Adictas a la aprobación

¿Alguna vez te has encontrado buscando desesperadamente la aprobación de los demás? Quizás necesitas una “metamorfosis” en tu mente.
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Puedes escuchar el podcast original aquí.


Hola, mis amadas hermanas. Les saluda Liliana González de Benítez. Sean todas bienvenidas a un nuevo podcast de Mujeres en Su Palabra. Hoy vamos a hablar sobre un tema sumamente interesante en el que toda mujer cristiana debe meditar: el engaño de querer agradar a todo el mundo. Hemos titulado este mensaje: “Adictas a la aprobación”.  

¿Necesitas el elogio de la gente? ¿Tienes un desmedido deseo de popularidad y aprobación, o todo lo que haces es con el fin de agradar a Dios?  

Todas las personas buscamos instintivamente la aceptación, el reconocimiento y la aprobación de los demás. Es normal desear el respeto y el cariño de las personas que nos rodean. Pero cuando la aprobación se convierte en una necesidad, hay un problema. Si te afecta sobremanera las opiniones contrarias a la tuya, si temes equivocarte, si no soportas la crítica, si eres perfeccionista, si buscas encajar en el grupo, si te excedes en satisfacer a la autoridad esperando reconocimiento, eres adicta a la aprobación. 

Todas las personas buscamos instintivamente la aceptación, el reconocimiento y la aprobación de los demás. / Foto: Envato Elements

Antes de comenzar a hablar de esta realidad que afecta a numerosas mujeres, permítanme darle gracias a Dios en oración: 

Amado Padre celestial, te damos gracias por Tu gran amor y misericordia. Gracias por la oportunidad que nos brindas de estudiar Tu Palabra con libertad, sabemos que numerosos cristianos en todo el mundo no tienen este privilegio; gracias por el sacrificio de Tu amado Hijo Jesucristo para darnos vida y salvación. En esta hora, te pedimos que dispongas nuestros corazones para recibir Tu preciosa Palabra. Permite que penetre en lo más profundo de nuestro ser y nos transforme, por medio de la renovación de nuestra mente, a la misma imagen de Cristo. Ayúdanos a no amoldarnos a la forma de pensar de este mundo y haz que crezca en nosotras el anhelo de vivir buscado las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Todo esto te lo pido en el nombre de Tu Hijo amado Jesucristo. Amén.  

Un deseo natural

Amadas hermanas, a quién de nosotras no le gusta escuchar: “¡Bien hecho!”, “¡Excelente!”, “Lo hiciste muy bien”, “Estamos orgullosos de ti”. Estas palabras le suben el ánimo a cualquiera. ¿Cierto? Todos los seres humanos necesitamos nuestra cuota de reconocimiento. Es mental y espiritualmente saludable sentirnos estimadas y valoradas por los demás.  

Jesús, ilustró esta realidad en la parábola de los talentos. Al regresar de un largo viaje el dueño y señor de cierta propiedad, llamó a cada uno de sus siervos para reconocerles personalmente la correcta administración de sus posesiones. En Mateo 25:20-21 leemos lo siguiente: 

Y llegando el que había recibido los cinco talentos, trajo otros cinco talentos, diciendo: “Señor, usted me entregó cinco talentos; mire, he ganado otros cinco talentos”. Su señor le dijo: “Bien, siervo bueno y fiel; en lo poco fuiste fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor”.

Aquí vemos cómo Dios no pasa por alto a quienes merecen reconocimiento. Es encomiable reconocer el desempeño y el favor de las personas que nos sirven y apoyan. Con una palabra, un regalo, o confiándoles mayores responsabilidades, las incentivamos a dar lo mejor de sí mismas.

Es bueno y justo hacer esto con nuestros esposos, hijos, padres y con los hermanos en nuestra congregación. De hecho, nosotras también necesitamos que se nos agradezca y reconozca nuestra labor en el hogar, en el trabajo y en la iglesia. No hay nada de malo con nuestro deseo de ser aceptadas y apreciadas por los demás. En realidad, sin la afirmación y la ayuda de otros no podríamos cumplir el propósito para el que Dios nos creó. 

El problema surge cuando cruzamos la fina línea que divide la necesidad legítima de ser apreciadas y la adicción de querer agradar a todo el mundo. ¿Pero qué es una adición? ¿Quién es un adicto? 

