Destrucción de Jerusalén

Nota del editor: este artículo es parte de la serie titulada 10 eventos clave en la historia del cristianismo


  Nuestro propósito con esta serie es ayudar a nuestros lectores a conectar su fe con más de 2000 años de historia del cristianismo. ¡Que sea de edificación al ver la mano de Dios obrando en Su historia! Dedicamos esta serie a nuestro hermano Paulo Arieu, uno de los escritores de la serie, quien se adelantó a la presencia de Cristo después de escribir estos artículos. Jerusalén es una ciudad sagrada tanto para judíos y cristianos como para musulmanes. Ha sido un gran centro religioso desde el tiempo en que David estableció allí su capital alrededor del año 1000 a.C. Probablemente fue un importante lugar de adoración cananea por 800 años antes de David. Abraham adoró a Dios allí y pagó los diezmos a Melquisedec (Gn. 14:18-20). Excavaciones arqueológicas del año 1961 demuestran que en el 1800 a.C., la ciudad tenía murallas que llegaban hasta la falda oriental de la colina sudoriental y se extendían tanto como la ciudad del rey David y demuestran que Jerusalén había sido un centro religioso. Y durante los tiempos bíblicos llegó a ser la ciudad principal de Israel. Jerusalén es la ciudad más importante sobre la faz de la tierra en relación con la obra de Dios y, a través de la cual, el Señor ha mostrado Su redención al mundo. Era la ciudad real, la capital del único reino que Dios ha establecido sobre la tierra. Plinio, un historiador romano del primer siglo, se refirió a Jerusalén como la ciudad más famosa del antiguo oriente.[1] Alrededor del año 66 d.C. se inició una guerra de los judíos en Palestina contra el Imperio Romano que finalizó con la destrucción casi total de Jerusalén. El general al mando del ejército romano fue Tito, hijo del general Vespasiano. Este trágico acontecimiento marca el fin de los servicios del templo de Herodes y de los sacrificios judíos. Además provocó la dispersión de la comunidad cristiana en Jerusalén. Siguiendo las instrucciones del Señor Jesús (Mt. 24; Mr. 13; Lc. 21:7-37), muchos de Sus fieles seguidores huyeron de la ciudad y permanecieron lejos de los acontecimientos y se salvaron del sufrimiento terrible que sobrevino. La destrucción de la ciudad de Jerusalén fue relatada por Flavio Josefo. Su obra más antigua titulada La guerra de los judíos, es una narración de la historia judía desde la conquista de Jerusalén por Antíoco Epífanes (siglo II a.C.) hasta la revuelta del año 67 d.C. En ese año, el emperador Nerón envió al general Vespasiano para sofocar la rebelión de la población judía. Él venció a los judíos en Galilea e hizo prisionero a un joven llamado José ben Matías, quien supo ganarse el favor de Vespasiano; este joven se convirtió en el acompañante del general en todas sus campañas victoriosas por Palestina. Cuando Vespasiano entró en Roma como emperador, llevó consigo a José ben Matías, le concedió la ciudadanía romana y lo nombró historiador oficial del imperio. Ahora se llamaba Flavio Josefo. Josefo escribió un libro con la intención de dar a conocer al mundo grecorromano la historia de su pueblo hasta entonces casi ignorada. Este libro es considerado hasta hoy una de las fuentes bibliográficas esenciales para comprender la época primitiva de Israel. La guerra terminó en el año 73 d.C. Según comenta Flavio Josefo “en esta guerra no se han visto hombres más audaces y más terribles que éstos”.[2] Como señala el instituto National Geographic: «Josefo, que entró en la ciudad como embajador del general romano, testimonia los devastadores efectos de esta estrategia: los tejados estaban llenos de mujeres y de niños deshechos, y las calles de ancianos muertos. Los niños y los jóvenes vagaban hinchados, como fantasmas, por las plazas y se desplomaban allí donde el dolor se apoderaba de ellos […] Un profundo silencio y una noche llena de muerte se extendió por la ciudad. Judea quedó casi arrasada. La inmensa mayoría fueron vendidos como esclavos; unos pocos se destinaron a combates de gladiadores; otros, a las minas de Egipto, y los menos volvieron a su vida normal en un territorio arruinado. En verdad, como sostenía el propio Josefo, el dios de los judíos se había puesto del lado de Roma».[3] Pasaron tan solo treinta y tres años desde que Jesús pronunció la profecía acerca de Jerusalén y su templo que fue registrada en los Evangelios (Mr. 13:14-20; Lc. 21:20-22). La destrucción de la ciudad, después de un sitio de 143 días por el ejército romano bajo el liderazgo de Tito, aunque predicho en los Evangelios, no está registrada en ninguna otra parte del Nuevo Testamento. Cuando estalló la revuelta contra los romanos, en el año 66 d.C., la comunidad cristiana de Jerusalén huyó a la ciudad de Pella,[4] la cual se convirtió en un importante centro cristiano en los años siguientes, evitando de este modo todo el sufrimiento que vendría. Los judíos fueron expulsados de su ciudad sagrada y quedaron sin templo ni sacerdotes que dirigieran su culto. A partir de ese momento se dedicarían tan solo al cumplimiento de la Ley, la oración y las reuniones de la sinagoga bajo la guía de los rabinos. Pero una nueva rebelión en Israel, durante el gobierno del emperador Adriano (131-135 d.C.), los enviaría finalmente al exilio. El 14 de mayo de 1948, el estado de Israel volvió a declararse nación.

