Agotamiento cristiano. Es una frase que aprendí de un amigo cuando predicó en nuestra iglesia no hace mucho tiempo. El texto que usó fue Santiago 1, «Tened por sumo gozo, hermanos míos, el que os halléis en diversas pruebas». Cuando empezó a predicar, contó algunas de las dificultades que su iglesia estaba enfrentando recientemente. Una de las situaciones más recientes y más dolorosas fue la de unos amigos muy queridos, quienes tenían sólo una oportunidad para tener un hijo, y experimentaron el nacimiento de su bebé muerto a los ocho meses y medio, a sólo dos semanas del parto. Fue una gran tragedia. Fue algo muy doloroso.
Él y sus amigos son cristianos, así que saben que el sufrimiento no viene vacío, no es sin propósito, no es sin sentido. Pero eso no lo hace menos doloroso.
¿Por qué? ¿Por qué experimentamos tal sufrimiento? ¿Por qué Dios lo permite? A partir de estos primeros versículos de Santiago vemos algo inesperado: las pruebas nos hacen bien.
Las pruebas nos hacen bien al permitirnos desarrollar la madurez espiritual y los más preciados rasgos del carácter cristiano. «Las pruebas no se producen por lo que has hecho, sino por lo que Dios quiere que seas». Las pruebas nos hacen humildes, haciendo igual la realidad de todos, tanto pequeños como grandes experimentan dolor, pérdidas y muerte. Las pruebas desarrollan la compasión y la dependencia, enseñándonos a simpatizar con los demás y a depender más de Dios. Las pruebas nos dan valor al obligarnos a manejar lo que estábamos seguros que nunca podríamos manejar. La pareja que perdió a su hijo demostró todos estos beneficios de las pruebas cuando dijo: «No tenemos a dónde ir. Todo lo que tenemos es Dios y Su carácter en el que apoyarnos». En el funeral ellos declararon: «Aunque la niebla no se levante y el dolor no se vaya, nos mantendremos firmes». Eso es fe.
Las pruebas también nos hacen bien por lo menos de una forma más: las pruebas desarrollan un agotamiento cristiano, un agotamiento con este mundo. Reflexionando sobre todo lo que había visto y experimentado, mi amigo dijo: «Ahora mismo, odio este mundo. Todo lo que ha hecho es romperme el corazón». El mundo le había roto su corazón y el de aquellos que ama. «Ninguno de nosotros quiere quedarse aquí. Queremos levantarnos en la resurrección y no conocer más el dolor. Todo lo que este mundo hace es engañarte y fallarte. Promete demasiado y nunca entrega lo suficiente».
Todo este dolor, todo este sufrimiento, todas estas pruebas habían llevado a mi amigo y a su esposa a estar cansados. Estaban cansados de sufrir, cansados de gemir bajo el peso de este mundo. «Afligidos en todo, pero no agobiados; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos…» (2 Cor. 4:8-9). En su interior despertaba un mayor deseo de un tiempo, de un lugar, cuando todas las pruebas terminarían.
Este es un agotamiento cristiano, un agotamiento que he escuchado descrito por otros, un agotamiento que he empezado a sentir en mi interior. El agotamiento cristiano eleva nuestra perspectiva desde nuestros pies hasta el horizonte, desde las pruebas de este mundo hasta la esperanza del mundo venidero. Provoca en nosotros un anhelo santo de terminar esta vida y entrar en la vida venidera. Se concentra en las promesas de Dios, promesas de liberación, de restitución, de paz eterna. Es un agotamiento que descansa en las promesas del evangelio, que encuentra su esperanza en el Dios del evangelio. No se revuelca en la desesperación, sino que mira con confianza al futuro. Es un agotamiento que clama junto con los santos de todas las épocas, «¡Ven, Señor Jesús!»