¡Cuánto poder hay en lo que decimos! Cada palabra que pronunciamos tiene impacto, tanto en quien la oye, como en nosotros mismos. El libro de Proverbios nos enseña que «muerte y vida están en poder de la lengua» (Pr. 18:21). Y de la misma manera, el libro de Santiago nos recuerda que la lengua, a pesar de su tamaño pequeño, tiene un gran poder (Stg. 3:5). Por esa sencilla razón, debemos tener mucho cuidado. Algunas personas consideran que hay valor y virtud en decir lo que piensan, que es indicativo de honestidad y sinceridad; pero la realidad es que, en muchas ocasiones, no es más que una manera de excusar palabras hirientes y descontroladas. No debe ser así con un hijo de Dios. Necesitamos tener dominio propio sobre nuestra lengua. Es más, la expresión mayor del dominio propio es una lengua bajo control (Stg. 3:2).
Consecuencias de una lengua sin control
Una lengua sin dominio propio habla mucho. Esta quizás sea una de las evidencias más claras de que necesitamos dominar nuestro hablar. Quien habla demasiado hace evidente su necedad, pero poder refrenar nuestra lengua es una evidencia de sabiduría (Pr. 10:19). El que mucho habla, mucho habla de sí mismo. Una lengua que no tiene dominio propio suele ser usada para la autoelevación y, a veces, para criticar a otro. También es cierto que, cuando hablamos mucho, estamos haciendo evidente que no queremos escuchar. Escuchar al otro, al hermano, es una de las evidencias más grandes del amor que el Señor pone en nosotros hacia los demás. Una lengua sin dominio propio lastima. Una palabra hiriente duele más que un golpe en la cara. Nuestras palabras pueden dejar heridas profundas en el corazón de los demás. Si no somos cautos al hablar, nuestras palabras pueden causar dolor en nuestro prójimo. Dice el libro de Proverbios que nuestras palabras pueden ser «como golpes de espada» (Pr. 12:18). Una lengua sin dominio propio crea conflicto y disensión. Este flagelo únicamente trae difamación, murmuración, injurias o calumnias. Una lengua fuera de control únicamente hará derramar su ponzoña. En última instancia causa dolor. Aunque esto pueda parecer extremo, verdaderamente es un riesgo. Una lengua sin dominio propio no se apega a la verdad. Dios es un Dios de verdad (Jn. 8:26). No hay falsedad, mentira ni engaño en Él (Nm. 23:19). Y así mismo debería ser con un hijo de Dios (Sal. 101:7). Jesús nos enseñó a hablar la verdad, sin agregar nada más (Mt. 5:37). Lo que agregamos «procede del mal». Jesús también dijo de sí mismo que Él es la verdad (Jn. 14:6), mientras que llamó a Satanás «mentiroso y el padre de la mentira» (Jn. 8:44). A lo largo de toda la Escritura hay una verdad evidente: Dios aborrece la mentira y la falsedad (Pr. 12:22). Los hijos de Dios, entonces, deben amar andar en la verdad (Sal. 86:11; 3 Jn. 4).
Una lengua que agrade al Señor
Al reflexionar en la sección anterior sobre los efectos de una lengua que carece de dominio propio, nuestra oración debería ser como la del salmista: «Sean gratas las palabras de mi boca y la meditación de mi corazón delante de Ti, Oh SEÑOR, roca mía y Redentor mío» (Sal. 19:14). A continuación, hablaré acerca de cómo debería verse una lengua que agrade a nuestro Dios. Dios se agrada de una lengua que se refrena. Hay sabiduría en hablar lo justo y lo necesario. Incluso el necio parece sabio cuando es capaz de guardar silencio (Pr. 17:28). Hay amor en ser prontos para oír y tardos para hablar (Stg. 1:19). No siempre tenemos que decir algo. ¡Cuánto necesitamos cultivar el silencio! Dios se agrada también de una lengua que sana y edifica. Hay gracia del Señor en las palabras dulces y amables. Creo que todos podemos dar fe de ello. Palabras que no hieren, sino que sanan y edifican son una bendición. Tan apetecibles son, que la Biblia las llega a comparar con un panal de miel (Pr. 16:24). Además, Dios se agrada de una lengua que pacifica. Sí, que es pacífica, pero que también pacifica —¡la tilde hace una gran diferencia!—. No somos llamados a crear disensión, sino a pacificar, en palabras de Jesús: a «procura[r] la paz» (Mt. 5:9). Ser pacífico es una cosa, pero usar tus palabras para traer paz es algo muy diferente. Un creyente procura siempre la paz, porque no busca el bien propio, sino la edificación del cuerpo de Cristo. Por último, Dios se agrada de una lengua que dice la verdad. Dios es verdad, habla verdad y se goza en la verdad (cp. 1 Co. 13:6). Por ende, somos llamados a caminar en la verdad, en la luz, donde no hay engaño (1 Jn. 1:7).
