Todos nosotros, en algún momento de nuestras vidas, hemos puesto nuestra atención sobre un objeto con la intención de tratar de discernir si el mismo es uno genuino o una imitación. Ya sean tarjetas de colección, electrónicos, artículos de ropa, relojes o monedas, todos hemos tenido que examinar detenidamente imitaciones. Sin embargo, a veces estas imitaciones pueden confundirnos y hacernos pensar que realmente poseíamos algo genuino—incluso en temas relacionados a la fe.
Cristianismo de contrabando
Tal fue el caso de una persona con la que me topé hace varios años mientras navegaba por la web. No obstante, sus palabras fueron tan sinceras y tan reveladoras que nunca las olvidé. Relatando su caminar y posterior abandono de su fe en el cristianismo, esta persona escribió:
Fui el cristiano que trató de seguir la moral cristiana. Nunca hablé de nadie, ni creé chismes de nadie, nunca jugué con nadie, me mantuve casto, me mantuve alejado de amistades seculares —un error que ya se rectificó— por pensar que solo debía confiar en gente con mi misma línea de pensamiento… En fin, traté de aplicar las enseñanzas de la Biblia y oraba para todo. Resultados: nada. Amigos cristianos me dieron la espalda, perdí el trabajo, mi familia extendida —la mayoría cristianoides— no me habla, y muchísimas preguntas sin contestar. Desde que soy agnóstico, poco a poco todo ha caído en su lugar.
Quizás leíste esta cita y algo en tu mente no te sentó bien pero no puedes poner el dedo en la llaga con exactitud y apuntar por qué hay algo extraño en ella. ¿Había esta persona abrazado realmente el cristianismo o una versión desfigurada del mismo? ¿Cómo podríamos saberlo con un nivel de certeza razonable? Es aquí cuando me gustaría sugerir que podríamos deducirlo de la misma forma que un joyero diferencia entre una moneda de contrabando y una real. Un joyero no diferencia entre ambas a través de su familiaridad extensiva con la moneda de contrabando, sino con la moneda genuina. De hecho, esta también es la forma en que nosotros diferenciamos intuitivamente entre objetos genuinos y de imitación. Mientras más familiarizados estemos con los detalles de la versión genuina, más fácilmente podremos detectar las de imitación.
Volvamos entonces a nuestra cita. Esta es una afirmación muy honesta y trágica, principalmente, porque está llena de presuposiciones erróneas acerca de lo que implica ser cristiano. Asume que el fin del cristianismo es vivir una vida moral a cambio de obtener una buena vida o bienes materiales y salud física—en vez de ver a Cristo y Su evangelio como un fin en Sí mismo, como un fin inherentemente valioso e incomparable con nada que esta vida pueda ofrecer (ver Mateo 13:44-46; Filipenses 3:7-9).
En otras palabras, dentro del entendimiento defectuoso de la vida cristiana de esta persona, él había invertido el valor y la belleza de Dios con las cosas que él esperaba obtener de Dios. Dios no era un fin en Sí mismo, era un medio para conseguir un fin. Dios no era hermoso en Sí mismo, simplemente era útil. De acuerdo a su propia descripción, su fe estaba puesta en un sistema de ética basado en métodos (moralismo) y resultados (una buena vida)—en vez de en la persona y obra de Jesucristo en la cruz. Lamentablemente, su descripción reflejaba más la de una persona que pensaba que debido a su cercanía a Cristo, conocía a Cristo (ver Mateo 7:21-23). Su vida reflejaba una obediencia transaccional, no una obediencia fundamentada en quién es Dios y cuánto nos ha amado a través de Cristo (ver Gálatas 2:20; 1 Juan 3:16-17).
En última instancia, este tipo de personas que piensan que el cristianismo es una especie de códigos ético-religiosos para obtener algo de Dios, no sirven a Dios y a su prójimo, se sirven a ellos mismos.
La parábola del caballo y la zanahoria
Charles Spurgeon, un predicador británico del siglo 19, en una ocasión ilustró esta verdad con la siguiente historia:
Había una vez un rey que gobernaba todo en la tierra. Un día, un jardinero cosechó una zanahoria gigante. Él la tomó y decidió ofrecérsela al rey, diciéndole: “Mi señor, esta es la zanahoria más grande que he cosechado o que habré de cosechar. Por lo tanto, quiero presentártela a ti como una muestra de mi amor y respeto”. El rey estaba conmovido —y discernió el corazón del hombre— de modo que cuando el hombre se disponía a irse, el rey le dijo: “¡Espera! Claramente eres un buen administrador de la tierra. Quiero darte una parcela de tierra de forma gratuita para que coseches en ella”. El jardinero estaba asombrado y se fue a su casa lleno de gozo.
Pero había un noble en la corte del rey que oyó todas estas cosas y dijo: “¡Válgame! Si eso es lo que puedes ganar por una zanahoria, ¿qué pasaría si le dieras al rey algo mejor?”. El día siguiente el noble vino delante del rey trayendo consigo un hermoso caballo negro. Se arrodilló delante del rey y dijo: “Mi señor, me dedico a la crianza de caballos y este es el mejor caballo que he criado y que criaré, por lo tanto, quiero ofrecértelo como muestra de mi amor y respeto”. Pero el rey discernió su corazón y dijo: “Gracias”, y tomó el caballo y simplemente despidió al noble de su presencia. El noble estaba perplejo de modo que el rey le dijo: “Permíteme explicarte. Ese jardinero me estaba dando una zanahoria, pero tú te estabas dando el caballo a ti mismo”.
¿Dónde, pues nos encontramos nosotros? ¿Es nuestro cristianismo uno genuino o de contrabando? ¿Vivimos una vida moral y ética porque pensamos que Dios nos va a dar una buena vida aquí y ahora, porque pensamos que dicha vida moral y ética nos comprará un boleto para el cielo—o porque realmente amamos a Dios y lo encontramos increíblemente hermoso en Sí mismo por quién Él es y lo que ya hizo por nosotros en Cristo?