“¿Qué consideras una ‘buena muerte’?”.
Una arruga frunció mis cejas. El entrevistador y yo habíamos pasado los últimos noventa minutos hablando de las complejidades de los cuidados al final de la vida, ahondando en temas difíciles como las medidas de soporte vital, los cuidados paliativos y las decisiones anticipadas. Me desenvolví con soltura en esos delicados temas, pero esta pregunta me preocupó tanto que me quedé en silencio. “Odio esa frase”, respondí finalmente.
Levantó las cejas, sorprendida. “¿Por qué? ¿Por qué?”.
Mientras esperaba mi respuesta, una plétora de rostros y voces se agolparon en mi mente. Vi ojos hinchados y mejillas manchadas de lágrimas. Sentí cómo me agarraban desesperadamente del brazo seres queridos que se desplomaban en el suelo agonizando. Recordé las preguntas que flotaban en el aire después de que los moribundos exhalaron su último aliento. Oí gritos de conmoción y angustia que resonaban una y otra vez, como olas en un mar implacable.
“Porque la muerte nunca es buena”, dije. Los recuerdos se apoderaron de mí y se me entrecortó la voz. “El dolor atestigua su contrariedad. Que lloremos insinúa que se ha deshecho el orden creado por Dios. Nos diseñó para algo diferente”.
¿Es buena la muerte en algún momento?
La cuestión de una “buena muerte” puede parecer razonable, incluso natural, dados los cambios de opinión sobre la muerte en los países occidentales. En 2021, diez mil personas murieron en Canadá por Medical Assistance in Dying (MAiD), en la que un médico ayuda a morir mediante la eutanasia (administración de una dosis letal de medicación) o el suicidio asistido por un médico. La legislación canadiense podría permitir pronto esta práctica a las personas con enfermedades mentales y no terminales. En otras palabras, quienes por lo demás estén sanos pero padezcan afecciones psicológicas, como depresión, podrán buscar ayuda médica para poner fin a su propia vida. En Estados Unidos, la legalización del suicidio asistido por un médico se extiende cada año por más estados.
Estas tendencias apuntan a una opinión cada vez más extendida de que la muerte, más que una terrible consecuencia de la caída, es una opción razonable para escapar del sufrimiento. Según este pensamiento, la muerte puede ser “buena” si proporciona alivio del dolor. Es más, el movimiento refleja una cultura que defiende la autodeterminación como un bien último; vivimos para nosotros mismos, y no para Dios.
Querido amigo, cuando te encuentres con ideas así, recuerda que las Escrituras se refieren a la muerte no como una fase que celebrar, sino como el último enemigo (1Co 15:26). La muerte nos llega a todos, y Dios puede obrar, y de hecho obra, incluso a través de ella, para bien de los que le aman (Ro 8:28), pero nunca te dejes engañar por la mentira de que la muerte en sí misma es algo distinto a la terrible paga de nuestro pecado, de la que necesitamos desesperadamente la salvación (Ro 6:23). Recuerda que “Satanás se disfraza de ángel de luz” (2. Co 11:14).
Las Escrituras dejan bien claro que nunca estuvimos destinados a la muerte. Y para que no lo olvidemos, la experiencia del dolor, tomando prestado de El problema del dolor de C. S. Lewis, grita como con un megáfono para recordárnoslo.
Por ahora gemimos
Dios me ha confrontado con las duras realidades de la muerte y el dolor con más frecuencia de la que hubiera querido. Como cirujano traumatólogo, he sido testigo de muertes repentinas y prolongadas, pacíficas y traumáticas. Muchas de estas pérdidas quedaron grabadas en mi memoria, las tragedias y las penas se grabaron a fuego en mi mente como con un hierro candente.
Nunca olvidaré a la madre que gritó: “¡Se suponía que ibas a salvar a mi bebé!”, cuando no pude salvar a su hijo de las heridas sufridas en un accidente de coche. Recuerdo a otra madre que se arrastró hasta la cama de hospital de su hija para abrazarla mientras exhalaba su último aliento, y cómo sus palabras quedaban ahogadas por sus sollozos. Recuerdo a la esposa que cerró los puños y clamó al cielo, al padre que se tiró al suelo y gritó, a las muchas familias que sostenían las manos de sus seres queridos y lloraban en voz baja mientras la señal del monitor disminuía. Después, salían de la sala como si tropezaran en un sueño, con los ojos inyectados en sangre, la mente lejana e incrédula.
