Esta es la séptima entrega de una serie sobre términos teológicos. Ve las entradas anteriores sobre los términos: teología, Trinidad, creación, hombre, caída y gracia común. La palabra «pecado» aparece por primera vez en la Biblia cuando Dios se dirige a Caín, advirtiéndole que no ceda a su ira contra su hermano: «Y si no haces bien, el pecado yace a la puerta y te codicia, pero tú debes dominarlo» (Génesis 4:7). Sin embargo, este no es el primer pecado. Romanos 5:12-14 enseña que la caída de Adán también fue un pecado y, por supuesto, el origen de todo pecado humano. Pero, ¿qué es exactamente el pecado? El Catecismo Menor de Westminster lo dice bien: «El pecado es cualquier falta de conformidad o transgresión de la ley de Dios». En Génesis 3, esto implica que Adán y Eva coman el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal a pesar de la clara prohibición de Dios de hacerlo. En el capítulo 4 toma forma de asesinato, cuando Caín mata a Abel. A lo largo del resto de la Biblia vemos otras innumerables expresiones de pecado: la mentira, el robo, la idolatría, la impaciencia y cualquier otra cosa que el corazón del hombre pueda inventar. Pero, ¿cuál es la raíz que une estos comportamientos? ¿Qué hay en estas acciones que las hace pecaminosas? Cada vez que vemos el pecado, ya sea en las Escrituras o en nuestras vidas hoy en día, el corazón del mismo es el desprecio intencional a Dios. Como escribe John Piper, «La maldad excesiva del pecado no es el daño que nos hace a nosotros o a otros (¡aunque eso es grande!). La maldad del pecado se debe al desprecio implícito hacia Dios. Cuando David cometió adulterio con Betsabé, e incluso mandó matar a su marido, ¿qué le dijo Dios a través del profeta Natán? No le recordó al rey que el matrimonio es inviolable, ni que la vida humana es sagrada. Le dijo: Me has despreciado (2 Samuel 12:10)». (Desiring God, 58) Cualquier actitud o acción pecaminosa, ya sea mentir o robar, el adulterio y el asesinato que vemos en la vida de David, es simplemente el fruto del pecado. Pero el mal más real y oscuro reside en la raíz de todo ello: un desprecio voluntario y rebelde hacia Dios.