“Di, Bruto, ¿puedes verte el rostro?”. Casio, uno de los villanos en el “Julio César” de Shakespeare, es ambicioso. Ve a Julio César ascendiendo al poder, y lo odia. Sin embargo, sabe, al igual que Scar en “El Rey León” que, si quiere hacer caer a César, debe ganarse poderosos aliados. Bruto, un noble hombre de guerra, es un gran hombre. Casio se acerca lentamente a Bruto mientras Bruto está en un gran conflicto consigo mismo (quizá luchando con una preocupación similar por el ascenso de César). Escucha otra vez su pregunta: Di, Bruto, ¿puedes verte la cara? Casio le pregunta a Bruto si puede verse a sí mismo. En otras palabras, le pregunta si puede conocerse a sí mismo adecuadamente —verse tal como es— sin la ayuda de otro. No, Casio —responde Bruto. No se pueden ver mis ojos si otro objeto no logra reflejarlos. Al igual que el ojo que no se puede ver a sí mismo —responde Bruto—, tampoco él puede conocerse a sí mismo. Debe mirar su reflejo en algún espejo. Casio, para reclutar el caballero que necesita para poner en jaque al potencial rey, se ofrece a ser ese espejo para Bruto. De forma halagadora, refleja a un Bruto majestuoso, un Bruto regio. Un Bruto que es tan grande como César (si no más grande). Un Bruto que la gente desearía que estuviera a cargo.
¿Quién te muestra tu rostro?
Shakespeare nos deja esta pregunta perceptiva que ahora dirijo a ti: Dime, buen lector, ¿puedes verte el rostro? ¿A quién miras para verte a ti mismo? ¿La opinión de quién define tu identidad? Si tú has sido como yo, tal vez confías en muchos espejos. ¿Será que este grupo cree que soy divertido para estar con ellos? ¿Será que mi esposa cree que soy deseable? ¿Será que este pastor o grupo pequeño me respetan? ¿Será que estas personas creen que soy inteligente, o aquellas personas que soy divertido? ¿Será que a este grupo le gusta cómo escribo? ¿Será que él piensa que hablo demasiado? Si no soy cuidadoso, me veo a mí mismo reflejado en una variedad de espejos. En este luzco bajo y regordete. En aquel otro luzco alto y delgado. En este tengo una cabeza inflada, en el otro, pies enormes. En el que está por allí, luzco “muy cristiano”. En este aquí parezco perfecto —al menos por ahora. Muy a menudo vivimos de espejo en espejo, siempre mirando al rostro de los demás para ver el nuestro. Existimos, vivimos y nos movemos en búsqueda de ciertas personas que nos aprueben. ¿No es maravilloso, entonces, que hubo alguien que caminó entre nosotros a quien no le importaban los espejos humanos? Uno de quien incluso Sus enemigos tuvieron que admitir: “Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con verdad, y no buscas el favor de nadie, porque [no miras los rostros de los hombres] (Mt. 22:16).
Nada más que la verdad
Los fariseos, en el espíritu de Casio, dijeron esto para manipular a Jesús. Su intención era hacerlo enredar. Lo querían fuera de su camino, de modo que organizaron una reunión para charlar sobre cómo ponerle una trampa y que cayera por sus propias palabras. Esta introducción, que halagaba a Jesús por no interesarse por los rostros de los demás, era un señuelo. Para que su plan funcionara, necesitaban que Él siguiera haciendo lo que había estado haciendo: hablar sinceramente sin importar las consecuencias. No podría volver atrás ahora, o no caería en la trampa. Ellos necesitan que Él responda; creen que le han hecho a Jesús una pregunta que no puede responder sin hacerse daño. De modo que dicen, en efecto: Maestro, sabemos que eres verdadero y que hablas a la manera de Dios sinceramente y que no temes a ningún hombre. Sabemos que nos dirás exactamente cómo es — que hablas claramente la verdad, solo la verdad y nada más que la verdad — venga lo que venga. Ellos hablan la verdad de Jesús falsamente. Sin embargo, hablan sinceramente acerca de Él. Matthew Henry comenta: “En su juicio evangélico, no conoció rostros; aquel león de la tribu de Judá, no se volvió atrás por ninguno (Pro. 30:30). No se alejó un paso de la verdad, ni de su obra por temor del más formidable. Reprobó con equidad (Is. 11:40) y nunca con parcialidad”. No se arrepintió de declarar todo el consejo de Dios. Habló la verdad tal como era. Ningún rostro lo manipulaba, ninguna apariencia lo perjudicaba contra la verdad. Él es la verdad.