En todos los momentos que pasé junto a la cama de los moribundos, no presencié ninguno en el que el dolor no se apoderara de los sobrevivientes. Incluso en las muertes previstas, como las de ancianos que habían sufrido los estragos de una enfermedad terminal de larga duración, la pérdida dejaba cicatrices. Las familias que manifestaron su aceptación de la muerte inminente de un ser querido lucharon después, sorprendidas por la ausencia abrupta de un ser querido. Era como si les hubieran arrancado de repente una parte del corazón.
Lo que la muerte deja tras de sí
Semanas después de una muerte, algunos seres queridos han venido a expresar su sorpresa por el hecho de que el dolor les hubiera afectado tanto y por lo profundo que era su sufrimiento. Los recuerdos de las singularidades de un ser querido ―la afición de ella a los emojis, la costumbre de él de llamar puntualmente a las ocho de la mañana― irrumpían en sus días y, de repente, sus heridas se abrían de nuevo. Les cuesta incluso respirar.
La muerte hace esto. Incluso en el más misericordioso de los escenarios, como las pérdidas para las que nos sentimos preparados, la muerte deja sufrimiento a su paso. Incluso cuando ocurre pacífica y silenciosamente, la muerte destripa los corazones de los que quedan.
La realidad del duelo ―el fenómeno del dolor después de despedirnos de alguien a este lado del cielo― insinúa que fuimos creados para un mundo diferente, un destino diferente. No fuimos creados para la muerte ni para el dolor, sino para Dios, quien nos hizo a Su imagen eterna para administrar Su vibrante creación, para ser fecundos y multiplicarnos (Gn 1:22, 27). Sin Él, toda la creación gime (Ro 8:22). Lejos de Él, el alma se estremece ante el quebranto en que nos ha sumido nuestro pecado y clama por ser rescatada.
Varón de dolores
Por gracia, Dios proporcionó el rescate del que nuestras almas están tan desesperadamente sedientas (Sal 42:1-2). Y llevó a cabo nuestra salvación de forma asombrosa, magnífica, extraordinaria, por medio de un “Varón de dolores y experimentado en aflicción” (Is 53:3).
Nuestro Salvador conoce el peso del dolor que tanto nos atormenta. En Getsemaní, mientras se anticipaba a soportar la aplastante ira de Dios en nuestro lugar, Jesús estaba “muy afligido, hasta el punto de la muerte” (Mt 26:38), “y estando en agonía, oraba con mucho fervor; y Su sudor se volvió como gruesas gotas de sangre, que caían sobre la tierra” (Lc 22:44). Aunque clamemos y nos lamentemos, y nuestro corazón se desgarre, nuestra esperanza brota de la obra de un Salvador que puede compadecerse de cada una de nuestras angustias y lágrimas (Heb 4:15). Él entregó Su vida por nosotros, voluntariamente, para liberarnos de las ataduras de la muerte que tanto nos afligen (Jn 10:18).
Lloramos y nos afligimos porque nuestro mundo está caído, “pero Dios, que es rico en misericordia, por causa del gran amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos en nuestros delitos, nos dio vida juntamente con Cristo” (Ef 2:4-5). Los sufrimientos de este mundo, y nuestra esclavitud al pecado y a la muerte, son precisamente la razón por la que vino Jesús. Mediante la cruz, ha vencido al mundo (Jn 16:33). Con Su resurrección, la deuda que debíamos ha sido “devorada en victoria” (1Co 15:54). Hemos nacido “de nuevo a una esperanza viva” (1P 1:3).
No llorar más
Los horrores de la muerte y el dolor apuntan a nuestra experiencia como exiliados del Edén, desplazados de un mundo sin sufrimiento. Por medio de Cristo, el mundo que anhelamos ―un mundo sin tragedia ni aflicción, un mundo donde la muerte no empañe la tez ni las lágrimas humedezcan las mejillas― no es un ideal elevado ni un sueño infantil, sino una promesa, una seguridad, “una herencia incorruptible, inmaculada, y que no se marchitará” (1P 1:4).
Lejos de Cristo, nuestro “quebranto es incurable”, y nuestra “grave nuestra herida” (Jer 30:12). Sin embargo, por las propias heridas de Cristo ―heridas que sufrió mientras caminaba “por el valle de sombra de muerte” en nuestro lugar (Sal 23:4)― somos sanados (1P 2:24). Aunque por ahora gemimos, Cristo está haciendo nuevas todas las cosas (Ap 21:5). Cuando nos reunamos con Él en el mundo para el que fuimos hechos, en el cielo nuevo y la tierra nueva, enjugará toda lágrima de nuestros ojos. La muerte, esa sombra gris que atormenta el corazón, ya no existirá. La pena y el dolor se desvanecerán como la hierba marchita.
Y “en la casa del SEÑOR moraremos por largos días” (Sal 23:6).
Publicado originalmente en Desiring God.