Adán y Eva disfrutaron una perfecta comunión con Dios en el jardín. Lo escuchaban y hablaban con Él directamente. No había distracciones pecaminosas que se interpusieran entre los mandatos divinos y su obediencia. Sus vidas giraban alrededor de la Palabra de Dios.
Pero la serpiente se deslizó sobre el hombro de Eva y le susurró la primera mentira que aun hace eco dentro de las paredes de nuestros corazones: “¿Con que Dios les ha dicho…?” (Gn 3:1). La experiencia ilimitada de la voz divina que marcó el jardín fue manchada en un instante cuando ellos buscaron la verdad en otro lugar. Ese susurro engañoso hizo como bola de nieve hasta llegar a una anulación rotunda del cuadro original: la obediencia amorosa llegó a convertirse en un terror absoluto ante el sonido de la voz divina; ellos corrieron a esconderse en su vergüenza recién descubierta.
La semilla de engaño fue sembrada primero en el corazón de Adán y luego en cada uno de nosotros. Ahora, nuestra tendencia humana es escondernos de la Palabra de Dios, huyendo aterrorizados; hemos considerado que la verdad se podía encontrar en otro lugar. ¿Nos estamos escondiendo de la voz divina? ¿Qué podemos hacer en caso de que así sea?
Escondiéndonos de la Palabra de Dios
Cuando se trata de encontrarnos con el padre para salvación, nuestra culpa parece ser mayor en nuestras mentes que Su gracia. Tenemos una respuesta hacia las Escrituras similar a la del Jardín: nos engañamos a nosotros mismos y asociamos la Palabra de Dios solamente con la condena. Así como la gloria de escuchar a Dios hablar fue retorcida y estropeada en el Edén, así también nosotros tememos a la Biblia por causa de nuestro pecado.
¿Cuál es el resultado de huir de la Palabra de Dios? Que vivimos con culpa y humillación por causa de nuestras deficiencias, mientras la voz que puede hablarle paz a nuestra condena permanece sin abrir y ni ser escuchada. Le tememos la puñalada de la espada, así que no conocemos la transformación que proviene del pecado mortificado. Cuando creemos lo que nuestros corazones nos dicen sobre quién es Dios, le damos rienda suelta al susurro de la serpiente, y terminamos en vergüenza y recelo.
El evangelio nos invita a salir del escondite
Las Buenas Nuevas de Jesús son la verdad sobre un reino que, en cierto sentido, está de cabeza. Los primeros serán los últimos; los débiles avergüenzan a los fuertes; quien pierde su vida, la encuentra; el Rey Jesucristo dejó las glorias del cielo para morir en una cruz, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. Al final, los enemigos son los invitados al banquete.
En otras palabras, en Cristo ya no hay necesidad de escondernos. Aparte de Él, nos alejamos de la voz de Dios, pero el evangelio revierte nuestros afectos: no solo comenzamos a deleitarnos en las Escrituras que antes temíamos, sino que ahora comenzamos a parecernos a nuestro Padre a medida que la leemos. El evangelio también revierte nuestro miedo: dejamos de estar engañados y comenzamos a encontrar deleite.
Gracias a la cruz, el Espíritu comienza a restaurar el cuadro original del Jardín, y tenemos la esperanza de que llegaremos a tener una relación incluso mejor que la de Edén. Ahora, cuando escuchamos a Dios hablar, no corremos a escondernos, sino que salimos a Su encuentro. El mensaje de la Biblia, visto a través de los lentes del evangelio, es el de un Padre que nos quita las hojas de higuera y nos viste con el Cordero inmaculado. Día a día vemos el mensaje divino, no como una estruendosa voz de juicio, sino como una encantadora invitación para caminar con Él.
Ahora nos deleitamos en la Palabra de Dios
¿Cómo podríamos describir la condición de la persona que ya no teme a Dios? ¡Un hombre bienaventurado! Hay dos pasajes de las Escrituras que son muy similares y hablan de ese hombre. Primero, el Salmo 1:1-3:
¡Cuán bienaventurado es el hombre que no anda en el consejo de los impíos,
Ni se detiene en el camino de los pecadores,
Ni se sienta en la silla de los escarnecedores,
Sino que en la ley del Señor está su deleite,
Y en Su ley medita de día y de noche!
Será como árbol plantado junto a corrientes de agua,
Que da su fruto a su tiempo
Y su hoja no se marchita;
En todo lo que hace, prospera.
Luego, Jeremías 17:7-8:
Bendito es el hombre que confía en el Señor,
Cuya confianza es el Señor.
Será como árbol plantado junto al agua,
Que extiende sus raíces junto a la corriente;
No temerá cuando venga el calor,
Y sus hojas estarán verdes;
En año de sequía no se angustiará
Ni cesará de dar fruto.
En ambos pasajes vemos una misma imagen: árboles siendo nutridos por el agua, dando frutos, manteniéndose firmes en el cambio de las estaciones.
Pero ¿qué diferencia hay entre ellos? Mientras el salmista promete que un hombre será bienaventurado si confía en la Ley de Dios, el profeta le promete estas bendiciones al que confía en el Señor. En otras palabras, deleitarse en la Ley es intercambiable con la idea de confiar en Dios. Inspirados por el Espíritu Santo, ellos entendieron que Su Palabra es el medio más claro y directo a través del cual Dios se comunica. No se puede amar ni confiar en Dios sin antes conocerlo, y no es posible conocerlo sin antes escuchar Su voz en la Biblia.
Juan Calvino dijo alguna vez: “Cuando la Biblia habla, Dios habla”. Cuando leemos la Palabra y encontramos belleza, poder y verdad, experimentamos en plenitud a Su Autor. Las Escrituras nos llevan a estar cara a cara con Dios, como lo hicieron Adán y Eva en el Jardín. Pero nuestra relación con Él es incluso mejor, pues a través de Jesús ahora tenemos paz imperecedera, no solo con Dios sino también con Su Palabra.
En conclusión, no debemos engañarnos, viendo las Escrituras como si fueran solo palabra de condenación. En cambio, vayamos a ellas con gozo, pues son la voz amorosa del Padre en la cual podemos deleitarnos a través de Cristo.