“Los sacrificios de Dios son el espíritu contrito; al corazón contrito y humillado, oh Dios, no despreciarás” (Sal. 51:17). Todavía puedo recordar el momento con claridad. En una conferencia cristiana, un amigo con el que había estado estudiando la Biblia ese semestre compartió con nuestro grupo que estaba listo para seguir a Jesús. Rompió a llorar. Nosotros éramos jugadores de fútbol. No llorábamos. Sinceramente, no podía creerlo. No sólo aceptó mi invitación para asistir a la conferencia, sino que incluso se arrepintió de su pecado y creyó en Cristo para el perdón de su pecado. Observé cómo sucedía todo esto con absoluto asombro. Después, le conté al ministro del campus sobre lo increíble que había sido la conversión de mi amigo. El ministro, un hombre mayor, me dijo que había sido testigo de muchas conversiones de este tipo, y que no todas habían durado. En aquel momento, no tenía la experiencia para entender lo que decía. Él no había visto lo que yo vi. Mi amigo dijo: “Quiero seguir a Jesús”, con tanta claridad; sin duda sintió de manera profunda algunas verdades; luego cantó los himnos con tanta dulzura, unido a la multitud. Pero el tiempo demostró que el arrepentimiento no era parte de su alabanza. Las palabras, las lágrimas y la nueva felicidad pronto lo llevaron a una encrucijada. Pero, para él, una relación pecaminosa que tenía con una chica resultó muy difícil de abandonar, así que dejó a Jesús. El fruto de un arrepentimiento duradero Si la conversión de alguien a Dios es verdadera, le seguirá el arrepentimiento de por vida. La boca de alguien no nacido de nuevo puede decir cosas verdaderas por un tiempo. Los ojos no cambiados pueden llorar. Una lengua muerta puede cantar canciones de adoración por una temporada. Pero al final, alejarse de Cristo, arrepentirse de Él. Se puede demostrar que todo eso era falso. Esto es lo que el ministro había visto una y otra vez. Fue testigo de cómo la semilla caía en suelo pedregoso: alguien que recibía la palabra “con alegría”, pero que, al no tener raíz, al final se perdía (Mt. 13:20-21). Aunque parecían experimentar la transformación del Espíritu y la comunión con otros creyentes, finalmente “no eran de nosotros, porque si hubieran sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros” (1 Jn. 2:19). Y el dolor de ver cómo nos dejan puede ser insoportable. El verdadero arrepentimiento es, pues, para toda la vida. Martín Lutero, en la primera de sus noventa y cinco tesis, comenzó diciendo: “Cuando nuestro Señor y Maestro Jesucristo dijo: ‘Arrepentíos’, quiso que toda la vida de los creyentes fuera de arrepentimiento”. Lutero está captando lo que las Escrituras atestiguan, por ejemplo, cuando Juan el Bautista instruye: “Dad frutos dignos de arrepentimiento” (Mt. 3:8). La pena de nuestros corazones por nuestros pecados, los suspiros y gemidos a causa de la corrupción remanente, nuestro alejamiento del pecado y la mirada hacia Cristo nos seguirán hasta la tumba, si somos sinceros. Los santos siguen pecando Ahora bien, no hay que malinterpretar: Los cristianos pecan, y a veces pecan gravemente. Pero no hacen del pecado un estilo de vida. Es imposible hacerlo. “Ninguno que es nacido de Dios practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios” (1 Jn. 3:9). Los que tienen el Espíritu se arrepienten del pecado y se apartan de él, alentados por la disciplina amorosa del Padre. El arrepentimiento, aprendemos en las Escrituras, no es averiguar la contraseña secreta para entrar en el cielo. No comenzamos una relación inmoral, nos enfrentamos a nuestro pecado y continuamos en esa relación inmoral. Confesamos nuestra maldad ante Dios, entendemos cómo hemos pecado contra Él, y en oración arrojamos el pecado al fuego, como Pablo arrojó la víbora venenosa atada a su mano en la isla de Patmos (Hch. 28:3). ¿Vives una vida de arrepentimiento? ¿Continuas en una verdadera contrición por el pecado, acompañada de un sincero impulso a renunciar a ese pecado? ¿Vives preguntándote cómo pudiste ofender tanto a tu amigo más querido, entristecer a Su Espíritu, que mora en ti, y deshonrar a tu Padre celestial? ¿Te preguntas, cómo has podido consentir el pecado del que Cristo te redimió al morir? La contrición acerca a Dios Si has persistido en el arrepentimiento, no olvides que tu Dios no desprecia este quebrantamiento: “Los sacrificios de Dios son el espíritu contrito; al corazón contrito y humillado, oh Dios, no despreciarás” (Sal. 51:17). Él no permanece en el cielo con el brazo cruzado y el ceño fruncido. La contrición lo acerca. Como en el caso del hijo pródigo, no necesitamos llevar nuestras meras promesas de hacerlo mejor la próxima vez; llevamos las rodillas dobladas y el corazón humillado. Le pedimos que limpie nuestro pecado y nos colme de una nueva misericordia que brota de la cruz de Su amado Hijo, quien murió para quitar nuestra maldad. Esta es una parte inamovible de nuestra adoración a Dios: estar de acuerdo con Él en que nuestro pecado es horrible, que merecemos Su castigo, pero que Cristo murió por nuestro perdón, y nos dio Su Espíritu para darle muerte al pecado. Nos comprometemos a alejarnos de él, sí, pero sólo con la fuerza, el perdón y la aceptación que Él nos proporciona a través de la gracia. Luego de haber visto a más hombres alejarse tras el pecado, habiendo sido testigo de las mismas dolorosas experiencias que el ministro vio, les ruego: Continúen ofreciendo a Dios esta más verdadera, profunda y dulce alabanza: “Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que tiempos de refrigerio vengan de la presencia del Señor” (Hch. 3:19).


Este artículo se publicó originalmente en inglés en The sweet grief of repentance.

Greg Morse

Greg Morse es escritor del personal de desiringGod.org y se graduó de Bethlehem College & Seminary. Él y su esposa, Abigail, viven en St. Paul.

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