Había una vez un hombre que quería conocer el sentido de la vida. Oyó que había un anciano sabio, que vivía en un lugar muy lejano, en la cima de una montaña. Así que el hombre decidió ir a buscarlo, viajando a través de abrasadores desiertos e inmensos océanos llenos de monstruos. Luego de muchos meses, el hombre alcanzó la cima de la montaña y pudo contemplar el rostro del maestro. “Por favor, oh Gran Sabio”, dijo, “¿cuál es el sentido de la vida?”. Luego de un momento, el anciano respondió, con noble y antigua solemnidad: “El diccionario Webster define la vida como el período entre el nacimiento y la muerte”.
Uno de los desafíos que enfrentamos al pensar sobre el sentido de la vida es la amplia variedad de respuestas que la gente ha dado a esta pregunta. En un sentido, es entendible que tantos se hayan sentido desconcertados. Y también es comprensible que muchos, con un encogerse de hombros colectivo, supongan que el sentido de la vida es simplemente algo subjetivo: “Si estás haciendo lo que te hace feliz, y no estás lastimando a nadie, ese es el camino”.
¿Cuál es la verdad?
¿Debería liberarme de toda atadura terrenal? ¿O debería, por el contrario, buscar tanto éxito en esta tierra como pueda lograr? ¿Estamos engañados al creer que todo tiene un propósito? ¿Somos solo accidentes cósmicos a punto de desaparecer por el resumidero de un universo indiferente hasta que todo se disuelva en una bola de fuego ardiente y definitiva? Quizás la vida simplemente es, como sugiere Macbeth, “una historia contada por un idiota, llena de emociones y furia, pero al final, sin sentido”.
Podríamos enmarcar el asunto de esta manera: la humanidad ha existido por bastante tiempo. En ese tiempo, un montón de gente ha reclamado ofrecer un fundamento para el sentido de la vida. Aún así, la mayoría no está de acuerdo con los demás. Así que, ¿quién puede decir cuál es la verdad?
¿Qué tiene que decir la gente inteligente?
Por supuesto, no cabe duda de que hay mucha gente con mucho conocimiento en este mundo. Tengo un amigo que trabaja como astrofísico en la NASA. El número de cosas en las que tiene que pensar, cuidadosa y profundamente, en términos del universo conocido, es vertiginoso. Sin embargo, a pesar del hecho de que él me podría decir la fórmula matemática exacta que se utiliza para calcular el comportamiento de las partículas de polvo que se desplazan desde un cohete lanzado desde un asteroide que viaja a casi cien mil kilometros por hora a través del espacio, yo seguiría siendo escéptico si él me dijera que ha descubierto mi propósito en la vida.
La verdad es que, nosotros mismos, no tenemos esperanza de hallar una respuesta a la pregunta del propósito final de todo. No podemos asimilar totalmente lo trascendente. ¿Por qué? Bueno, porque no somos, por naturaleza, trascendentes. Somos inminentes y finitos. Somos, en otras palabras, aquí y ahora, no duramos mucho tiempo, y no tenemos todo conocimiento del gran panorama de la historia y el universo. Quizás, la cuestión de por qué existimos nos elude, porque no es algo que nosotros determinemos, no podemos inventar nuestras propias razones para vivir.
Dios es el autor del sentido
Dado que somos seres creados, no decidimos el propósito por el que fuimos hechos. Solo Dios tiene el derecho a determinar cuál es nuestro propósito: “¿Dirá acaso el objeto modelado al que lo modela: ‘Por qué me hiciste así?’ ¿O no tiene el alfarero derecho sobre el barro de hacer de la misma masa un vaso para uso honorable y otro para uso ordinario?” (Ro 9:20-21). Como criaturas hechas por Dios, a Su imagen (Gn 1:27), nuestra felicidad depende del diseño y propósito de Dios, revelado a nosotros en la naturaleza (revelación general) y, de manera definitiva en Su Palabra (revelación especial).
Sin embargo, esto es una característica, no un error. Como Creador, Dios hizo a la humanidad “buena”. Nuestras almas son buenas, porque Dios las creó. Nuestros cuerpos son buenos. Tú tienes oídos, nariz, ojos, piernas, y dedos porque Dios pensó que era una buena idea hacerte así. Dios ha hecho cada parte de lo que eres para Su gloria y tu bien. Como Agustín escribió hace tiempo: “Nos has hecho para Ti, Señor. Y nuestros corazones estarán inquietos mientras no descansen en Ti”.
Si intentamos trastocar el diseño de Dios en nuestros cuerpos, nuestras relaciones o las diversas maneras en las que interactuamos con el mundo que nos rodea, no deberíamos sorprendernos cuando el pecado cause corrosión. Pablo nos dice en Romanos 1:18-22 que esa es la causa por la que la ira de Dios se revela contra toda impiedad e injusticia de los hombres. Al suprimir la verdad acerca de quién es Dios, al suprimir la verdad en impiedad, nos volvemos vanos en nuestro pensamiento, nuestros insensatos corazones están en tinieblas, nos volvemos necios, y cambiamos la gloria del Dios inmortal por dioses que son sordos, mudos y ciegos. Cuando miramos en las cosas creadas para darle propósito a nuestra vida, seremos forzados a declarar, como el predicador de Eclesiastés: “Todo es vanidad” (Ec 1:2). Si echamos arena en el tanque de gasolina de nuestro auto, no deberíamos sorprendernos si todo comienza a romperse.
En Lucas 4:4, Jesús nos dice que “no solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Fuimos hechos para tener compañerismo con Dios. Cada parte de nosotros está diseñada, por Dios, con ese fin. O como lo pone el Catecismo Menor de Westminster: “El fin último del hombre es glorificar a Dios y disfrutar de Él para siempre”. Solo a través de una relación con Dios, de acuerdo a Su Palabra, que nuestras vidas pueden encontrar sentido y nuestros corazones reposo.
Este artículo fue publicado originalmente en Core Christianity.