaré» (Romanos 12:19). Esto no significa que no tengamos que iniciar una acción legal en contra de alguien que nos ha herido. En algunas circunstancias esto puede ser vital para la rehabilitación del ofensor o para proteger a otras víctimas potenciales.  Perdonar es costoso. En la Biblia, implica derramar sangre (Hebreos 9:22). Sacrificio. Muerte. Honestamente, el primer paso del perdón a menudo se siente como morir. Quiero aferrarme a mi derecho de estar enojada y a menudo resiento que me pidan que lo rinda. Todo parece muy injusto. Mi carne todavía exige algún tipo de retribución.  Mi resistencia me muestra que necesito la ayuda de Dios para entender el perdón y para verdaderamente perdonar. 

¿Por dónde empezamos?

A menudo he tenido que decir: Señor, no deseo perdonar ahora, pero ¿pudieras darme la disposición para perdonar? Tú me has perdonado todos mis pecados y sé que cualquier cosa que perdone es pequeña en comparación (Mateo 18:21-35). Pero no puedo hacerlo sin ti. Por favor, ayúdame.  Con frecuencia tengo que repetir esta oración hasta que Dios cambia mi corazón. Cuando lo hace, usualmente me ayuda a ver las heridas de la persona que me hirió—heridas que no minimizan, justifican ni excusan la ofenda pero que suavizan mi actitud hacia ella.  Una vez estoy dispuesta a perdonar, inicio el proceso nombrando lo que sucedió y todas las repercusiones negativas por las acciones y las palabras de la persona que me ofendió. Lo incluyo todo. Lo que perdí, lo que ha sido difícil, cómo me ha hecho sentir. Quiero saber lo que estoy dejando ir antes de perdonar para así poder moverme hacia delante, sabiendo que he calculado el costo.  Para la mayoría de las ofensas, el perdón es tanto una decisión inicial de dejar ir la amargura como también un proceso largo y continuo. Cuando las ofensas vienen a mi mente y los recuerdos dolorosos vuelven, debo ser intencional en dejar de repetirlos y pedir ayuda al Señor para liberar esos pensamientos y practicar el perdón. 

Por qué el perdón es vital para el gozo

Por muchos años no me di cuenta de la importancia del perdón y por alguna razón asumí que era opcional; ahora lo veo como un mandato: «perdonándoos unos a otros» dice Colosenses 3:13 «como Cristo os perdonó».  Así que para verdaderamente perdonar a aquellos que nos han dañado, primero debemos recibir el perdón de Dios, reconociendo nuestra necesidad delante de Él, lo cual nos capacita para perdonar a otros. El perdón cristiano es vertical antes de ser horizontal. A través de la Escritura, nuestro Señor entrelaza su perdón hacia nosotros con nuestro perdón hacia los demás (Mateo 6:14-15). Y como todos sus mandatos, siempre es para nuestro bien.  Perdonar a aquellos que nos han herido nos libera. Evita que la amargura eche raíces, esa amargura que nos mancha y a todos a nuestro alrededor (Efesios 4:31). Cuando nos aferramos al resentimiento, sin saber le damos al ofensor un poder continuo sobre nuestros corazones, lo cual nos mantiene esclavizados a nuestro enojo. La prisión que hemos creado nos aleja de nuestro Señor porque no podemos aferrarnos a la amargura y a Dios al mismo tiempo.  De la misma manera, perdonar a aquellos que nos han herido libera el poder que la amargura tiene sobre nosotros. Dios, quien nos ha perdonado una deuda enorme, nos da el poder para perdonar a otros. Es Su poder, no el nuestro. Ese es el milagro del perdón cristiano: cuando perdonamos, Cristo hace algo profundo en nosotros y para nosotros. Esas heridas infringidas por otros nos arraigan firmemente en Cristo, la vid, y Su vida fluye mucho más poderosamente en nosotros. El proceso despliega el poder de Dios en nuestras vidas de forma incomparable, haciendo que perdonar sea uno de los pasos más transformadores que jamás hayamos dado. 

El perdón, la libertad y la paz

El gozo y la tristeza a menudo coexisten, pero el gozo y la amargura no pueden hacerlo. La amargura y la falta de perdón roban nuestras vidas de la vitalidad, la paz y el refrescante gozo de la presencia de Dios.  Vemos el poder del perdón y la gracia en las vidas de José (Génesis 50:15–21) y Job (Job 42:7–10), quienes perdonaron a quienes los habían herido. Y vemos el poder de la falta de perdón y de la ira en otros como Joás, quien asesinó a los sacerdotes que no estuvieron de acuerdo con él (2 Crónicas 24:20–22) y aun en Jonás quien se enojó con Dios por tener compasión (Jonás 4:1-3). Ser capaz de perdonar no solamente cambia nuestro presente; cambia nuestro futuro. Cuando perdonamos, empezamos a caminar en libertad y en gozo.  No sé dónde te encuentras en tu viaje hacia el perdón. Tal vez la herida todavía está fresca y necesitas tiempo para procesar lo que sucedió. Tal vez te has aferrado a la amargura por un largo tiempo y Dios te está pidiendo que la dejes ir. Si ese eres tú, te animo a orar. A confiar en Dios. A perdonar a tu ofensor. No te arrepentirás.  Y después de que hayas perdonado, luego de que hayas sido liberado de la prisión de la amargura, puede que te sorprendas de cuán rápidamente Dios empieza a llenar tu vida del gozo y de la paz que habías perdido.  Este artículo se publicó originalmente en Desiring God. 

Vaneetha Rendall Risner

Vaneetha Rendal Risner es una escritora independiente y contribuye habitualmente con Desiring God. Es bloger de danceintherain.com, aunque no le gusta la lluvia y no tiene sentido del ritmo. Vaneetha está casadao con Joel y tiene dos hijas, Katie y Kristi. Ella y Joel viven en Raleigh, Carolina del Norte. Vaneetha es la autora del libro “Las cicatrives que me han formado: cómo Dios nos recibe en el sufrimiento”.

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