Es encomiable reconocer el desempeño y el favor de las personas que nos sirven y apoyan. / Foto: Envato Elements

La adicción a la aprobación

Un adicto es alguien que ha desarrollado una dependencia a algo. Puede ser una sustancia, una droga, un hábito o comportamiento. Así como algunas personas son adictas a la anfetamina y su organismo necesita esta droga para sentirse bien, de manera similar las personas adictas a la aprobación necesitan continuamente una palmadita en la espalda, el aplauso o el reconocimiento de los demás para sentirse valiosas y bien consigo mismas. Pero si sus deseos de aprobación no son satisfechos se sienten infelices y sin valor. 

Numerosas mujeres (inclusive cristianas) luchan con la adicción a la aprobación. Ellas han creído la mentira de que su valor depende de su físico, su inteligencia, su carrera, sus logros y de todas esas cosas que el mundo considera de gran estima. Los mensajes de autovaloración y amor propio han permeado nuestra cultura y pasan como la antorcha olímpica de una generación a otra. La receta mágica de este siglo para alcanzar el desarrollo personal y el bienestar emocional es cultivar la autoestima. El mundo dice: “Ámate a ti misma”, “Vela por ti misma”, “Primero tú”, “Vive para ti”, “Tú tienes derechos”, “Satisface tus ambiciones”.  

Esta corriente de pensamiento que exalta el yo nos arrastra irremediablemente al pecado. Hay una larga lista de actitudes y conductas pecaminosas que surgen del desmedido deseo de buscar reconocimiento y aprobación. Desarrollamos un amor propio que exalta nuestras necesidades y deseos por encima de Dios y del prójimo. Las mujeres nos volvemos cada vez más vanidosas y ególatras, nos comparamos con otras mujeres, competimos entre nosotras y, en nuestros corazones, crecen como la mala hierba la envidia, los celos, el resentimiento y el orgullo. 

Hay una larga lista de actitudes y conductas pecaminosas que surgen del desmedido deseo de buscar reconocimiento y aprobación. / Foto: Envato Elements

Ejemplos en la Biblia

En la Escritura abundan ejemplos de mujeres (¡y hombres!) que por su venenoso deseo de reconocimiento se dejaron vencer por el mal. Eva, quería ser igual a Dios y su codicia la hizo revelarse contra Él. En Génesis 3:6 leemos: “Cuando la mujer vio que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y que el árbol era deseable para alcanzar sabiduría, tomó de su fruto y comió. También dio a su marido que estaba con ella, y él comió”.

En Babel ocurrió lo mismo: la motivación de los constructores era hacerse un nombre famoso para sí mismos. Ellos dijeron en Génesis 11:4: “Luego dijeron: ‘Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta los cielos, y hagámonos un nombre famoso, para que no seamos dispersados sobre la superficie de toda la tierra’”.

Hay un deseo profundo en el corazón del hombre que lo impulsa a buscar honor y gloria para ser exaltado. Su necesidad de aprobación lo lleva a enfocarse en sí mismo, de una manera tan exagerada, que no le importa pasar por encima de Dios ni del prójimo con tal de satisfacer sus deseos de reconocimiento.

En la Escritura abundan ejemplos de mujeres que por su venenoso deseo de reconocimiento se dejaron vencer por el mal. / Foto: Pexels

¿Recuerdas a Miriam y Aarón? Por celos y envidia hablaron mal de su hermano Moisés. La Biblia narra en Números 12:1-2: “Entonces Miriam y Aarón hablaron contra Moisés por causa de la mujer cusita con quien se había casado, pues se había casado con una mujer cusita; y dijeron: ‘¿Es cierto que el Señor ha hablado solo mediante Moisés?’”. Miriam estaba tan celosa por el liderazgo y el reconocimiento que tenía Moisés en Israel, que el temor a perder la posición que Dios le había dado a ella,la llevó a murmurar en contra de su hermano, usando como excusa su matrimonio con una extranjera.  

¿Y dónde dejamos a Salomé? La madre de Santiago y Juan, movida por el egoísta deseo de sus hijos fue a hablar con Jesús, le dijo: “Ordena que en Tu reino estos dos hijos míos se sienten uno a Tu derecha y el otro a Tu izquierda” (Mt 20:21). 

Los fariseos no reconocieron a Cristo como el Mesías, porque sus celos y deseos incorrectos de recibir reconocimiento los cegaron. Jesús les advirtió a Sus discípulos en Lucas 20:46-47: 

Cuídense de los escribas, a quienes les gusta andar con vestiduras largas, y son amantes de los saludos respetuosos en las plazas, y de ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los lugares de honor en los banquetes; que devoran las casas de las viudas, y por las apariencias hacen largas oraciones; ellos recibirán mayor condenación.

