A mayor edad, mayor pesar

Experimentamos ese dolor porque una mayor edad conlleva una mayor exposición al pecado y a sus consecuencias.
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Nuestra única experiencia de envejecimiento ocurre dentro de este mundo pecaminoso. No sabemos cómo habría sido el envejecimiento si este mundo no hubiera sido manchado por el pecado. Sin embargo, sí sabemos que el envejecimiento habría ocurrido igualmente. Antes de que Dios creara a las personas, Dios creó el tiempo. Así que Dios creó a las personas para que existieran dentro del tiempo. Así, los bebés habrían crecido hasta convertirse en niños y los niños habrían madurado hasta la edad adulta. Tal vez los beneficios que vienen con el envejecimiento habrían continuado hasta el infinito, sin ninguno de los efectos negativos que vemos y experimentamos. No lo sabemos. (¿Has leído la primera parte de esta serie? Puedes encontrarla aquí: Envejeciendo con gracia). Lo que sí sabemos es que, en un mundo como este, el envejecimiento está fuertemente asociado al dolor y la tristeza. Aunque el envejecimiento no está exento de beneficios, es conocido sobre todo por sus dolores. Experimentamos ese dolor porque una mayor edad conlleva una mayor exposición al pecado y a sus consecuencias. A medida que pasa el tiempo, vemos más y más el pecado que hay en nuestros corazones. A medida que acumulamos años de experiencia, también acumulamos un conocimiento más profundo del pecado que habita en los corazones de otras personas y que sale a la luz a través de sus palabras y acciones. Con cada día y cada año  vemos y experimentamos en mayor medida las consecuencias del pecado en el mundo que nos rodea: muerte, destrucción y  desastre. Todo ello supone un gran y doloroso peso. Ese dolor es universal. Incluso los cristianos experimentan dolor al envejecer. Ellos también descubren que una mayor edad trae consigo un mayor dolor. Se presenta en muchas formas. Aquí hay cinco de ellas.

El dolor de la debilidad

A medida que envejecemos, experimentamos el dolor de la debilidad. Por supuesto, cuando empezamos a envejecer, nos hacemos más fuertes. Al pasar de la infancia a la niñez y de la niñez a la edad adulta, nuestros cuerpos crecen y se fortalecen. Desde la experiencia que da la vejez, Salomón dice: «Alégrate, joven, en tu juventud, y tome placer tu corazón en los días de tu juventud» (Eclesiastés 11:9a). Incluso llega a decir: «La gloria de los jóvenes es su fuerza» (Proverbios 20:29). Pero esa fuerza no dura mucho, ¿verdad? Hay unos años de crecimiento seguidos de muchos años de declive, unos años de fuerza seguidos de muchos años de debilidad. Tanto en el caso de los hombres como en el de las mujeres, la fuerza física alcanza su punto máximo entre los 20 y los 30 años antes de entrar en un largo declive. La masa muscular, la densidad ósea, el metabolismo e incluso los sentidos comienzan a deteriorarse. La mayoría de los deportistas se retiran a los 37 o 38 años, cuando aún les queda más de la mitad de su vida. Simplemente, ya no pueden seguir el ritmo. Uno de los pasajes más dolorosos de toda la Biblia habla del dolor de la debilidad. Acuérdate, pues, de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los días malos, y se acerquen los años en que digas: “No tengo en ellos placer”. Antes que se oscurezcan el sol y la luz, la luna y las estrellas, y las nubes vuelvan tras la lluvia; el día cuando tiemblen los guardas de la casa y los fuertes se encorven, las que muelen estén ociosas porque son pocas, y se nublen los que miran por las ventanas; cuando además se cierren las puertas de la calle por ser bajo el sonido del molino, y se levante uno al canto del ave, y todas las hijas del canto sean abatidas; se temerá a la altura y a los terrores en el camino. Cuando florezca el almendro, se arrastre la langosta y la alcaparra pierda su efecto…” (Eclesiastés 12:1-5a). Esta es una descripción poética del cuerpo que se debilita y falla. Los ojos se debilitan, las manos tiemblan, los pies se arrastran, la espalda se dobla, los dientes faltan, la voz tiembla. Es un contraste patético con la fuerza y el vigor de la juventud. Y el declive de nuestros cuerpos no hace más que aumentar con la edad. Hay dolor al ver que nuestros cuerpos se debilitan y decaen.

