Vivimos en un tiempo en que la “vida buena” lo es todo. Las personas buscan comodidad por sobre todas las cosas, por eso están dispuestas a pagar extra por un mejor servicio e incluso a endeudarse para tener experiencias premium. Es lógico, entonces, que la mercadotecnia moderna capitalice en el mercado del lujo, la comodidad y el placer. Lo anterior puede hacernos pensar que vivir no es vivir si no se vive “bien”.
Sin embargo, la felicidad verdadera —aquella que inhibe la depresión y otros problemas emocionales— no proviene de la clase de “vida” que el mundo quiere que vivamos, sino de la que Dios ha diseñado para su creación. Por este motivo, tenemos que regresar a tal diseño original si es que pretendemos entender qué es vivir verdaderamente.
El origen de la vida
La definición de vida, según Dios, es la capacidad de ser Su imagen y semejanza en la tierra gracias a la infusión del poder del Espíritu Santo sobre Su creación. Por lo menos, así lo vemos ilustrado en Génesis. En el principio, nada era, solo Dios. Por lo tanto, Dios es vida. Moisés describe el estado original de todo al principio de la creación como sin orden y vacío (Gn 1:2a). Inmediatamente después de darnos la triste descripción del estado de todo, Moisés explica que “el Espíritu de Dios se movía sobre las superficies de las aguas” (Gn 1:2b). La santa Trinidad se hace presente desde los primeros versículos de la Biblia y, particularmente, vemos a Dios Espíritu Santo moverse sobre la “nada” de la expansión de la tierra. En ese momento, Dios infunde Su aliento de vida al hablar con Su poderosa Palabra, y de lo que era nada, ahora es algo: “Entonces dijo Dios: ‘Sea la luz’. Y hubo luz” (Gn 1:3). Es decir, Dios es vida y comparte de Su esencia a la creación al infundirle vida mediante la obra del Espíritu Santo (Job 33:4; Sal 36:9; Neh 9:6). Vivir es imitar a Dios en el poder del Espíritu Santo. Salir de ese diseño significa renunciar a la vida.

Vida en Israel
En la progresión de la narración bíblica, leemos que Dios dio vida a un pueblo que aún no era pueblo. No eran nadie porque no eran nada. Dios eligió a Abraham para ser el padre de una nación que aún no existía, por medio de una mujer que no podía procrear vida, pues era estéril (Gn 11:30). Pero eso es lo que Dios hace, otorga vida donde antes no la había. Y así sucedió. Israel fue el hijo de Dios (Ex 4:22), y se multiplicaron y llenaron la tierra en la que habitaban para la gloria de Dios (Gn 47:27; Ex. 1:7). Todo para cumplir la Palabra de Dios: los haría una gran nación (Gn 46:3). Su misión no había cambiado desde la vez que Adán y Eva recibieron la instrucción de ser fecundos, multiplicarse y llenar la tierra (Gn 1:28). La idea es inundar la tierra de portadores de Su imagen y apuntar con nuestras vidas hacia la gloria del Creador.
Israel, como nación, tenía que entender que su vida dependía de vivirla dentro del marco que Dios había diseñado para Su criatura. Cualquier otra versión de vida no era vida, sino muerte.

Vida eterna en Cristo
La llegada de Jesús a la tierra significó una nueva era en la historia de la civilización —la era del reino de Dios—. Jesús sería el Rey del mundo y Su reinado no tendría fin (Dn 7:13). Pero el Rey encontró la tierra en total desolación: un caos absoluto. En cierto modo, al igual que en Génesis 1:2, la tierra que encontró Jesús a Su llegada “estaba sin orden y vacía”. Y al igual que al comienzo, Dios traería vida por medio de Dios Hijo y en el poder de Dios Espíritu Santo. La llegada de Jesús trajo vida a la tierra. Por eso, Juan 1:4 dice así: “En Él estaba la vida, y la vida era la Luz de los hombres”.
En otras palabras, el ser humano puede ser, otra vez, como lo era al inicio: el reflejo de Dios en la tierra mediante la obra de Jesús y en el poder del Espíritu Santo. En Cristo podemos vivir en abundancia. A eso llamamos vida eterna.
La muerte no tiene poder sobre los hijos del Rey. Pero la vida eterna que Jesús ofrece no solo es para el futuro, sino que es para el presente también. Permíteme entonces compartir tres afirmaciones prácticas de la vida eterna en Jesús.

La vida eterna restaura al ser humano. Estar separados de Dios quiere decir que estamos en oposición a Él. No queremos Su reinado, queremos el nuestro. No tenemos vida, tenemos muerte. Pero cuando Cristo nos rescata, entonces tenemos vida en el sentido de que hemos sido reconciliados con Dios Padre (Ro 5:10). Nos hemos acercado al trono y hemos sido encontrados aceptos en el Amado (Ef 1:6). Ya no estamos en enemistad con Dios, sino que tenemos vida en Él.
La vida eterna otorga vida plena en el presente. La vida que Jesús ofrece no solo se remonta a darnos entrada a la presencia de Dios, sino que transforma nuestras vidas para que las podamos vivir plenamente. Sin Cristo, el ser humano no puede vivir dentro del marco que Dios diseñó, pero los que hemos sido salvos recuperamos el llamado a ser portadores de Su imagen (Ef 5:1) y, por supuesto, recibimos la infusión de vida por medio del Espíritu Santo (Ef 1:13; 2Ti 3:16).
La vida eterna promete esperanza sin fin. Es cierto que en el futuro —al final de todos los tiempos— vendrá un día en que la muerte no exista más. Juan escribe: “Él enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado” (Ap 21:4). Esperamos con emoción ese día. El Rey restaurará todas las cosas. Seremos Su pueblo y viviremos en la gran ciudad, pero esta vez, tendremos cuerpos glorificados y conformados a la imagen de Cristo. La muerte será aplastada para dar entrada a la vida eterna, y viviremos para siempre alabando a nuestro Dios, cantándole por las muchas misericordias que nos ha dado.
Conclusión
Gloria a Dios por la esperanza que tenemos en Cristo, porque estando muertos en nuestros pecados, Él decidió rescatarnos para darnos vida y una vida en abundancia. Ahora en Jesús tenemos esperanza. Ni la vida ni la muerte deben darnos temor, puesto que podemos vivir plenos en Él y morir sabiendo que nos aguarda la vida eterna.