¿Cómo suena Dios?: escuchando la voz de la majestuosidad

El asombro por aquello que nos maravilla es algo siempre presente en el ser humano. La majestad de todo lo que consideramos superior nos invita a maravillarnos. Pero por encima de todo lo grande que hay en el universo, está Dios, el más grande entre lo grande. David Mathis nos invita a pensar en la majestad de Dios en Su Palabra revelada, y el poder y gloria que esta emana desde Dios mismo. Sin olvidar que la grandeza de la Palabra de Dios nos hace pensar en el futuro, en la victoria final y asegurada de Dios. Y eso es una buena noticia.
Foto: Cooper Baumgartner

Los relámpagos pueden ser majestuosos. Eso sí, a cierta distancia. O desde un refugio seguro que nos resguarde de electrocutarnos y, a su vez, que nos permita disfrutar de un show espectacular.

El concepto de majestuosidad evoca, ante todo, grandes destellos, como relámpagos que podemos ver a lo lejos. Así se trate de la vista panorámica de unas majestuosas montañas púrpuras, el horizonte de una gran ciudad, la belleza deslumbrante del oro y las piedras preciosas o la grandeza y el decoro de un palacio real, solemos asociar el sustantivo «majestuosidad» y el adjetivo «majestuoso» con panoramas, vistas y destellos impactantes.

El término «majestuosidad» abarca una grandeza, gloria y poder que atraen e impresionan al mismo tiempo.  Y tal como sucede con los relámpagos, lo que es majestuoso a la distancia puede ser estremecedor de cerca y a la intemperie. Tal es el caso cuando el Dios vivo despliega Su majestuosidad en el mar Rojo; Sus enemigos entran en pánico (Ex 14:24), mientras que Su pueblo, al cual Él rescata, se siente a salvo y alaba Su majestuosidad:

En la grandeza de Tu excelencia derribas a los que se levantan contra Ti;
Envías Tu furor, y los consumes como paja […]
¿Quién como Tú entre los dioses, oh Señor?
¿Quién como Tú, majestuoso en santidad,
Temible en las alabanzas, haciendo maravillas? (Ex 15:7-11).

Aun así, cuando las Escrituras mencionan la majestuosidad de Dios, no se refieren exclusivamente a lo visible. Los truenos, así como los relámpagos, también pueden parecernos majestuosos cuando no nos exponemos a ellos y estamos fuera de peligro. De la misma manera, tal como testifican las Escrituras, la voz de Dios es majestuosa. 

Sus palabras resuenan con grandeza divina y bondad tangible en los oídos de Su pueblo. Su discurso es tanto de autoridad como cautivador; es imponente y atrapante. Su voz nos llega al corazón y nos estremece. Sus palabras hieren nuestro pecado, pero recibimos esto en el Espíritu.  

Las palabras majestuosas de Dios, habladas y escritas, sorprenden y deleitan a Su pueblo, incluso mientras los enemigos de Dios se acobardan ante Sus estruendos. Ellos sienten terror; nosotros, temor reverente y gozo. Los relámpagos de Dios cautivan a Sus santos. Así como lo hace el trueno de Sus palabras.

Las palabras majestuosas de Dios, habladas y escritas, sorprenden y deleitan a Su pueblo, incluso mientras los enemigos de Dios se acobardan ante Sus estruendos. / Foto: Aaron Burden

La grandeza de Su Palabra

En primer lugar, considera la grandeza de  la «majestad de Su voz» (Is 30:30).

Ninguna voz habla con tanta autoridad o con una que se le parezca como lo hace la voz del Dios vivo. Sus palabras, a diferencia de las de cualquier otro ser, tienen total autoridad y hablan de cualquier tema posible que Él quiera abordar. Como ninguna otra mente y boca, Sus palabras no se limitan a un área en particular. Al ser Dios, Él abarca todas las áreas, sin excepción. 

Pero la grandeza de Su Palabra incluye no solo el derecho a hablar sobre cualquier tema (y sobre todos los temas), sino que también incluye la capacidad para hablar sobre temas importantísimos en profundidad y perfección, y para tener la última palabra. No solo aborda temas de amplio alcance, profundos, eternos, verdaderamente grandiosos, sino que nunca habla por encima de Sus posibilidades o fuera de Sus profundidades, como sí hacen incluso las mentes más brillantes del mundo cuando tratan cuestiones de suma importancia.

