La imagen corporal y el Niño Jesús

Viendo un amor más profundo en las cicatrices y en la flacidez del cuerpo.
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Antes de quedar embarazada de mi tercer hijo, me preocupaba acerca de mi imagen corporal. ¿Podré perder el peso del embarazo por tercera vez? ¿Tendré más flacidez? ¿Más estrías y cicatrices? Mi cuerpo postparto no está a la altura de las imágenes de las redes sociales o las del pasillo de revistas. La presión cultural y social a nuestro alrededor es fuerte sobre nuestros cuerpos, especialmente para las mujeres. La gordura está estigmatizada, los músculos deberían ser tonificados, y deberíamos tener el cuerpo listo para la playa en el verano. Si la opinión de nuestros cuerpos se reduce a sólo una escala numérica y a una cierta “apariencia en forma”, entonces nos estamos perdiendo el diseño de Dios para nuestros cuerpos. Dios declara que nuestros cuerpos son buenos. Son templo del Espíritu Santo que él compró a un precio alto (1 Co. 6:19-20). Dado que nuestros cuerpos son buenos y no son nuestros, somos llamados a estimarlos, cuidarlos y usarlos para el servicio y sacrificio (Ro. 12:1). Aunque me siento tentada a creer lo contrario cuando me miro en el espejo, mi cuerpo embarazado es bueno, como también lo es mi cuerpo postparto. Las cicatrices y la piel flácida son las marcas que llevo en mi cuerpo para el servicio de los demás, como cuando Jesús les mostró a los discípulos las cicatrices de los clavos en sus manos. Fue bueno para él sacrificar su cuerpo por mí, y es bueno para mí sacrificar mi cuerpo por los demás.

Rey de Reyes, sin embargo, nacido de María

Antes de las manos heridas por los clavos, alguien tuvo que aceptar ofrecer voluntariamente su propio cuerpo para dar a luz al Salvador. Cuando la virgen María tuvo un encuentro con el ángel Gabriel y se sometió al llamado para su vida, no sólo estaba sacrificando su reputación y estatus social, sino también su cuerpo (Lc. 1:26-38). Estaba aceptando llevar a un bebé que no había pedido, y Dios mismo estaba dispuesto a crecer dentro de su cuerpo. El cuerpo de María fue usado por Dios para sus propósitos. Para que Dios habitara un cuerpo humano, él lo desarrolló dentro del vientre de María. Aquel que es espíritu, se encarnó por la eternidad. Como C. S. Lewis dice en Mero Cristianismo: “sugiero que es realmente una verdad eterna acerca de Dios el que la naturaleza humana, y la experiencia humana de debilidad y sueño e ignorancia, están de alguna manera incluidas en la totalidad de su vida divina”. Jesús tuvo que ser semejante a nosotros en todo (He. 2:17). Su cuerpo no es insignificante.

El cuerpo de Jesús fue partido

Su cuerpo nació del canal de parto y a medida que fue creciendo, María lo alimentó con su propio cuerpo. Luego Jesús fue capaz de cuidarse a sí mismo y nutrir su cuerpo por sí solo. Dormía, descansaba, comía bien y trabajaba duro en el trabajo manual y en el ministerio. Ministraba, no sólo las almas de las personas, sino también sus cuerpos a través de sanidades y milagros. Alimentaba las mentes y los corazones de las personas, como así también sus cuerpos (Mt. 14:13-21). Entonces, como culminación del servicio físico a Dios y a los demás, el cuerpo de Jesús fue sacrificado. Su cuerpo fue roto en un madero, así como cuando él partió el pan a la mitad con sus discípulos (Lc. 22:19). Él les dijo que iba a romper su cuerpo por ellos, y mientras les servía el vino, les dijo que derramaría su sangre por ellos (Mt. 26:27-28). El himno Let All Mortal Flesh Keep Silence [Lo mortal esté en silencio] describe el nacimiento de Cristo, que da como resultado la entrega de su cuerpo y su sangre por nuestro eterno sustento:   Rey de reyes que en lo antiguo Vino al mundo a morar Y en humana vestidura, Sí, de carne y sangre, a andar, Ha de darse a los fieles, A sí mismo por manjar.   Jesús fue el sacrificio perfecto, porque tenía un alma pura, pero también porque tenía un cuerpo. Su sangre se derramaría como la sangre untada por todo el Sumo Sacerdote en el tabernáculo. Su cuerpo se partiría y moriría como el carnero que fue dado a Abraham a cambio de la vida de su hijo (Gn. 22:9-14). Su cuerpo se desarrolló en el cuerpo de una mujer para que fuese molido por nosotros.

Cicatrizado para la gloria de Dios

Es por eso que su cuerpo no es insignificante, y es por eso que mi cuerpo no es insignificante incluso al estar hinchado por el embarazo y flácido en el postparto. Su cuerpo no es insignificante porque él nos llama a recordarlo en la Cena del Señor. Con un trozo de pan y un vaso de jugo, recordamos su cuerpo sacrificado por nosotros. Y él todavía lleva las cicatrices corporales de su sacrificio y servicio, incluso en su cuerpo resucitado. Charles Spurgeon imagina a los ángeles en el cielo maravillándose de las cicatrices de Cristo: se les permitió contemplar en el cielo al Hombre que sufrió, y pudieron ver las heridas que fueron producidas en su cuerpo por sus sufrimientos. Puedo imaginar fácilmente que esto les haría elevar sus canciones, prolongaría sus gritos de triunfo y les haría adorarlo con un éxtasis de asombro, como nunca antes habían sentido. Y no dudo que cada vez que miran sus manos, y contemplan al Hombre crucificado exaltado a la diestra de su Padre, están nuevamente envueltos en asombro, y de nuevo tocan gozosos sus arpas al pensar en lo que habrá sufrido Aquel que lleva las cicatrices de sus duras batallas. Si las cicatrices de Cristo tienen significado, quizás mis cicatrices también lo tienen en nombre de otra vida. Dios puede ser exaltado en mi cuerpo embarazado y en mi cuerpo postparto (Fil. 1:20). Al recordar el cuerpo y la sangre de Cristo, hago memoria de que él rescató mi cuerpo, al igual que mi alma, para pertenecerle por siempre. Esta es la razón por la que ofrezco mi cuerpo a él (Ro. 12:1) al llevar otro cuerpo en mi vientre. Ambos somos creados de una forma formidable y maravillosa. Renuncio a mi cuerpo para que mi futura hija pueda ser tejida en mi vientre por Dios mismo. Dios es exaltado en este cuerpo y lo mantendrá sin mancha hasta que él regrese nuevamente (1 Ts. 5:23) para darme un cuerpo aún más glorioso en la resurrección de los muertos (1 Co. 15:42-44). Artículo publicado por Desiring God | Traducido por Mery Cook

Liz Wann

Liz Wann vive en Filadelfia con su esposo y dos pequeños niños. Es una colaboradora regular para el Blog de DesiringGod.org.

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