El dolor del cansancio

Al dolor de la debilidad se añade el dolor del cansancio. El viejo Salomón también conocía este dolor, pues en Eclesiastés 1:8 exclama: «Todas las cosas son fatigosas, el hombre no puede expresarlas; no se sacia el ojo de ver, ni se cansa el oído de oír». Una larga caminata trae una profunda fatiga; una larga vida trae un profundo cansancio. ¿Cómo podría ser de otra manera en un mundo tan manchado por el pecado y sus consecuencias? Cuanto más vivimos, más experimentamos ese cansancio , y ese cansancio presiona nuestros cuerpos, nuestras mentes, nuestras almas. Una vez un pastor visitó nuestra iglesia y nos habló de las pruebas que él y su congregación habían sufrido. Lo más reciente y doloroso era que sus queridos amigos habían perdido a su hijo. Tenían una sola oportunidad de tener un hijo, y durante ocho meses y medio, el embarazo había progresado con normalidad. El día se acercaba rápidamente. Entonces, a sólo dos semanas de llegar a término, el niño murió, nació muerto. Qué tragedia. Qué dolor. Aquel día, de pie delante de nosotros, dijo: «Ahora mismo odio este mundo. Lo único que ha hecho es romperme el corazón. Ninguno de nosotros quiere quedarse aquí. Todo lo que hace este mundo es engañarte y fallarte. Promete demasiado y no cumple». Expresaba el cansancio de vivir en este mundo pecaminoso y doloroso, un mundo de muerte, destrucción y decadencia, un mundo que proporciona tan poco propósito y significado a nuestro sufrimiento. Una mayor edad conduce a una mayor tristeza, lleva al dolor del cansancio.

El dolor de la cosecha

También existe el dolor de la cosecha. Cosechar es un término agrícola que se refiere a la recolección de lo plantado. Lo que el agricultor planta en primavera lo cosecha en otoño. Recoge lo que primero sembró. Gálatas 6:7-8a advierte: «No se dejen engañar, de Dios nadie se burla; pues todo lo que el hombre siembre, eso también segará. Porque el que siembra para su propia carne, de la carne segará corrupción». En última instancia, y de forma muy significativa, esta cosecha se produce después del juicio final, cuando Dios «pagará a cada uno conforme a sus obras» (Romanos 2:6). Pero esta cosecha comienza ahora, incluso para los creyentes, ya que la siembra y la cosecha son principios espirituales tanto en la vida como en la muerte. Sembrar para la carne implica perseguir el pecado, así como dejar de hacer el bien. Implica profundizar en la depravación, así como no crecer en la justicia. Implica las consecuencias naturales de nuestro pecado. El hombre que siembra adulterio cosecha un matrimonio destrozado, el que siembra fraude cosecha prisión. La mujer que siembra discordia cosecha soledad, la que siembra autogratificación cosecha adicción. Y así sucesivamente. A medida que se vive más y se siembra más pecado, se cosecha más corrupción. Gran parte del pecado que se siembra en la juventud permanece latente en la tierra hasta que, por fin, estalla y se cosecha en la vejez. El agricultor que siembra cizaña en la primavera no puede sorprenderse cuando llega el otoño y todo lo que tiene para cosechar es cizaña; la persona que siembra una vida de pecado no puede sorprenderse cuando llega el otoño de su vida y todo lo que tiene para cosechar es pecado. «Todo lo que un hombre siembra, eso también cosechará».

El dolor de la mortalidad

A todo este dolor se suma el dolor de la mortalidad: el conocimiento de la proximidad segura de la muerte. Como ya hemos visto, Eclesiastés 12 habla de la decadencia del cuerpo, pero también de su inevitable final: «Se temerá a la altura y a los terrores en el camino. Cuando florezca el almendro, se arrastre la langosta y la alcaparra pierda su efecto; porque el hombre va a su morada eterna mientras los del duelo andan por la calle. Acuérdate de Él antes que se rompa el hilo de plata, se quiebre el cuenco de oro, se rompa el cántaro junto a la fuente, y se haga pedazos la rueda junto al pozo; entonces el polvo volverá a la tierra como lo que era, y el espíritu volverá a Dios que lo dio. «Vanidad de vanidades», dice el Predicador, «todo es vanidad»» (Eclesiastés 12:5-8). Salomón nos presenta una imagen de una cuerda de lino que sostiene un cántaro de barro, un medio para extraer alimento y refresco. Con el tiempo, la cuerda se desgasta con la edad y el uso. Se va deshilachando hebra por  hebra. Y entonces, sucumbe a lo inevitable. La cuerda se rompe y el cántaro cae a las profundidades, haciéndose pedazos. Esa es la fragilidad de la vida y la certeza de la muerte. Parte del dolor de envejecer es el dolor de saber que ahora estamos más cerca de la muerte que antes. Estamos un día más cerca de la muerte, un momento más cerca de la muerte que hace un momento. Ese tiempo ha pasado y nunca podremos recuperarlo. Los sueños que teníamos se quedarán sin cumplir, las misiones que queríamos realizar se quedarán sin hacer. Los amigos que hemos querido se han ido antes y sentimos y lloramos su ausencia. Esa es la realidad de la vida en este mundo, un mundo en el que el tiempo pasa para todos, hasta llegar al final de nuestro tiempo.