Dios nunca especula. Nunca se excede en Sus conocimientos. Nunca habla de más. En tanto que es Dios, puede abordar públicamente cualquier tema que elija con una autoridad incuestionable y siempre lo hace de una forma perfecta, sea que se trate de lo que decide decir o no decir.

En las Escrituras, Su Palabra es ciertamente extensa, pero no exhaustiva. Él elige limitar Su revelación hablada a un primer pacto y, luego, en uno nuevo, con 66 libros y 30 000 versículos a lo largo de un milenio y medio. Pero también elige no hablar (aún) de todos los temas posibles que conciernen al mundo que creó y más allá, sino más bien elige hablar sobre realidades que son más esenciales y atemporales, a pesar de las modas y los altibajos de cada generación. Y al hacerlo, dirige a Su pueblo hacia las cuestiones y proporciones de Su enfoque, que resultan más importantes en cada época y estación.

Ninguna voz habla con tanta autoridad o con una que se le parezca como lo hace la voz del Dios vivo. Su discurso divino tiene autoridad suprema en todo tema. / Foto: Jhon Montaña

El poder de Su Palabra

Medita también en el poder de Su majestuosa voz. Su discurso divino no solo tiene autoridad en todo tema, sino que es indiscutiblemente eficaz para lograr todo lo que se propone. Sus palabras no vuelven a Él vacías, sino que siempre cumplen el propósito por el cual las envía (Is 55:11).

Como ningún otro ser en el universo, Dios tiene la capacidad de hacer exactamente lo que dice que hará y lo logra con tan solo decirlo. Dios dijo: «Que sea la luz» y, sin duda ni tardanza alguna, se hizo la luz. Él mantiene la existencia del mundo que hizo, lo sostiene «con el poder de Su palabra», tal como está escrito en Hebreos 1:3. Y cuando quiere, habla a los corazones sordos de «los que perecen», aquellos cuya vista espiritual ha sido cegada por «el dios de este mundo», y dice: «Que resplandezca la luz en medio de las tinieblas». En ese momento, los corazones sin vida laten otra vez. Los sordos oyen y los ciegos ven la luz del evangelio. Creen y son salvos (2Co 4:3-6).

Bien se maravilló Martín Lutero, el autor del himno Castillo fuerte es nuestro Dios, en la majestuosidad de la voz divina cuando escribió que no le temamos al príncipe de las tinieblas, porque «condenado es ya por la Palabra Santa». Según el libro de Apocalipsis, Dios hecho hombre, con una boca humana resucitada y glorificada, pronunciará la palabra decisiva y eficaz al final. En la isla de Patmos, Juan primero oyó «una gran voz, como sonido de trompeta» (Ap 1:10) y se volvió para ver que, entre las majestuosidades visibles de la túnica, la faja, el pelo, los ojos, los pies y el rostro de Cristo, «de Su boca salía una espada aguda de dos filos» y «Su voz [era] como el ruido de muchas aguas» (Ap 1:15-16). Sin ningún arma en la mano, pero completamente armado con el poder de Su Palabra perfecta y eficaz, Cristo derrotará a Sus enemigos: “Pelearé contra ellos con la espada de Mi boca» (Ap 2:16).

De Su boca sale una espada afilada para herir con ella a las naciones… Y los demás [los que habían recibido la marca de la bestia] fueron muertos con la espada que salía de la boca de Aquel que montaba el caballo, y todas las aves se saciaron de sus carnes (Ap 19:15, 21). 

Se acerca rápidamente el día en que el Cristo resucitado, en Su persona humana y divina, como portavoz de la Deidad, solo tendrá que hablar y, así, derribará al diablo y a sus tropas con tan solo una majestuosa palabra de Su boca.

Él mantiene la existencia del mundo que hizo, lo sostiene «con el poder de Su palabra», tal como está escrito en Hebreos 1:3 / Foto: Guillermo Ferla, en Unsplash

La gloria de Su Palabra

Por último, considera la gloria de Su majestuosa voz. Incluso más que la grandeza y el poder, la gloria es lo que más se acerca al corazón de lo que señala la majestuosidad.

