Hace más de un año, mis hijos y yo visitamos a un amigo en el hospital debido a uno de sus varios episodios de enfisema. Había recorrido una trayectoria larga y complicada por meses entre un centro de rehabilitación y un hospital sin poder estar lo suficientemente estable para regresar a casa. En poco tiempo, un tanque de oxígeno fue su constante compañero, y ya no podía cantar los himnos en la iglesia que tiempo atrás lo habían fortalecido en medio de la angustia. Mis hijos estaban acostumbrados a esas visitas, y se acercaban a nuestro amigo para garabatear en libros para colorear mientras conversábamos. Cuando se acurrucaban a su lado, no se reía y tampoco los abrazaba como de costumbre. Al preguntarle por qué, sus ojos se aguaron con inquietud. “No comprendo lo que Dios está haciendo” –respondió al referirse al empeoramiento de su enfermedad– “tengo miedo”, dijo con voz temblorosa.

Epicentro del miedo

La experiencia de mi amigo no era inusual. El miedo se apodera de las mentes y corazones de todos los que atraviesan las puertas de un hospital. Algunos somos llevados en una camilla, temiendo por nuestras vidas mientras los médicos nos rodean para detener un chorro de sangre o palpitaciones agitadas. Otros luchan por tranquilizarnos al esperar el resultado de una cirugía o de una biopsia. Aún más, nos aprietan de las manos en las salas de espera al temer la pérdida de una vida que se entrelaza con la nuestra. Cualquiera que sea la circunstancia, la enfermedad puede despertar temores que antes desconocíamos. Aunque el medicamento puede aliviar nuestro dolor y las terapias pueden retrasar el avance del cáncer, ninguna respuesta rápida puede disipar nuestros temores. Las heridas son demasiado profundas, y las pesadillas persisten por mucho tiempo al despertar de la anestesia. Y aun así, tenemos esperanza, incluso en el hospital… Dios sigue siendo soberano sobre todas las agujas y los informes de patología, los malos pronósticos y las estadísticas. Su amor y fidelidad son eternos, inmutables, y por completo independientes de las condiciones enumeradas en nuestras cartas médicas. Cristo, «el fundador y perfeccionador de nuestra fe» (Heb 12:2), dio Su vida para salvarnos del más oscuro de los temores. ¿Cómo nos aferramos a esta verdad cuando la ansiedad se apodera de nosotros en el hospital? Como alguien que ha caminado al lado de los enfermos como médico y como amigo, aquí hay tres verdades a considerar.

Paz para cada momento

En primer lugar, podemos entregarle a Dios nuestros temores. La confusión que nos afecta puede impulsarnos a acudir a Dios en oración. La Biblia no nos promete libertad de la tribulación, pero sí promete que el Señor nos escuchará cuando le oremos (Lc. 11:11-13). David canta: «Busqué al Señor, y Él me respondió y me libró de todos mis temores» (Sal. 34:4). Pablo nos guía para «orar sin cesar» (1 Tes. 5:16-18), y Pedro nos anima a echar nuestras ansiedades sobre Dios, porque Èl tiene cuidado de nosotros (1 Pd. 5:6-7). Orar sin cesar no significa que Dios nos va a dar lo que queremos. Sus caminos son más altos que los nuestros (Is. 55:8-9), y Dios obra todas las cosas para nuestro bien, incluso frente al sufrimiento (Gén. 50:20; Rom. 8:28; 2 Cor. 12:8-9). Y aun así, cuando en oración entregamos nuestros temores al Señor, nos da la paz de Cristo. Como Pablo nos lo recuerda elegantemente en su carta a los Filipenses (4:6-7), “Por nada estéis afanosos; antes bien, en todo, mediante oración y súplica con acción de gracias, sean dadas a conocer vuestras peticiones delante de Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestras mentes en Cristo Jesús.” Cuando te estremezcas ante el parpadeo de un monitor de hospital y luches con las preocupaciones durante la noche, entrega tus temores a Dios. En Cristo, Él te cubrirá con paz para enfrentar la preocupación.

Con nosotros en la sombra

En segundo lugar, podemos recordar que Dios está con nosotros. Con qué hermosura los Salmos expresan cómo Dios, “abundante en misericordia y fidelidad” (Ex. 34:6) nos libra de nuestros temores:

  • “Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden aliento.” (Sal 23:4).
  • “El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida; ¿de quién tendré temor?” (Sal. 27:1).
  • “Dios es nuestro refugio y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos aunque la tierra sufra cambios, y aunque los montes se deslicen al fondo de los mares; aunque bramen y se agiten sus aguas, aunque tiemblen los montes con creciente enojo.” (Sal. 46:1-3).

Durante el éxodo, Dios guió a Su pueblo a través del desierto día y noche, sin apartarse nunca de ellos (Éx. 13:22). Así también, Dios permanece con nosotros, a través del Espíritu Santo que nos santifica. Jesús –nuestra Luz, nuestra salvación, nuestra fortaleza– promete estar con nosotros, no sólo durante las biopsias, y no sólo en nuestro dolor, sino «siempre, hasta el fin del mundo» (Mt. 28:20).

Sangre que destruye el temor

Finalmente, podemos meditar sobre todo lo que Dios nos prometió. Jesús aconsejó a Sus discípulos contra la ansiedad, señalando que la vida consiste en algo más que detalles terrenales, que el Padre proveerá para los Suyos, y que aquellos que siguen a Cristo son herederos de riquezas incomparables en el reino. Él dijo en el sermón del monte: «Si Dios viste así la hierba, que hoy está viva en el campo y mañana se echa al horno, ¡cuánto más te vestirá a ti, hombre de poca fe!… No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino» (Lc. 12:28, 32). El Padre nos da el reino, y así derrumba nuestros temores a través de la sangre redentora del Hijo. Nos recibe como a Sus propios hijos, acercándose a nosotros cuando las pesadillas nos sacuden. “Mirad cuán gran amor nos ha otorgado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; y eso somos.” (1 Jn 3:1). Nuestra esperanza está en el Señor (Sal. 121:1-2) y en Cristo, nada nos podrá separar de Su amor (Rom. 8:38-39).

Kathryn Butler

Kathryn Butler es una cirujana de trauma y cuidados críticos convertida en escritora y madre de familia. Es autora de «Glimmers of Grace»: A Doctor’s Reflections on Faith, Suffering, and the Goodness of God. Ella y su familia viven al norte de Boston.

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