Analizando nuestro corazón

Hagamos una pausa aquí. Examinemos por un momento nuestro corazón. Tal vez tú y yo nos hemos estado comportando como los fariseos: buscamos honor y gloria personal, y eso nos está impidiendo vivir para la gloria de Dios. El problema del hombre no es su deseo de aprobación, porque ya hemos visto que es una necesidad normal. Dios lo sabe y por eso a Su tiempo Él exalta al humilde (Sal 138:6). El real problema es la motivación de nuestro corazón. 

Debemos estar alerta y preguntarnos continuamente: “¿Qué me motiva?” Porque el deseo de vernos superiores a los demás nos impide reconocer la verdadera intención del corazón. El corazón es engañoso, y a veces no nos damos cuenta de que inclusive nuestro servicio a Dios puede ser impulsado por una ambición egoísta. Numerosas mujeres cristianas podemos estar sirviendo al Señor buscando fama y gloria para satisfacer nuestro ego. Y si ese es el caso, necesitamos reconocer nuestro pecado ante el Señor y arrepentirnos.  

El anhelo desmedido de popularidad es una trampa de Satanás que nos impide conocer la voluntad de Dios para nuestra vida. Si estamos enfocadas en cumplir las expectativas de la gente que consideramos importante, o en llamar su atención, no podremos cumplir los propósitos de Dios. Me encantan las palabras de Pablo en Gálatas 1:10: “Porque ¿busco ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿O me esfuerzo por agradar a los hombres? Si yo todavía estuviera tratando de agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo”.

El corazón es engañoso, y a veces no nos damos cuenta de que inclusive nuestro servicio a Dios puede ser impulsado por una ambición egoísta. / Foto: Envato Elements

Hubo un tiempo en el que Pablo buscaba el favor de los hombres. Él tenía suficientes razones y logros personales para sentirse orgulloso de sí mismo: era judío, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín; nacido y criado en Tarso (la ciudad más importante de su región); fue instruido por Gamaliel (el maestro más reconocido en aquel tiempo); perteneció al célebre grupo de los fariseos; y su celo por cumplir la ley de Moisés lo llevó a perseguir la iglesia.

Sin embargo, todo lo que para Pablo fue de gran estima llegó a considerarlo inmundicia. En su carta a los Filipenses, él expresó: “Y aún más, yo estimo como pérdida todas las cosas en vista del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por Él lo he perdido todo, y lo considero como basura a fin de ganar a Cristo” (Fil 3:8). Jesús llegó a ser para Pablo más valioso que cualquier cosa en el mundo; más apreciado que cualquier título, medalla o nombramiento mundano.

Un cambio de mente

Quiero que presten atención aquí. El deseo de Pablo fue transformado. Su ambición desmedida y malvada de perseguir la iglesia de Jesucristo se transformó en una ambición piadosa de predicar el evangelio. ¿Qué sucedió? ¿Por qué cambió su manera de pensar? Él mismo nos da la respuesta en Romanos 12:2: 

Y no se adapten a este mundo, sino transfórmense mediante la renovación de su mente, para que verifiquen cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno y aceptable y perfecto. 

Noten que Pablo dice: “No se adapten a este mundo”. Esto se refiere a que no nos amoldemos a la forma de pensar que predomina en los incrédulos, es decir, que renunciemos a vivir como viven los que no conocen a Dios. Es el mismo mandato que nos dejó Cristo: 

No amen al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, la pasión de la carne, la pasión de los ojos, y la arrogancia de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo (1Jn 2: 15-16). 

La ambición desmedida y malvada de Pablo de perseguir la iglesia de Jesucristo, se transformó en una ambición piadosa de predicar el evangelio.

Pablo continúa diciendo: “transfórmense”, que en griego significa “metamorfosis” y connota un cambio interno y externo en la persona. Antes buscábamos la aprobación del mundo, pero ahora buscamos agradar a Dios. Como también dice en Efesios: “Porque antes ustedes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor; anden como hijos de luz […] Examinen qué es lo que agrada al Señor” (Ef 5:8, 10). 

Y Pablo culmina diciendo: “Mediante la renovación de su mente”. Esa es la clase de transformación que solo ocurre a medida que el Espíritu Santo cambia nuestra manera de pensar, mediante el estudio y la meditación constante de las Escrituras. Únicamente por medio del conocimiento del evangelio podremos comprobar que la voluntad de Dios para nosotras es “lo que es bueno y aceptable y perfecto”.   