La majestuosidad es, por lo general, emotiva.  Es la palabra que elige el adorador, no el científico. Aplicada a la Palabra de Dios, la majestuosidad se refiere a la belleza moral de Su discurso. La voz divina no solo es grande en tono y volumen, sino buena a los oídos de Su pueblo; no solo es poderosa, sino maravillosa para Su Iglesia; no solo es verdadera, sino deseable en el corazón de Sus santos.

Deseables más que el oro; sí, más que mucho oro fino,
Más dulces que la miel y que el destilar del panal (Sal 19:10).

Observamos que, en un mundo caído como el nuestro y con paladares llenos de pecado como los nuestros, la gloria divina llega a menudo con una majestuosidad peculiar e inesperada. La majestuosa voz de Dios rara vez habla como lo esperan los oídos humanos. A pesar de nuestra miopía y nuestras nociones pecaminosas acerca de lo que una voz gloriosa puede decir, las Escrituras nos sorprenden una y otra vez. En las palabras de Dios, encontramos una majestuosidad, una gloria, que no sale al encuentro de nuestros ojos y oídos como el mundo y el pecado nos han enseñado a esperar que ocurra. La voz de Dios resuena con una distintiva gloria divina, una majestuosidad sin igual, que supera con creces nuestras insignificantes suposiciones.

Su majestuosa voz eclipsa la sabiduría del mundo y desconcierta a los escribas y polemistas de esta época. Condena a los sabios, los poderosos y los nobles de cuna según los estándares mundanos. Humilla a los sabios y fuertes del mundo, mientras exalta a los humildes y despreciados (1Co 1:20, 26-27). Tal como se celebra en el Salmo 8, donde encontramos la gran meditación bíblica sobre la majestuosidad divina:

Por boca de los infantes y de los niños de pecho has establecido Tu fortaleza,
Por causa de Tus adversarios,
Para hacer cesar al enemigo y al vengativo (Sal 8:2).

Aquel que ha “desplegado [Su] gloria sobre los cielos» (Sal 8:1) también despliega Su singular majestuosidad, o bien la hace audible, en la boca de los más débiles, incluso de los bebés y los niños. Y en dicha majestuosidad, el pueblo de Dios oye una gloria innegablemente genuina: esta es realmente la voz de Dios, no la del hombre. Los humanos pueden forjar espadas e idear misiles; pueden construir torres y adornar palacios. Pero la Majestuosidad en lo Alto los derribará con la alabanza de los más pequeños.

La victoria de Su Palabra

Por eso, oímos que, cuando Dios mismo vino a habitar entre nosotros, “el Verbo se hizo carne”(Jn 1:14). No vino según la majestuosidad que esperaba el hombre. El Verbo vino a Nazaret, a una virgen, a vivir treinta años en oscuridad, “[sin] aspecto hermoso ni majestad para que lo miremos, ni apariencia para que lo deseemos” (Is 53:2). Es decir, sin majestuosidad ante los ojos y los oídos del hombre natural.

Pero cuando Dios abre los ojos y los oídos, nos encontramos con Su majestuosidad. Nos aferramos a Sus palabras, como hicieron algunos cuando enseñaba en el templo (Lc 19:48), y testificamos asombrados con aquellos oficiales que confesaron: “¡Nunca nadie habló como este hombre!” (Jn 7:46). Decimos al unísono con las multitudes en Galilea: “¡Finalmente un maestro con verdadera autoridad!” (Mr 1:22-27). Y anticipamos el día en que herirá a nuestros enemigos con la espada de Su boca, mientras nosotros, Su Iglesia, le alabamos diciendo: “La gracia se derrama en Tus labios” (Sal 45:2).

Entonces, veremos aún más la majestuosidad de Su relámpago, que viene junto con Su palabra estruendosa.


Este artículo se publicó originalmente en Desiring God.

David Mathis

Es editor ejecutivo de desiringGod.org y pastor de Cities Churchin Minneapolis. Él es esposo, padre de cuatro hijos y autor de «Habits of Grace: Enjoying Jesus through the Spiritual Disciplines» (Hábitos de Gracia: Disfrutar a Jesús a través de las Disciplinas Espirituales).

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