Nunca tan ocupado para dejar de orar

Ajetreado, solicitado y presionado por lo urgente, Jesús siempre oraba. Su vida nos recuerda que ninguna tarea es más importante que estar a solas con Dios.
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Puedes hacer más que orar después de haber orado, pero no puedes hacer más que orar hasta que hayas orado.

John Bunyan (El tesoro dorado de citas puritanas, 235)

En una colina solitaria, en la tenue luz antes del amanecer, un hombre está sentado solo, orando. Repasa las Escrituras, canta versículos de los Salmos, alaba a Dios y derrama su corazón. Un observador podría imaginar que el hombre es un monje o, al menos, un devoto de la vida solitaria y contemplativa, tan desolado es el entorno y tan temprana la hora.

Pero no mucho antes, toda una ciudad se había reunido alrededor de este hombre, suplicando su atención. Incluso ahora, la ciudad se agita de nuevo, recordando las maravillas de la noche anterior y queriendo más. Y en unos momentos, los amigos del hombre lo encontrarán y le dirán de las necesidades que hay que satisfacer, las tareas que hay que hacer, las multitudes a las que hay que responder, la gente a la que hay que ver. Ora en el ojo de un huracán.

Levantándose muy de mañana, cuando todavía estaba oscuro, Jesús salió y fue a un lugar solitario, y allí oraba (Mr 1:35).

Más ocupado que un hombre de negocios, más buscado que una celebridad, deseado como una madre de muchos niños pequeños y con una tarea tan grande como el mundo, Jesús oraba.

Entre las muchas actividades que la Biblia registra en la vida de Jesús, la oración destaca como una de las más constantes. / Foto: Unsplash

Las oraciones del Señor

Los Evangelios ofrecen solo unos pocos destellos de la rutina de la vida de Jesús fuera de su ministerio normal. Lo muestran viajando con frecuencia. Lo muestran comiendo en muchas mesas diferentes. A veces lo muestran descansando. Pero quizás, sobre todo, lo muestran orando.

Oraba solo y con otros (Mt 14:23; Jn 17:1). Oraba en lugares concurridos y en rincones tranquilos (Jn 11:41-42; Mt 14:13). Orar era una actividad cotidiana para Él, y lo hacía con expresiones espontáneas de gozo, dolor, anhelo y necesidad (Lc 5:16; 10:21-24; 23:34, 46). Las multitudes veían Su poder público; los discípulos veían la vida de oración que lo hacía todo posible (Lc 11:1).

Pero esa vida de oración no fue fácil. ¿Cómo podría serlo, cuando Su popularidad hacía que incluso fuera difícil encontrar tiempo para comer (Mr 3:20; 6:31)? Jesús oraba así porque daba prioridad a la oración, a veces de manera implacable. Y en Su vida de oración, encontramos un modelo para la nuestra.

Ver que Jesús oraba siempre, en todo lugar y circunstancia, nos enseña que la oración es una prioridad. / Foto: Lightstock

Priorizar la oración

La idea de priorizar la oración suena maravillosa, hasta que priorizar la oración significa no hacer algo que nos gustaría mucho hacer. Podemos hablar todo lo que queramos sobre priorizar la oración, pero no lo hacemos realmente a menos que dejemos de lado regularmente las prioridades secundarias, algunas de ellas urgentes, para estar a solas con Dios. La vida de nuestro Señor nos ofrece el mejor ejemplo.

A veces, Jesús priorizó la oración por encima del ministerio. Cuando Jesús oraba en la oscuridad antes del amanecer fuera de Capernaúm, podría haber estado ministrando. “Todos te buscan”, le dijeron Sus discípulos, incluso a esa hora tan temprana (Mr 1:37). Las necesidades eran reales y urgentes: los enfermos necesitaban sanidad, los descarriados necesitaban enseñanza, los perdidos necesitaban salvación. Pero primero, Jesús oró.

Priorizar la oración significa ponerla por encima incluso de lo urgente, como lo hizo Jesús. / Foto: Unsplash

A veces, Jesús priorizó la oración por encima del dormir. En la misma historia, se levantó “muy de mañana” en lugar de dormir hasta tarde, a pesar de que el ministerio del día anterior se prolongó hasta bien entrada la noche (Mr 1:32-35). En otra ocasión, “se fue al monte a orar, y pasó toda la noche en oración a Dios” (Lc 6:12). Más que Su cuerpo, Su alma necesitaba orar.

A veces, Jesús priorizaba la oración por encima de planificar o pensar. La noche de oración en Lucas 6 tuvo lugar justo antes de que Jesús “llamara a Sus discípulos y escogiera a doce de ellos” (Lc 6:13). La decisión de elegir a esos doce hombres requería una reflexión cuidadosa y discernimiento. Pero más que nada, requería una oración ferviente.

A veces, Jesús incluso priorizaba la oración por encima de las personas que estaban con Él. “Estando Jesús orando a solas, estaban con Él los discípulos” (Lc 9:18; 11:1). Como hemos visto, Jesús a menudo oraba en soledad (Lc 5:16). Pero necesitaba orar más a menudo de lo que podía alejarse. Por lo tanto, sin ignorar ni descuidar a los demás, Jesús a veces construía un lugar de oración en medio de la compañía.

A veces, Jesús priorizó la oración por encima del dormir. / Foto: Lightstock

Urgencia falsa y tiránica

Ahora bien, sin duda alguna, el ministerio, el sueño, la planificación y las personas eran prioridades para Jesús. A lo largo de los Evangelios, Él presta a las personas Su atención profunda y exclusiva. Su ministerio lleva la marca de una planificación cuidadosa (Lc 9:51). A veces duerme mientras otros están despiertos (Mr 4:38). Y en una ocasión, mientras se dirigía “solo, a un lugar desierto”, ve a multitudes necesitadas y decide orar más tarde (Mt 14:13, 23).