La raíz del problema y un rayo de esperanza
Hasta aquí hemos reflexionado en las consecuencias de no tener control de la lengua y lo que Dios espera de nosotros en cuanto a este tema, pero hay un problema: la lengua es peligrosa e indomable (Stg. 3:5-8) Y la razón por la que nunca podremos dominar nuestra lengua es porque ella refleja, como ninguna otra cosa, lo que hay en nuestro corazón: pecado. Esto no es ningún secreto. Jesús nos dijo que «de la abundancia del corazón habla [nuestra] boca» (Lc. 6:45). Cuando Jesús habló con Nicodemo, le dijo que le era necesario nacer de nuevo (Jn. 3:3). Poder vivir una vida que busque y se complazca con y en la santidad, requiere una transformación tan profunda y esencial que es imposible en términos humanos. Es nuestro corazón, lo profundo de nuestra naturaleza, lo que necesita ser transformado. Cuando Santiago escribe su carta nos pone sobre aviso: La lengua es «un mal turbulento y lleno de veneno mortal» (Stg. 3:8). Y, sin embargo, cuando confronta con la hipocresía de la misma boca expresando maldición y bendición, afirma, con absoluta contundencia: «esto no debe ser así» (Stg. 3:10). La respuesta del evangelio es que, por la gracia de Dios, esto puede no ser así. En otras palabras, no tiene que ser así. Por medio del evangelio ha sido hecha en nosotros la obra que era necesaria: nacer de nuevo (2 Co. 5:17). Y por causa de esa obra nosotros podemos ahora ser santificados en nuestro hablar. En Cristo podemos tener control sobre nuestra lengua.
Controla tu lengua
Es necesario recordar que, porque la gracia del Señor nos asiste, podemos desarrollar dominio propio sobre nuestra lengua. Pero ¿qué debemos hacer si nuestra lengua ha estado tomando control de nosotros, si hemos hecho nada por ser estorbo y no hemos podido ejercer dominio propio sobre ella? En primer lugar, debemos reconocer nuestro pecado. Todo comienza por aquí. Permitamos que el Espíritu de Dios en nosotros nos haga ver que la razón por la que nuestras palabras no son agradables a Dios y lastiman a nuestro prójimo es porque nacen de un corazón pecaminoso. En segundo lugar, estemos dispuestos a luchar contra nuestro pecado. Por la gracia del Espíritu en nuestras vidas, recibimos la capacidad de luchar contra el pecado. Tomemos la firme resolución de cuidar nuestras palabras y buscar solo la gloria de Dios a través de lo que hablamos. Es necesario que como creyentes tomemos la resolución de someter nuestra lengua al señorío de nuestro Salvador Jesucristo. En tercer lugar, llenémonos de la Palabra de Dios. Él moldea y transforma nuestras vidas cuando más lo conocemos, y eso es posible únicamente a través de la Biblia. Dios ha hablado y, por lo tanto, debemos escuchar. Seamos alimentados constantemente de la Palabra de Dios de tal modo que esta «habite en abundancia en» nosotros (Col. 3:16; cp. Ef. 5:18), y que nuestra mente continúe renovándose constantemente (Ro. 12:2). En cuarto lugar, debemos cultivar la humildad. Una de las principales razones detrás de una lengua sin control es el orgullo. Solemos ser muy egoístas y nos gusta dar rienda suelta a nuestra lengua, ya sea para decir lo que creemos, lo que pensamos o para hablar de nosotros mismos. Por último, amemos. Si amamos —a Dios y «unos a otros» (1 Jn. 4:7)—, no desearemos causar dolor. Nuestro amor hacia Dios es nuestra motivación principal para evitar el pecado. Como hijos de Dios sabemos que crecer en dominio propio sobre nuestro hablar no es sencillo. Que eso nos lleve a depender cada día más de su gracia.
Conclusión
Los veranos en mi país, Argentina, suelen ser ocasión propicia para los incendios forestales. Una colilla de cigarro mal apagada, un trozo de vidrio, una lata, unas pocas brasas remanentes pueden ser la causa del comienzo del fuego. Miles de hectáreas han sido consumidas por incendios forestales que comenzaron con apenas una pequeña chispa. Tus palabras pueden ser esa chispa, provocando división, disensión y dolor. Esa conducta no es propia de un hijo de Dios, sino de un necio (Pr. 18:6). Somete tu lengua al Señor y habla verdad, en el tiempo adecuado y en la medida adecuada.