¿Qué implicaciones actuales tiene este evento?

Primero, este evento nos confirma que la Palabra de Dios se cumple. Jesús profetizó la destrucción del templo de Jerusalén con las siguientes palabras: «no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derribada» (Mt. 24:1-2; ver también Mr. 13:1-2 y Lc. 21:5-6). También es bueno recordar que esta destrucción había sido profetizada por el profeta Daniel (Dn. 9:20-27). Segundo, este evento nos confirma el castigo de Dios sobre una nación rebelde. Debemos recordar que cuando Pilato pretendió liberar a Jesús de su muerte en la cruz, todo el pueblo judío contestó atrevidamente que «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mt. 27:25). Dios abandonó a Israel a su suerte porque ellos le habían abandonado antes,[5] habían colocado las tradiciones de los hombres por encima de la Palabra de Dios, se habían olvidado de la santidad y la gloria del nombre de Dios y lo peor de todo fue que habían asesinado a Jesucristo, el Unigénito Hijo de Dios, a quien «Dios le ha hecho Señor y Cristo» (Hch. 2:36). Tercero, la destrucción del templo también nos enseña que Dios aceptó el sacrificio de Jesús y que ya no son necesarios los sacrificios con sangre de animales en el templo. Los sacrificios de animales han concluido, porque Jesucristo fue el último sacrificio. Juan el Bautista reconoció esto cuando vio a Jesús por primera vez (Jn. 1:29). Jesucristo jamás cometió pecado, pero se entregó para morir por los pecados de la raza humana (1 Ti. 2:6; 2 Co. 5:21). Dios ha establecido un nuevo pacto con la humanidad; y ahora, por medio de la fe en la obra de Jesucristo en la cruz, cada individuo puede recibir el perdón de sus pecados sin necesidad de recurrir a sacrificios de animales (He. 9). Finalmente, este evento nos lleva a considerar que, en el siglo XXI, la iglesia no puede ignorar la existencia tanto de Israel como nación como la del judaísmo como religión. Las iglesias cristianas deben recordar que Dios ama a Israel (Os.11; Zac. 2:8) y recordar las palabras del apóstol Pablo: «En cuanto al evangelio, son enemigos por causa de vosotros; pero en cuanto a la elección de Dios, son amados por causa de los padres» (Ro. 11:28). Por lo tanto Israel y todos los judíos que aún rechazan a Jesús como Salvador, necesitan ser evangelizados (Mr.16:15; Hch. 1:8; Ro. 1:16). La oración de la Iglesia debe ser que Dios levante obreros que lleven el evangelio a toda criatura (Mt. 9:35-38), incluyendo a quienes son parte de la nación de Israel.

Obras consultadas:

  1. A. Baker, Compendio de la Historia Cristiana. 9a. Edición (Casa Bautista de Publicaciones, 2003).
  2. D. Douglas, M. C. Tenney, J. Bartley, y R. O. Zorzoli, Diccionario Bíblico Mundo Hispano (Editorial Mundo Hispano).

MGAR, “La destrucción de Jerusalén relatada por Flavio Josefo (70 d.C.)”, http://www.mgar.net/africa/jerusalen-josefo.htm. National Geographic, “La destrucción del templo de Jerusalén”, http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/la-destruccion-del-templo-de-jerusalen_6854.

  1. F. Pfeiffer, E. L. Carlson, C. F. A. Schaeffer, J. A. Thompson y R. Gama, Diccionario Bíblico Arqueológico.

[1] J. D. Douglas, M. C. Tenney, J. Bartley y R. O. Zorzoli, Diccionario Bíblico Mundo Hispano, Editorial Mundo Hispano. [2] National Geographic, «La destrucción del templo de Jerusalén». Tomado de http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/la-destruccion-del-templo-de-jerusalen_6854. [3] National Geographic, “La destrucción del templo de Jerusalén”. Tomado de http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/la-destruccion-del-templo-de-jerusalen_6854 [4] Pfeiffer, C.F. & Carlson, E.L. & Schaeffer, C.F.A. & Thompson, J. A. & Gama, R., Diccionario Bíblico Arqueológico. [5] Dios desechó a Israel, aunque el apóstol Pablo reconoció que Dios aún conserva un remanente en Israel, escogido por gracia (Ro.11:5).

Paulo Arieu

Paulo (originario de Argentina) era apasionado de la lectura, disfrutaba el ajedrez, reunirse con sus amigos y escribir en su blog “El Teologillo”, donde recibió cerca de 5 millones y medio de visitas desde que lo comenzó. Paulo era un hombre apasionado por Jesús y por la oración. Le gustaba visitar a otros hermanos y orar por ellos en sus necesidades. Ahora goza de Su Salvador y Señor, a quien Él siguió y sirvió en esta tierra.

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