[dropcap]C[/dropcap]ada pecado implica muchas cosas. El pecado es errar el blanco: una flecha que se ha desviado tanto a la izquierda o a la derecha que vuela más allá del objetivo. El pecado es transgresión, desobediencia hacia una ley o estándar conocido. El pecado es iniquidad, rebelión premeditada contra Dios. Y en el último tiempo, especialmente al examinar mi propia vida, también he estado viendo el pecado como inmadurez. El pecado es una incapacidad de crecer. Esperamos que los niños se comporten de formas inmaduras. Puede desanimarnos —pero no sorprendernos— cuando un niño pequeño reacciona con un berrinche si se le quita un juguete. No nos sorprende cuando una preadolescente hace gestos con los ojos y cierra la puerta de golpe cuando sus padres le quitan el iPad. Los niños pequeños o mayores son inmaduros y se comportan de formas inmaduras. Les falta la madurez para reaccionar de maneras más adecuadas. La Biblia reconoce que cuando nos hacemos cristianos somos infantes espirituales. Somos inmaduros. Nuestra conducta es inmadura porque nuestro pensamiento es inmaduro. Aún no nos hemos puesto la mente de Cristo así que aún no mostramos las acciones de Cristo. A medida que crecemos en el Señor, comenzamos a pensar con madurez y esto nos permite actuar con madurez. Pablo dijo: «Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser adulto, dejé atrás las cosas de niño» (1 Corintios 13:11). Este es el desafío de cada uno de nosotros: dejar atrás nuestras maneras infantiles. Por tanto, el pecado es, a su manera, evidencia de inmadurez. Es inmadurez. Si me enojo y exploto por cosas pequeñas, eso es evidencia de que aún no he crecido hasta el nivel donde pueda poner esas nimiedades en su perspectiva adecuada. Aún no he crecido hasta el nivel donde puedo permitirme que pequen contra mí sin actuar con orgullo pecaminoso y airado. Si permito que mis ojos divaguen constantemente, es prueba de que aún no he madurado al grado en que pueda mostrar autocontrol. Aún no he madurado al grado en que pueda mostrar dominio de mis ojos y mi imaginación. Si cuento chismes constantemente, eso demuestra que aún no he entendido todo el horror de ese pecado y el daño que causa. Aún no he permitido que mi entendimiento transforme mis acciones. Y mucho más. Con cada año que viene y va, más inquietante se vuelve el ver el infantilismo que permanece en mí. Con cada día que pasa, más profundamente lamento mi falta de madurez. Con cada pecado, más anhelo dejar atrás mis maneras infantiles y ser plenamente adulto en el Señor.