[dropcap]E[/dropcap]n este mundo hay muchas cosas que hacemos que se vuelven tediosas en el transcurso de una vida. En los primeros lugares de la lista quizá esté la constante batalla por poner orden en el caos. Este mundo y todo lo que contiene están constantemente tendiendo hacia el caos, tal vez incluso precipitándose de lleno al caos. Y un millón de veces, de un millón de formas, realizamos pequeñas acciones para detenerlo, para restaurar tan solo una pizca de orden.
Dios conoce muy bien el orden y el caos. Lo que sea que Dios haya creado en los primeros instantes de la creación era «un caos total» (Génesis 1:2). Tal vez no sepamos todo lo que encierra esa breve frase, pero queda claro que lo que fuera que hubiera, estaba incompleto, informe. A medida que Dios comenzó a avanzar en su semana de creación, le puso orden al desorden inicial. Él organizó, formó, creó, llenó. De esa sustancia sin forma emergió la belleza, el orden de este mundo. Pero solo emergió por su esfuerzo, su voluntad, su labor.
Entonces Dios creó a las personas. Dios creó a las personas a su imagen y les asignó una labor como la de Dios: también ellos debían poner orden en el caos. Dios creó al hombre y lo puso en el huerto. «Dios el Señor tomó al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo cuidara» (Génesis 2:15). El hombre debía servir a Dios y servir como Dios atendiendo este huerto. Este jardín era hermoso y perfecto, pero también necesitaba labor. Al fin y al cabo era un jardín. Estaba lleno de plantas que brotarían y necesitarían ser cuidadas, de setos que crecerían y necesitarían ser podados. El propósito de Dios para su gente era que hicieran de este huerto un lugar de evidente y visible orden que se diferenciara del mundo fuera del huerto. Y a medida que el hombre obedeciera la instrucción de Dios de extenderse sobre el resto de la tierra, expandiría este orden a través de la región, el continente, el mundo. Este era el ejercicio de dominio del hombre, su labor de someter la tierra y todo lo que hay en ella.
Esta labor de poner orden en el caos es trabajo dignificado. Es trabajo divino, es trabajo asignado por Dios. Victor Hamilton lo dice acertadamente: «Aquí queda claro que la labor física no es consecuencia del pecado. El trabajo entra en la escena antes de que lo haga el pecado, y si el hombre nunca hubiera pecado, de todas formas estaría trabajando. El Edén ciertamente no es un paraíso donde el hombre pase su tiempo en una beatitud idílica e ininterrumpida sin tener absolutamente ninguna exigencia en su cronograma diario». El hombre fue creado para trabajar, para trabajar dentro de la creación de Dios. Y no es solo el trabajo que tiene dignidad, sino el trabajo específico de poner orden en el caos, de darle forma a aquello que está informe. Ese trabajo se volvería aún más importante cuando el pecado entró en el mundo y con él las consecuencias del pecado: los cardos y espinas que combatirían (literalmente) el trabajo del agricultor y combatirían (figuradamente) cualquier otra forma de trabajo.
Y aun hoy, gran parte del trabajo que hacemos en la vida es de esta naturaleza. Gran parte del trabajo que hacemos en nuestra familia, en nuestro hogar, en nuestra iglesia, en nuestras vacaciones, es el trabajo de poner orden en el caos. Y este es un buen trabajo.
Como padres, pronto aprendemos que nuestros hijos vienen al mundo en un estado de total caos y anarquía, llorando cuando quieren comer, llenando su pañal en cualquier momento y lugar que sientan la necesidad. Ellos crecen y se convierten en pequeños caprichosos que quieren dominar el hogar, que quieren ejercer autoridad sobre sus padres y hermanos, que ya muestran impactantes señales de rebelión contra Dios y el hombre. Nuestra tarea es amarlos, enseñarles, disciplinarlos, instarlos, formarlos. Los formamos como personas de orden, de autocontrol, de autorespeto, de abnegación, de piedad. El caos da paso al orden.
Como miembros de la iglesia, vemos que el Señor salva a su pueblo y ellos vienen a nuestras iglesias con apenas un asomo de carácter cristiano. Son adictos al sexo o a sustancias, usan sus palabras para lastimar en lugar de ayudar, tienen solo un ínfimo conocimiento de Dios y sus caminos. Así que los discipulamos, les enseñamos, los reprendemos, corregimos y capacitamos, les mostramos el amor de Cristo, y al final, inevitablemente, vemos que el orden reemplaza el caos. Hacemos esto una y otra vez a medida que Dios salva más y más personas que son suyas. El orden ahuyenta el caos.
Como personas que trabajan en su vocación, hacemos este mismo tipo de trabajo. Barremos y enceramos los pasillos por milésima vez, editamos los confusos manuscritos, entrenamos a más personas sedentarias para que bajen 10 kilos y corran 5 kilómetros, cursamos multas a los que insisten en estacionarse en el carril de bomberos, impartimos otra clase para alumnos ignorantes, desmalezamos otro lecho de flores. La labor no se detiene, día tras día y año tras año. Pero siempre va del caos al orden.
Y luego están nuestras casas, las cuales a media tarde están limpias y ordenadas y al llegar la noche son poco menos que zona de catástrofe. Realizamos pequeñas y grandes acciones: barremos el piso, vaciamos el fregadero para llenar el lavavajillas, reemplazamos las bolsas del almuerzo por otras llenas, reponemos el papel higiénico, guardamos los juguetes en sus cajas. Se va el desorden y llega el orden por un día más o una hora más.
Esto es gran parte de nuestro trabajo en tanto que estemos aquí: la labor de poner orden en el caos que siempre está tan cercano. Este trabajo es bueno. Puede ser frustrante, repetitivo, interminable. Pero es bueno. Este trabajo es lo bastante bueno para Dios, y lo bastante bueno para que Dios lo asigne a la mismísima corona de su creación. Ciertamente es lo bastante bueno para personas como tú y yo.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en Challies.com.