Probablemente, muchos días Jesús cumplía todas estas prioridades (y más) sin sacrificar ninguna. Y ese es un ideal digno por el que debemos esforzarnos. Pero la lección para nuestra vida de oración es esta: cuando las prioridades de Jesús competían entre sí, la oración no perdía. Cuando Su agenda estaba apretada, no dejaba de orar. El ministerio podía esperar, el sueño podía acortarse y otras prioridades podían pasar a un segundo plano, pero de una forma u otra, Él oraba. Incluso cuando las circunstancias le robaban Su soledad, oraba en público o se aseguraba de orar más tarde.

Jesús nos muestra que, aun entre prioridades en competencia, la oración siempre gana. / Foto: Lightstock

El ejemplo de Jesús me lleva a hacerme algunas preguntas difíciles:

  • ¿Con qué frecuencia dejo que el ajetreo, incluso lo que es bueno, justifique la falta de oración?

  • ¿Cuándo fue la última vez que puse el despertador más temprano de lo normal para asegurarme de orar?

  • ¿Con qué frecuencia interrumpo mis planes o mis reflexiones para dedicarme al acto, aparentemente improductivo, de orar?

  • Cuando me quitan mi tiempo habitual de oración, ¿con qué creatividad y desesperación busco alguna manera de seguir orando?
Lo verdaderamente urgente para Jesús era orar, y ese debe ser también nuestro estándar. / Foto: Unsplash

Muchos de nosotros, en el mundo moderno, vivimos con un sentido tiránico y a menudo falso de la urgencia. Voces fuertes dentro y fuera de nosotros nos dicen que tenemos mucho que hacer, que otras personas dependen de nosotros, que tal vez mañana tendremos más tiempo para orar. Pero si alguien tenía motivos para prestar atención a esas voces, era Jesús. Y no lo hizo. En un ministerio lleno de necesidades urgentes, oportunidades urgentes, consejos urgentes, peligros urgentes, Él trató la oración como la prioridad más urgente de todas.

¿Qué sabía Él que nosotros no sabemos?

Lo que Jesús sabía

Por encima de todo, Jesús se conocía a Sí mismo y conocía a Su Padre.

Jesús se conocía a Sí mismo. “Sin dejar de ser divino”, escribe Donald Macleod sobre el Hijo de Dios, “asumió las cualidades de la naturaleza humana: la creación, la finitud, la dependencia, la ignorancia, la mutabilidad, la encarnación e incluso la mortalidad” (The Person of Christ [La persona de Cristo], 194). Jesús oraba porque, aun siendo un hombre perfecto, necesitaba a Su Padre. Necesitaba sabiduría para tomar decisiones, fortaleza ante la tentación, discernimiento para enseñar, gozo en la tristeza y fortaleza de alma en una agonía que, de otro modo, habría sido insoportable.

¿Nos conocemos a nosotros mismos? Como seres humanos, tenemos todas las necesidades que tenía Jesús. Y como pecadores, tenemos muchas más. Entonces, ¿nos despertamos sabiendo que somos propensos a vagar sin Dios, propensos a decir palabras corrompidas, a seguir caminos necios, a desperdiciar un tiempo precioso y a creer las mentiras del diablo?

Si el Hijo perfecto necesitaba orar, cuánto más nosotros que somos débiles y pecadores. / Foto: Lightstock

Jesús también conocía a Su Padre. Lo conocía como el Dios que crea las estrellas con Su palabra, que dispersa a las naciones y envía plagas, que llena de vida los úteros moribundos y derriba ejércitos enemigos tan numerosos como la arena a la orilla del mar. Lo conocía como el Dios con un poder incomparable, una sabiduría insondable, una compasión inimaginable, una belleza sin igual y un amor inquebrantable mejor que la vida.

Y lo conocía como el Dios cuyo oído está atento. Él da cosas buenas a Sus hijos (Mt 7:11). Responde a los que le piden, abre a los que llaman y guía a los que buscan (Mt 7:7-8). Él ve en todos los lugares y oye a todas horas (Mt 6:6). Él sabe lo que necesitamos, y nos ama cuando hablamos (Mt 6:8). Y aunque no entendamos Sus tiempos, Él no tarda en cumplir lo que promete (Lc 18:7).

Si lo conocemos, ¿qué ocupación puede apartarnos de Él? ¿Y qué urgencia puede hablar más fuerte que Su invitación a acercarnos?

Las maravillas que ha logrado la oración

En un mundo de eficiencia autosuficiente y sin Dios, ¡cuántas maravillas ha logrado la oración! Por medio de la oración, unos pocos panes y peces alimentaron a cinco mil (Mt 14:19), Lázaro salió del reino de los muertos (Jn 11:41-42), y el dolor se convirtió en un santuario de comunión con Dios (Mt 14:12-13, 23), la fe de Pedro no decayó (Lc 21:32), las palabras de perdón brotaron de la cruz (Lc 23:34), la copa de la agonía fue vaciada (Mt 26:42) y los discípulos frágiles y débiles fueron cuidados (Jn 17:11).

Dios quiere que corramos, construyamos y trabajemos en este mundo, pero no sin orar. Jesús lo sabía muy bien. Por eso, aunque estaba ocupado, buscado, necesitado y agobiado por un mundo de responsabilidades urgentes, Jesús oraba. ¿Lo haremos nosotros?


Publicado originalmente en Desiring God.

Scott Hubbard

Scott Hubbard es profesor y editor jefe de Desiring God, pastor de la iglesia All Peoples Church y graduado por el Bethlehem College and Seminary. Vive con su esposa, Bethany, y sus tres hijos en Minneapolis.

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