Es bueno ir a una conferencia o a un concierto y cantar con cientos o incluso miles de extraños. Hay algo majestuoso y conmovedor en juntarse con otros creyentes y hacer uso del lenguaje en común del canto para unirse en adoración. Pero creo que incluso es mucho mejor asistir a una iglesia local –a tu iglesia local– y cantar con unas cuantas personas que hacen de esa iglesia su hogar. Para entender por qué creo esto, necesitamos establecer una premisa clave: cantar no es solamente un acto vertical, sino que también es un acto horizontal. Desde luego, cantamos a Dios, pero también cantamos los unos a los otros. Dios es el objeto de nuestra adoración, pero nuestro canto también es un medio de ánimo mutuo. Cuando cantamos, todos tenemos la misma oportunidad de proclamar verdades. Al abrir nuestras bocas para cantar, todos asumimos el rol de maestros, de animadores. Mis palabras salen hacia ti, y tus palabras vienen hacia mí, como desafío, reprensión, edificación, consuelo, ánimo (ver Col. 3:16). Cantar es un acto comunitario y la clave para aprovechar al máximo el canto es conocer a las personas que conforman esa comunidad. Esto quiere decir que tu disfrute del canto como un acto de una comunidad cristiana varía con tu conocimiento de las personas que te rodean. Cuanto mejor los conozcas, mucho más te podrán desafiar y animar –y tú podrás desafiarlos y animarlos– de esta manera. Cuando conoces su historia, conoces su canción. Permíteme mostrártelo. Allá está ese hombre que le ha contado a la iglesia por cuánto tiempo y cuán fuerte ha luchado para superar una adicción. Te ha contado cómo a menudo se cansaba de la batalla y cómo a veces había padecido serias adversidades. Pero se ha arrepentido, ha perseverado y ha visto la victoria. Y miras en dirección a él, está cantando sobre la seguridad que tiene:
“Aún la suave voz interior oigo, Que susurra que todos mis pecados son perdonados, Aún la sangre expiatoria está cerca, Que aplacó la ira del Cielo hostil. Siento la vida que sus heridas imparten, Siento al Salvador en mi corazón”.
No lejos de él se encuentra la joven mujer que ha luchado con una seria enfermedad, que está esperando los resultados de los estudios, que no está segura de lo que le depara el futuro. Sin embargo, está proclamando las profundidades de su fe en Dios.
“De paz inundada mi senda ya esté, O cúbrala un mar de aflicción, Cualquiera que sea mi suerte, diré: Estoy bien, estoy bien con mi Dios”.
Cerca del frente está el muchacho que creció en un hogar cristiano, pero que se rebeló, se fue y exploró todo lo que el mundo tenía para ofrecer. Bebió de esa agua estancada y se vio a sí mismo insatisfecho. Pero ahora, sus manos están levantadas y canta:
“En rumbo a mi perdición Indiferente aún De mí tuviste compasión Me guiaste a la cruz Y contemplé tu gran bondad Sufriste Tú por mí Al Tú morir en mi lugar Tu gracia recibí”.
Detrás de él se encuentra el niño bueno de iglesia, quien creció en una familia similar, pero que nunca pasó por ese mismo tipo de rebelión de “hermano menor”. No obstante, mientras él también profesa ser un creyente, está además declarando que su esperanza no está en quien él es o en lo que ha hecho.
“Lo que han hecho mis manos No podrán salvar mi alma culpable, El trabajo duro de mi carne No puede llenar mi espíritu. Lo que sienta o haga No pueden darme paz con Dios, Todas mis oraciones, y suspiros y lágrimas No pueden llevar mi horrible carga”. Está la mujer, recientemente viuda, aún de luto, quien canta: “Para todos los santos que descansan de su trabajo, Quienes a Ti por fe al mundo confesaron Tu nombre, oh Jesús, por siempre sea bendecido. ¡Aleluya, Aleluya!”
Detrás de ella, se encuentra la joven muchacha que ha sufrido mucho en manos de otros y quien ha soportado otro terrible golpe hace poco tiempo. Y por amor, tú cantas las palabras de ánimo de Dios mismo para ella:
“Cuando pases por pruebas difíciles, Mi gracia, toda suficiente, será tu provisión. La llama no puede dañarte jamás, si en medio del fuego te ordeno pasar El oro de tu alma más puro será, pues solo la escoria se habrá de quemar”.
Más allá se encuentra la persona que está indagando en la fe cristiana, pensando qué significaría venir a Cristo, luchando con todo lo que costaría. Y con él en mente y en vista, cantas:
“Venid, pecadores, esta es la voz de la Gracia Obedeced el gentil llamado, La gracia invita a los placeres celestiales, ¿Te demorarás aún?”
Cerca, está la joven que tuvo que elegir entre Cristo y su familia. La echaron y abandonaron por su fe. Pero aquí, contigo, ella canta:
“Quédate conmigo; rápido cae el atardecer; La oscuridad más profunda es; Señor, conmigo quédate; Cuando otros ayudantes fallan y no hay consuelo, Ayuda a los desamparados, oh, quédate conmigo.”
¿Lo ves? Cuando conoces a la gente, conoces su canción. Mientras cantas con ellos, cantas para ellos. Cantan no como cincuenta o cientos de personas individualmente, sino como una sola comunidad. Cantas para ministrarlos y para ser ministrado.