Amigo o enemigo
Llegamos a apreciar más completamente la imparcialidad de nuestro Maestro cuando consideramos los varios grupos a los cuales impartió con la verdad desnuda. Él habló claramente a Sus enemigos y a los pecadores. Vio los rostros de los altos sacerdotes y fariseos, los rostros de los cobradores de impuestos y prostitutas, los rostros de grandes multitudes y, les enseñó directamente el camino de la fe y el camino del arrepentimiento. Él “fue allí” con la mujer en el pozo, preocupándose por su sórdida historia con las relaciones. A los poderosos escribas y fariseos les pronunció: “¡Ay de vosotros!”. Lo que es de igual manera admirable (y a veces más difícil) es que vivió sin indebido cuidado incluso hacia los rostros de su propia familia y amigos, por nada alterando Su mensaje. A los 12 años causó gran preocupación en Sus padres al quedarse en el templo tres días, solo para que cuando encontrado preguntara: ¿Por qué me buscaban? ¿Acaso no sabían que me era necesario estar en la casa de Mi Padre? (Lc. 2.49). Él nota la pequeña fe de los discípulos y luego confronta memorablemente a Pedro, ese apóstol que era una gran roca, diciendo: ¡Quítate de delante de Mí, Satanás! (Mr. 8:33). Él no recibió Su identidad del hombre y de esa manera pudo perfectamente amar a los hombres con la verdad. Libre del temor al hombre o el deseo por aprobación, no hizo campañas por votos humanos, pero maravilló a multitudes como uno que habla con autoridad, como uno sin necesidad de su aplauso y apoyo.
El rostro del Rey
Así que dime, Cristiano, ¿puedes ver tu rostro? En lugar de mirar alrededor para ver tu reflejo en rostros alrededor tuyo, mira al hermoso rostro de Dios en el rostro de Su único hijo Jesucristo. Mirar a Su rostro libra del temor al hombre. Si Él aprueba, deja que todo el mundo condene. Para ilustrar cómo mirar a este rostro exaltado puede extinguir el miedo de esclavitud de cualquier otro rosto terrenal, considera de cerca una historia compartida recientemente por Michael Reeves en la conferencia Ligonier acerca de Hugh Latimer (1487-1555). Latimer, un obispo inglés, una vez predicó ante el terrible rey Enrique VIII, un hombre fácilmente irritable, con muchas esposas y amantes. Spurgeon describió la escena de esta manera: Era la costumbre del predicador de la corte dar algún presente al rey, y Latimer obsequió al rey un pañuelo de bolsillo con un texto en la esquina: “a los inmorales y a los adúlteros los juzgará Dios” (Heb. 13:4); un texto muy apropiado para Enrique. Luego predicó un sermón ante su excelentísima majestad en contra de pecados de lascivia, y entregó el mensaje con tremenda fuerza sin olvidar o resumir la aplicación personal. Al rey, como se puede esperar, no le agradó. Le dijo a Latimer que predicaría el siguiente domingo y se disculparía con él públicamente. Latimer le dió las gracias y se fue. El próximo domingo llegó, Latimer subió al púlpito y dijo estas inolvidables palabras: “Hugh Latimer [refiriéndose a sí mismo en tercera persona] hoy vas a predicar ante el alto y poderoso príncipe Enrique, rey de Gran Bretaña y Francia. Si dices una sola palabra que no le agrade a su majestad, él te cortará la cabeza; por lo tanto, fíjate en lo que estás haciendo”. Pero luego dijo: “Hugh Latimer, estás en este día para predicar ante el Señor Dios Todopoderoso, quien puede arrojar el cuerpo y el alma en el infierno; por lo tanto, dile la verdad completa al rey” (Godly fear and Its Godly Consequences [El temor piadoso y sus consecuencias piadosas], 237). El rostro más premonitorio entre los hombres miraba a Latimer de manera amenazante e intentaba hacer que se hiciera responsable de lo que había dicho. Pero Latimer miró por sobre el hombre, en cuyas fosas nasales había aliento y consideró el rostro de Cristo, el Señor del cielo y de la tierra. Tomó el riesgo, no jugaría con el mensaje de su Maestro. Él no se iba a preocupar meramente por un rostro humano, incluso siendo el rostro de su rey terrenal, si ese rostro le impidiera mirar el rostro del Rey del cielo. Y, aunque nuestros momentos puedan ser (mucho) menos dramáticos y amenazantes, aún necesitamos ese coraje que exalta a Cristo y que surge de un corazón como de león. ¿A quién le importa lo que el mundo piensa? Los rostros no nos muestran a nosotros mismos; pero Cristo sí lo hace. Cristo nos llama a mirar Su rostro, a oír Su Palabra y a escuchar a Su pueblo para entender quién somos en Él. Y mientras oímos lo que Él nos habla, los rostros meramente humanos pierden su poder sobre nosotros. Hablamos sincera y libremente porque nosotros, como Cristo, no recibimos gloria del hombre. Este artículo se publicó originalmente en Desiring God.