[dropcap]E[/dropcap]stoy seguro de que recuerdas todos los libros de turismo celestial que atestaban las repisas de las librerías cristianas hace algunos años. Esta era una moda que nunca iba a durar mucho, razón por la cual los autores y editores se apuraron tanto en producir descontroladamente sus propios relatos de improbables visitas al cielo. ¡Había que hacer dinero y no iban a perderse su tajada! Pero como pasa con la mayoría de las modas, esta se derrumbó casi tan rápido como empezó. Y qué alivio, en mi opinión. Hace poco estaba pensando en todo el género y los ocho o diez libros que, durante uno o dos años, encendieron los gráficos de ventas cristianos. En contraste con las falas descripciones del cielo en estos libros, reflexioné sobre el gran gozo del verdadero cielo y lo que más anhelo experimentar el día que llegue allí. Había estado pensando en que aun mis mejores esfuerzos por imaginarlo debían distar mucho de la realidad. Y caí en la cuenta de algo que ninguno de estos libros había abordado: la ausencia de pecado. Todas estas personas habían experimentado el cielo como pecadores. Hasta donde yo sé, ninguno afirmó que su pecado había sido quitado mientras duraba la experiencia. Habían entrado al cielo como pecadores, habían experimentado el cielo como pecadores, y habían regresado como pecadores. Cuando yo era niño, mi familia vivía a solo media cuadra de un cruce ferroviario. Varias veces al día, y a menudo durante la noche, un tren retumbaba sobre los rieles. Durante las primeras dos semanas que vivimos allí, estos trenes nos interrumpían y a menudo nos despertaban en la noche. Pero no tardamos mucho en acostumbrarnos a ellos y dejamos de notar todos los estrépitos, retumbes y chirridos. Probablemente hayas tenido una experiencia similar en algún punto de tu vida. Los seres humanos somos asombrosamente adaptables. Las vistas, sonidos, olores e incluso sensaciones que en un momento nos irritaban o alarmaban finalmente pueden volverse casi imperceptibles. Después de algún tiempo simplemente pasan al trasfondo de nuestra vida. El pecado es el ruidoso tren de carga que recorre inadvertido nuestros barrios. Es el hedor que nos irrita por un tiempo pero luego se vuelve normal. Es la tela áspera insoportablemente urticante durante uno o dos días, hasta que de pronto es totalmente cómoda. El pecado es un intruso en nuestro mundo y nuestra vida. Retumba, apesta, irrita, pero luego se vuelve una parte regular de nuestra experiencia. Pasamos rápidamente de no poder imaginar la vida con él a no poder imaginar la vida sin él. No obstante, nuestra gran esperanza y confianza como cristianos es que nos espera un futuro sin pecado. El cielo es un lugar donde no hay rastro de pecado. De hecho, los goces del cielo dependen de l ausencia de pecado. Disfrutaremos la plena e inmediata presencia de Dios porque nuestro pecado ya no impedirá el paso. Disfrutaremos de todos los placeres del cielo porque el pecado no nos arrastrará a placeres inferiores. Disfrutaremos unos de otros perfecta y eternamente porque el pecado ya no nos alienará mediante ofensas grandes o pequeñas. Donde hay pecado, no hay cielo; donde hay cielo no hay pecado. Una persona que vive en el humo de una gran ciudad industrializada no puede saber cómo es respirar aire puro y fresco hasta que sale al campo. Una persona que vive junto a un río rugiente no puede saber cómo es sentarse en silencio hasta que deja el río muy atrás. Y no podremos saber cómo es vivir un momento sin una mente pecaminosa, un corazón pecaminoso, y deseos pecaminosos hasta que entremos al mundo donde ya no hay pecado. Los libros de turismo celestial, escritos por hombres y mujeres todavía manchados por el pecado, no podían mostrarnos la gloria de aquel mundo sin pecado.