El dolor del miedo

Por último, está el dolor del miedo. Con la debilidad, el cansancio, la siega y la certeza de la proximidad de la muerte viene el miedo. No podía ser de otra manera. En el Salmo 71, el rey David expresa algo de este miedo. Mirando hacia la vejez, ora: «No me rechaces en el tiempo de la vejez; no me desampares cuando me falten las fuerzas” (Salmo 71:9). Está expresando algo del miedo que viene con la edad, miedo de que al envejecer se encuentre solo, sin un aliado, sin nadie que le cuide en sus últimos días. A medida que los cuerpos se van debilitando y la capacidad de la mente disminuye, el miedo aumenta. Por supuesto que sí. Este mundo ya da bastante miedo cuando somos fuertes y capaces. Cuánto más temible, entonces, cuando somos débiles y vulnerables, cuando dependemos de otros para nuestro cuidado, nuestro sustento, nuestra protección. Hay una razón por la que tanta gente se aprovecha de los ancianos, y por la que los ancianos necesitan nuestro especial cuidado y protección. La edad está plagada de muchos peligros y todos ellos conducen al dolor del miedo.

Cinco dolores, una esperanza

He aquí, pues, cinco dolores que acompañan a la vejez, incluso para los cristianos: el dolor de la debilidad, el dolor del cansancio, el dolor de la cosecha, el dolor de la mortalidad y el dolor del miedo. Estos cinco dolores estarían ausentes en un mundo perfecto y sin pecado. Los cinco están presentes y son universales en un mundo como éste. Los cinco vienen con el envejecimiento y aumentan con el paso del tiempo. Cuando vemos el envejecimiento de esta manera, vemos que la muerte es el crescendo de un millón de penas. Estamos muriendo desde el momento en que nacemos. Tan pronto como empezamos a movernos en el tiempo, nos dirigimos hacia el final de nuestro tiempo. Si esos dolores son inevitables, ¿cómo podemos prepararnos? ¿Cómo podemos afrontarlos bien sin sucumbir a la desesperación, a la perversión, a la embriaguez, a la amargura o a otros cien vicios? Necesitamos desarrollar un carácter que nos fortalezca y sostenga. Tenemos que aceptar las alegrías y las responsabilidades que conlleva el envejecimiento. Pero sólo podemos hacerlo si primero conocemos a Cristo. La vida de Cristo comenzó con las más altas cotas de alegría, y terminó con dolores tan profundos que se le llama, con razón, el Varón de Dolores (Isaías 53:3). Mientras vivía, experimentó la debilidad y el cansancio, el miedo y la certeza de la muerte. Y aunque era incontaminado por el pecado, perfecto en todo pensamiento, palabra y obra, cosechó las temibles consecuencias del pecado: nuestro pecado. En la cruz cargó con nuestro pecado, sufriendo todo su tormento, pagando todo su precio, pero se levantó. Resucitó y ahora ofrece el perdón y la vida a todos los que pongan su fe en Él. Los que creen en Cristo tienen una esperanza que dura más que la vida y que la muerte. Tienen la esperanza segura de la resurrección, de la vida renovada, de la vida restaurada, de la vida eterna. Están capacitados por Su gracia para soportar las penas, experimentar las alegrías y abrazar las responsabilidades que vienen con la edad. Quiero terminar con una palabra de aliento para aquellos que tienen una conciencia desalentadora del dolor de la cosecha o que viven con temor a ella. Tal vez llegaste a Cristo tarde en la vida, después de haber hecho mucho daño. Tal vez viniste a Cristo a una edad temprana, pero pasaste muchos años en apatía o desobediencia. Necesitas saber que la gracia de Dios es suficiente para redimir tus fracasos. Por Su gracia, ninguno de nosotros experimenta toda la cosecha que podría. Por Su gracia, ninguno de nosotros tiene que temer ni siquiera un momento de esta vida o de la vida venidera. Sí, todavía puede haber consecuencias por tu pecado. Pero incluso, eso tendrá un propósito. Incluso verás que ha sido utilizado por Dios para Sus buenos propósitos. Anímate. «Espera al SEÑOR; esfuérzate y aliéntese tu corazón. Sí, espera al SEÑOR” (Salmo 27:14).

Tim Challies

Tim Challies es uno de los blogueros cristianos más leídos en los Estados Unidos y cuyo BLOG ( challies.com ) ha publicado contenido de sana doctrina por más de 7000 días consecutivos. Tim es esposo de Aileen, padre de dos niñas adolescentes y un hijo que espera en el cielo. Adora y sirve como pastor en la Iglesia Grace Fellowship en Toronto, Ontario, donde principalmente trabaja con mentoría y discipulado.

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