La vida cristiana es gloriosa y al mismo tiempo, mundana, radical, ordinaria, grande y pequeña. «La vida cristiana es algo magnífico, una de las cosas más gloriosas en la tierra», escribe el pastor Horacio Bonar en el siglo XIX. Y sin embargo, continúa diciendo, está «hecha de pequeñas cosas cotidianas» (God’s Way of Holiness, 127,). Una gran cosa hecha de pequeñas cosas diarias. Así es la vida cristiana. Y así es la búsqueda de la santidad. Consideremos, por ejemplo, las cartas del apóstol Pablo a los Efesios y a los Colosenses. En la primera mitad de estas cartas, Pablo transita por las glorias del evangelio como si fuera por la cima de una montaña. Él canta sobre grandes cosas: de Cristo crucificado, los pecados perdonados, los enemigos adoptados, los demonios derrotados. Y luego de eso, desciende de estas grandes alturas y entra en el reino de las pequeñas cosas: el trabajo, el compañerismo, las conversaciones, y el manejo del tiempo. Y en ambas cartas, pasa la mayor parte de su tiempo en uno de los lugares más pequeños de todos: el hogar cristiano promedio (Ef 5:22-6:9; Col 3:18-4:1). En otras palabras, Pablo se traslada de la cruz a la mesa de la cocina, de la tumba vacía a la sala de estar. Aquí abajo, en las relaciones entre marido y mujer, padre e hijo, junto con todas sus habituales contrariedades y frustraciones, la santidad vive, respira y crece.
El verdadero tú
Si pensamos por un momento en nuestros hogares, veremos por qué Pablo centra tanta atención en ellos. A pesar de su pequeñez, el hogar revela grandes cosas sobre nosotros. Si quieres tener la imagen más completa y precisa de una persona, no lo observes en el trabajo, en público o incluso en la iglesia, ve a su casa con él y mira cómo se comporta allí. En ningún otro lugar el corazón se desborda con tanta facilidad; en ningún otro lugar el hombre interior, tan a menudo oculto en público, muestra su verdadero rostro. Un marido puede hablar con perfecta cortesía en el trabajo, pero con dureza en la mesa del desayuno (Col 3:19). Una esposa puede respetar a su marido en su grupo pequeño, y sin embargo asaltarlo con agresividad cuando vuelve a casa del trabajo (Ef 5:33). Los padres pueden disciplinar pacientemente a sus hijos en el pasillo de la iglesia, pero los provocan cuando se cierra la puerta del garaje (Ef 6:4). ¿Y cuál de estos momentos representa a la verdadera persona? Sin duda, el último. Somos lo que somos en nuestro momento más desprevenido. «De ahí el antiguo proverbio, ‘Ven a vivir conmigo y me conocerás’» El Señor Jesús murió por algo más que la santidad pública. Murió por una santidad que se extiende al patio trasero y a los dormitorios, al sótano y a las habitaciones de nuestros hijos. Murió por una santidad que nos acompaña hasta el hogar.
Los hogares dentro de la casa de Dios
Sin embargo, la santidad que cultivamos en casa también forma parte de algo mucho más grande que el hogar. El hogar cristiano de padre, madre e hijos no es una unidad social aislada, sino más bien una parte de la más amplia «casa de Dios» (1 Tim 3:15; 5:4). Y nuestra capacidad de contribuir a la santidad de la casa de Dios depende de la santidad de la nuestra. En la casa que Dios está construyendo, las habitaciones están amuebladas con paz, los pasillos están revestidos con amor fraternal, las paredes brillan con el respeto de la esposa, y los cimientos se apoyan en el sacrificio del esposo (Ef 2:17-19; 5:1-2, 22-33). Dios quiere que tomemos ese plano, lo pongamos sobre nuestras casas y, por su gracia, comencemos a construir. Por lo tanto, antes de que un hombre esté calificado para ser padre en la casa de Dios, debe administrar bien su propia casa (1 Tim 3:4). Antes de que una mujer mayor esté lista para que enseñe a las jóvenes a que amen a sus maridos (Tit 2:4), debe aprender ella misma ese noble arte. La santidad en el hogar es el prerrequisito para la utilidad fuera del hogar. Si estamos casados, nuestro primer y más significativo ministerio no es ser un pastor, líder de un grupo pequeño, misionero, evangelista o discipulador, sino ser un esposo o esposa santo, un padre o madre santo. Si no estamos casados, entonces uno de nuestros ministerios más significativos es ser un compañero de cuarto santo en casa y un hermano o hermana santo en el hogar de Dios, sabiendo que también nos estamos preparando para el matrimonio y la paternidad, si Dios quiere.
