Hoy estaré completando una serie de artículos sobre los siete concilios ecuménicos de la Iglesia primitiva. Estos concilios comenzaron con el Primer Concilio de Nicea en el año 325 y concluyeron con el Segundo Concilio de Nicea en el año 787. Entre estos dos eventos hubo cinco más, los cuales trataron de comprender y establecer una teología cristiana unificada. En esta serie hemos examinado brevemente cada uno de los siete concilios. En cada uno de ellos, hemos considerado el trasfondo y el propósito, los personajes principales, la naturaleza del conflicto, y luego los resultados y la importancia en el tiempo. Hoy concluimos la serie con el último concilio: el Segundo Concilio de Nicea. Puedes leer aquí sobre el Primer Concilio de Nicea, Primer Concilio de Constantinopla, Concilio de Efeso, Concilio de Calcedonia, Segundo Concilio de Constantinopla y Tercer Concilio de Constantinopla.
Trasfondo y Propósito
El Segundo Concilio de Nicea se inauguró el 24 de septiembre del año 787, unos 452 años después de que se reuniera en esa misma ciudad el primer concilio ecuménico. Estuvieron presentes entre 258 y 335 obispos, presididos por Tarasio, quien era Patriarca de Constantinopla. El concilio había sido convocado por la emperatriz Irene para discutir el uso de iconos, práctica que había sido condenada por el Concilio de Hieria en el año 754.
Personajes principales y conflicto
Constantino V (718-775) había dirigido una campaña contra los íconos que había comenzado con su padre, el emperador León III. La campaña culminó en el Concilio de Hieria en el año 754. Este concilio pretendía ser ecuménico y logró establecer la iconoclasia (el rechazo y la destrucción de los iconos religiosos) como la enseñanza ortodoxa de la Iglesia. A la muerte de Constantino V, su hijo León IV asumió el trono. Mantuvo la iconoclasia de su padre, aunque fue menos enérgico con los que seguían siendo partidarios de su uso, quizá porque su esposa Irene era partidaria de los iconos. Cuando León IV murió en el año 780, apenas cinco años después de subir al trono, Irene le sucedió. En el año 784, el patriarca saliente de Constantinopla, Pablo IV, instó a Irene a convocar un concilio para ayudar a remediar algunas de las divisiones entre la Iglesia de Oriente y Occidente y evaluar el uso de los iconos. Ella aceptó y poco después nombró a un nuevo patriarca de Constantinopla, Tarasio, para que la ayudara. También escribió al Papa Adriano en Roma, pidiéndole que preparara un concilio. Éste aceptó y expresó su apoyo al uso de iconos basándose en su comprensión de las Escrituras y los escritos de los Padres de la Iglesia. Aunque no viajó a Nicea, envió a dos representantes.
Los procedimientos
El concilio constó de ocho sesiones que tuvieron lugar en el transcurso de un mes (24 de septiembre – 23 de octubre) y los debates fueron agotadores. Leo Davis escribe: «El Patriarca [Tarasio] exhortó a los obispos a la brevedad, pero fue en vano, ya que las discusiones que siguieron resultaron largas y redundantes, a un nivel intelectual muy inferior al de los concilios precedentes». Varias sesiones incluyeron discusiones acerca de si debían o no recibir de nuevo en sus cargos a los obispos que habían apoyado la iconoclasia. En otras sesiones se revisaron las Escrituras y los escritos de los Padres para mostrar el apoyo al uso de los iconos. Según Wikipedia, se citaron los siguientes textos: Éxodo 25:19 ss.; Números 7:89; Hebreos 9:5 ss.; Ezequiel 41:18 y Génesis 31:34. La mayoría de estos pasajes se refieren a los querubines del propiciatorio. Otra sesión se dedicó a leer el Horos, el decreto del Concilio de Hieria y a refutarlo línea por línea. La última sesión se celebró en Constantinopla, en el Palacio Magnaura, ante Irene y su hijo Constantino VI, para que ellos pudieran aprobar y firmar la declaración final que ratificaba el uso de los iconos.
Los resultados
El principal resultado fue un extenso decreto oficial sobre los iconos: “Para abreviar nuestra confesión, mantenemos inalteradas todas las tradiciones eclesiásticas que nos han sido transmitidas, ya sea por escrito o verbalmente, una de las cuales es la creación de representaciones pictóricas, de acuerdo con la historia de la predicación del Evangelio, una tradición útil en muchos aspectos, pero especialmente en este, que así la encarnación del Verbo de Dios se muestra como real y no meramente ilusoria, ya que estas tienen marcas comunes y sin duda tienen también significados comunes”. “Nosotros, por lo tanto, siguiendo el camino real y la autoridad divinamente inspirada de nuestros Santos Padres y las tradiciones de la Iglesia Católica… definimos con toda certeza y exactitud que al igual que la figura de la preciosa y vivificante Cruz, también las venerables y santas imágenes, así en pintura y mosaico como en otros materiales apropiados, deben ser expuestos en las santas iglesias de Dios, y en los vasos sagrados, y en las vestiduras, y en las colgaduras, y en los cuadros, tanto en las casas como en el borde del camino, a saber, la figura de nuestro Señor Dios y Salvador Jesucristo, de nuestra inmaculada Señora, la Madre de Dios, de los honorables Ángeles, de todos los Santos y de todas las personas piadosas. Porque cuanto más frecuentemente se les ve en la representación artística, tanto más fácilmente se eleva a los hombres a la memoria de sus prototipos y a un anhelo por ellos; y a estos se les debe dar la debida salutación y la honrosa reverencia…” Además, el concilio aprobó veintidós cánones que abarcaban una gran variedad de cuestiones a las que se enfrentaba la Iglesia en aquel momento, incluido el problema de la simonía (la compra o venta de cargos eclesiásticos).
Importancia perdurable
Este debate ha llegado a denominarse la Controversia Iconoclasta y tuvo grandes y duraderas consecuencias en Oriente y Occidente. Leo Davis las identifica en cuatro categorías: «Políticamente fue un factor de alejamiento de Occidente del Imperio de Oriente en un momento crítico». Roma se enfrentaba a la presión de los invasores y buscó la ayuda de los francos. Esto llevaría a un nuevo alineamiento político entre la iglesia romana y los reyes francos (mientras que antes se dirigían al emperador bizantino en Constantinopla). La coronación de Carlomagno en el año 800 como emperador de Occidente y defensor de la autoridad papal es una muestra de este realineamiento. «Artísticamente, la iconoclasia detuvo el progreso y destruyó innumerables tesoros antiguos». Mientras que, tras el fin de la controversia, «el arte bizantino alcanzó su punto más alto y siguió ejerciendo una fuerte influencia en Occidente». «Desde el punto de vista eclesiástico, la firme defensa de las imágenes sagradas por parte de los monjes frente a las presiones imperiales y episcopales aumentó su prestigio entre los laicos». Los monasterios llenos de imágenes se convirtieron en «lugares de mediación vital entre lo divino y lo humano. Y los propios monjes se convirtieron en el foco de lo sagrado en el mundo». «Teológicamente, la controversia fue realmente un intento de recuperar el significado de la humanidad de Cristo… Jesús, divino y humano, era y es el camino hacia el Padre. Las imágenes sagradas de Cristo, que lo retratan como verdaderamente encarnado, reflejando realmente su prototipo divino y humano, son un recordatorio perpetuo de ese hecho». Tendrían que ser los reformadores del siglo XVI los que vieran el peligro de los iconos y exhortaran a la Iglesia a eliminarlos de nuevo.