Entonces, ¿cuál es la cura a la adicción a la aprobación? ¿Cómo podremos escapar de la prisión de complacer a la gente? El apóstol Pablo es un gran ejemplo para nosotras. Él quitó los ojos de sí mismo y los fijó en las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col 3:2). Aunque pudo haber presumido de su posición de apóstol, se refirió a sí mismo como el más insignificante de todos los santos. “A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, se me concedió esta gracia: anunciar a los gentiles las inescrutables riquezas de Cristo” (Ef 3:8). 

Pablo entendió que no había nada bueno en él: “Pero por la gracia de Dios soy lo que soy” (1Co 15:10). Él vivió en un estado de humillación total, en completo reconocimiento de su condición y bajeza, y, por la gracia de Dios, prosiguió hacia su meta para obtener el premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús (Fil 3:14). De esa manera, se esforzó en anunciar la Palabra de Dios, no donde Cristo ya era conocido, sino a quienes nunca les fue anunciado acerca de Él (Ro 15:20-21).  

Como Pablo, debemos apartar la mirada de nosotros mismos y fijarla en las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. / Foto: Envato Elements

Llamado a la humildad

Jesús fue el primero en enseñar a Sus seguidores a no a tener hambre de fama y gloria, sino a tener hambre y sed de justicia (Mt 5:6; 6:33). El mundo dice: “Ámate a ti misma”, pero Jesús dice: “Si alguien quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y que me siga” (Mt 16:24).

Las siervas de Cristo tenemos el llamado a vivir contritas y humilladas. Lo cierto es que no necesitamos desarrollar la autoestima; tenemos de sobra. El amor propio se nos da de modo natural, como dijo Pablo: “Todos buscan sus propios intereses” (Fil 2:21). Si no nos amáramos a nosotras mismas, no nos ofenderíamos tan fácilmente cuando no somos reconocidas. Si nos duele es precisamente porque tenemos exceso de amor propio.

Lo que necesitamos cultivar es la humildad. Cuando Jesús dijo “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22:39), no se estaba refiriendo a las interpretaciones contemporáneas que promueven el egocentrismo. Él se refería a que con la misma intensidad con la que siempre buscamos nuestro propio bien busquemos el bien de nuestro prójimo.

En un mundo donde la gente es tremendamente egoísta, las hijas del Altísimo tenemos el supremo llamado a renunciar a la egolatría para poner a Cristo primero. El apóstol Pablo le rogó a los Corintios para que “ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos” (2Co 5:15). Esta misma advertencia aplica para nosotras.

Por consiguiente, con determinación, neguemos nuestros impulsos orgullosos y cultivemos un corazón humilde. En vez de buscar oportunidades para ser el objeto de admiración de los demás, busquemos servir en áreas donde no estemos al alcance del ojo público. Ofrezcámonos para limpiar el templo, usemos nuestro vehículo para trasladar a los hermanos al servicio dominical, colaboremos en el ministerio infantil, visitemos los hospitales, anunciemos las buenas noticias a los enfermos, a los presos y a los ancianos. Hagamos discípulos donde Cristo no ha sido anunciado. ¡Ese es nuestro llamado!:  

Haya, pues, en ustedes esta actitud que hubo también en Cristo Jesús, el cual, aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a Sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, se humilló Él mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil 2:5-8). 

Vivir para servir a Cristo, atendiendo las necesidades de nuestro prójimo con un espíritu humilde, sin esperar nada a cambio, es el remedio para la adicción a la aprobación.  

Amadas hermanas, muchas gracias por escucharnos. Esperamos que cada semana estén siguiendo el podcast de Mujeres en Su Palabra, y que sea de bendición y edificación para sus vidas.


Liliana González de Benitez

Liliana González de Benítez es hija de Dios y sierva de Jesucristo. Tiene una licenciatura en Comunicación Social. Columnista y escritora cristiana. Su mayor gozo es instruir a otras mujeres a obedecer la Palabra de Dios y capacitarlas para toda buena obra. Actualmente, dirige la enseñanza bíblica de las damas de su iglesia. Nacida en Venezuela. Vive en los Estados Unidos con su esposo y su hija. Puedes encontrarla en sus redes sociales: Facebook, Instagram, Twitter @lili15daymar

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