Nuestra larga y antigua guerra
Dada la importancia del hogar en los planes de Dios para el mundo, no debería sorprendernos que nuestros esfuerzos por ser santos en el hogar tengan una oposición frecuente. Lo reconozcamos o no, nuestros hogares son parte de una larga y antigua guerra. El primer asalto del diablo a la humanidad destrozó la estructura de la familia, poniendo a Adán contra Eva y a Eva contra Adán (Gn 3:7,12). El pecado sumió a nuestros primeros padres en una maldición que, aparte de la gracia, continúa pesando mucho en nuestros hogares. «Tu deseo será para tu marido» es tan cierto para las mujeres de hoy como lo fue para la primera (Gn 3:16). Mientras tanto, nuestro moderno Adán regresa a casa desde el campo lleno de cardos, tentado a hacer todo tipo de cosas en lugar de sacrificar su comodidad personal para el mayor bien de sus familias (Gn 3:17-19). Al este del Edén, cada hogar es un campo de batalla. De hecho, directamente después de que Pablo da instrucciones para los hogares cristianos, recuerda a los Efesios que «nuestra lucha no es contra sangre y carne» (Ef 6:12). La batalla espiritual que Pablo describe en Efesios 6:10-20 tiene lugar, en parte, en la esfera de Efesios 5:22-6:9: la esfera del hogar. En cada momento, el diablo trabajará para que los maridos sean apáticos o abusivos, las esposas controlen o se acobarden, los hijos sean pródigos o hermanos fariseos. Por esta razón, cuando disciplinamos a nuestros hijos no luchamos contra carne y sangre. Tampoco cuando estamos en desacuerdo con nuestro cónyuge, o cuando sentimos que nuestro egoísmo se eleva, y tampoco cuando luchamos para hacer tiempo para el culto familiar. No es de extrañar que un viejo amigo mío, de camino a casa desde el trabajo, se estacionara a unas calles de distancia antes de entrar por la puerta, y orara para que Dios le hiciera el hombre que necesitaba ser.
Los principados en la sala de estar
Por supuesto, la batalla que comienza en casa no vendrá con el sonido de una trompeta y el grito de los ejércitos. Las flechas de Satanás, a pesar de su furia ardiente, nunca son tan obvias. Lo más probable es que la batalla comience en los momentos más mundanos, por la más pequeña de las molestias o la más tediosa de las frustraciones. Nuestros hogares se volverán santos como los de Dios, o diabólicos como los de Satanás, momento a momento, tentación a tentación. La gran batalla se ganará, o se perderá, en las pequeñas cosas de cada día. Un marido, por ejemplo, puede enfrentar la batalla cuando se haya acomodado en su sillón después de un día agotador en el trabajo, y cuando tiene un tiempo para relajarse, escucha una voz al final del pasillo: «Querido… ¿Puedes ayudarme?» ¿Qué va a hacer? ¿Fingirá que no escucha? ¿Ocultará el revoleo de sus ojos a dos habitaciones de distancia? ¿Dirá: «¡Un momento!» mientras que «un momento» se transforma en cinco minutos? ¿Hará una gran demostración de lástima, y se preguntará qué hizo para merecer tal tratamiento? ¿Saldrá a las patadas por el pasillo, haciendo saber a sus seres queridos que está dispuesto a ayudar, pero que no está contento con ello? ¿O escuchará en la voz de su esposa la voz de su Salvador, pidiéndole que siga sus pasos? La forma en que manejamos momentos como estos, día tras día y año tras año, determina el tipo de hogares que tenemos.
Lo mundano en la cima de la montaña
¿Dónde encontraremos la fuerza diaria para pequeños momentos como estos? En parte, al recordar que no son tan pequeños después de todo. En un sermón de Martín Lutero sobre el matrimonio, menciona lo propensos que somos a escuchar a «esa inteligente ramera, nuestra razón natural», que nos enseña a mirar los deberes del hogar y decir, “Ay, ¿debo acunar al bebé, lavar sus pañales, hacer su cama, oler su hedor, pasar las noches con él, cuidarlo cuando llora, curar sus sarpullidos y llagas, y encima cuidar de mi esposa, proveerle, trabajar en mi oficio, cuidar de esto y cuidar de aquello, hacer esto y hacer lo otro, soportar esto y soportar aquello, y todo lo demás que implica la amargura y la monotonía de la vida matrimonial?” Lutero entonces pregunta, «¿Qué contesta la fe cristiana a esto?» Abre los ojos, mira en el Espíritu todos estos deberes insignificantes, desagradables y despreciados, y entiende que todos están adornados con la aprobación divina como con el oro y las joyas más costosas. Nuestro Señor Jesús tiene ojos para los más pequeños deberes que realizamos en el Espíritu. «Sabiendo que cualquier cosa buena que cada uno haga, esto recibirá del Señor», recuerda Pablo a los siervos cristianos (Ef 6:8). Cualquier cosa buena es un paraguas amplio, lo suficiente como para adornar incluso pañales y platos con la aprobación divina, con el oro y las joyas más costosas. Entonces no es del todo exacto decir que Pablo desciende de las cumbres de la gloria de Cristo y entra en nuestros hogares mundanos. En cambio, eleva nuestros hogares a las cimas de las montañas, donde brilla realmente la gloria de Dios.