Las dos palabras más reconfortantes de la Biblia

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A los Estados Unidos le gustan los ganadores, no los perdedores; el triunfo, no la tragedia. Friedrich Nietzsche y Ted Turner han argumentado que el cristianismo es para perdedores, pero el cristianismo pop en Estados Unidos ha intentado desesperadamente convencer a todos de que este no es el caso. Conviértete en cristiano y serás infaliblemente feliz, alegre; poseerás autoridad, tendrás salud, riqueza, felicidad, autoestima y victoria sobre las deudas, y los matrimonios y familias malos. Mientras tanto, dejamos a nuestros adultos mayores, a los enfermos terminales, a quienes estén atrapados en un ciclo de pobreza y a otros que nos recuerdan que somos mortales, donde no podamos verlos, o al menos donde nuestras vidas normalmente no se crucen o tengamos la intención de que eso no suceda. No somos morbosos cuando, como cristianos, tomamos en serio el pecado, el sufrimiento y la muerte. Más bien, podemos enfrentar estas duras realidades de frente porque sabemos que nuestro capitán las ha confrontado de forma decisiva. No perdieron su poder de hacer daño, pero sí perdieron su poder para destruirnos. La esperanza del evangelio nos da la libertad de exponer la herida de nuestra condición humana porque proporciona la cura. Podemos ver esto en la asombrosa narración de Juan sobre la historia de la resurrección de Lázaro (Juan 11:1-45).

La muerte de un ser querido

Lázaro, junto con sus hermanas, era un íntimo amigo de Jesús; lo sabemos en especial por los versículos 1-16 (del capítulo 11 de Juan). Yo mismo recorrí esa corta distancia entre Betania y Jerusalén en aproximadamente una hora. Le habían suplicado a Jesús que fuera a ver a su amigo enfermo, a quien María identificó como «el que tú amas» (v. 3). Lo que aquí se asume es que Jesús y Lázaro eran amigos tan cercanos que todo lo que Jesús necesitaba era que le anunciaran cuál era su condición. Con seguridad, Él iría corriendo. Su súplica a Jesús no fue errónea, pero su motivación carecía de visión. Le pedían que sanara a Lázaro, pero Jesús se estaba anticipando a usar la muerte de su amigo como una oportunidad para manifestar su persona y obras. María y Marta sabían que Jesús podía sanar a su hermano y simplemente asumieron que Él querría hacerlo, considerando el amor que tenía por Lázaro. Aquí regresamos a este enigma: ¿Es Dios tanto soberano (capaz de sanar) y bueno (dispuesto a sanar)? Si la sanidad no ocurre, ponemos en duda una de esas afirmaciones. Si Jesús realmente ama a Lázaro, él vendrá rápido. «Dios, si realmente te preocupas por mí __________», llena el espacio en blanco. En medio de los problemas, esta no es una respuesta tan mala. De hecho, es una señal de fe de su parte: Dios puede sanar y lo hará. Más bien, el problema está en el tiempo y en los términos. Jesús deliberadamente demora su regreso a Betania dos días más. ¿Qué pudo haber pasado por la mente de las hermanas durante esos dos días de agonía? No tenían idea de que Jesús estaba por hacer algo mucho más grande de lo que ellas le habían pedido. Con la sabiduría e información que tenían, se podrían haber deprimido por la aparente falta de respuesta de Jesús. Nadie –ni los discípulos, Lázaro, María ni Marta– nadie más que Jesús sabía por qué él había permitido que Lázaro muriera, en especial si todo el tiempo iba a visitarlo. Todo era confuso para ellos. Sencillamente, no tenía sentido. El comentario enigmático de Jesús «por causa de vosotros me alegro de no haber estado allí, para que creáis» (Jn. 11:15) no se podía discernir mientras ocurrían esos hechos en Betania. Solo les sería claro cuando el acontecimiento terminase, no mientras transcurría. Este es un punto central para aplicar en tales circunstancias. Desde su perspectiva, en términos de su propia experiencia, las hermanas (y Lázaro en sus últimas horas) y los discípulos habrían llegado a la conclusión lógica de que Jesús, quien sabían que era capaz de sanar y lo habían visto hacerlo, era simplemente insensible. Su experiencia no era irracional o ilógica, sino incompleta e inadecuada para juzgar los caminos de Dios. Así como los discípulos no podían ver lo que Dios iba a hacer por medio de la cruz, nadie podía entender por qué Jesús había permitido que su amigo muriera. Lázaro tenía que morir para que un milagro mayor ocurriera. Hay algo más importante que sanar a su amigo. Jesús sabía la gran obra que lograría en el poder del Espíritu cuando finalmente llegó a Betania.

La confrontación con sus seres queridos

La fe de Marta en Jesús es constante. Él aún puede cambiar las cosas, incluso después de la sepultura de su hermano. «Aún ahora…» (v. 22). Es importante ver aquí cómo Marta refleja esa combinación de desilusión desgarradora y fe que encontramos en los Salmos. No cree que ni siquiera la muerte tiene la última palabra ante la presencia de Jesús –hasta ahora esta es una mayor muestra de fe que la que vimos en los discípulos. Jesús responde: «Tu hermano resucitará» (v. 23). «¿Crees esto?» Jesús la presiona a comprometerse no solo con la cuestión teológica de la resurrección de los muertos, ¡sino con Él como la Resurrección y la Vida! Afirmar ser «la Resurrección y la Vida», como también «el Camino, la Verdad y la Vida», es afirmar nada menos que igualdad con el Padre. Ahora la confesión de Marta se eleva y sube la apuesta considerablemente. En presencia de testigos, se la llama no solo a confesar que Jesús puede resucitar a los muertos, así como Elías había hecho. Jesús la llama a reconocer que Él mismo es el Dios a quien Elías llamó. Él puede no solamente dar vida; Él es la Vida. Ese es un paso muy grande. Una de las cláusulas maravillosas aquí es: «aunque muera» (v. 25). Una cosa es detener el proceso de descomposición y muerte y otra muy distinta es devolverle la vida a un muerto. Jesús declara de sí mismo: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?» (v. 26). Ahora Jesús no solo le pide a Marta que confiese que Lázaro vivirá, sino que quienes creen en Jesucristo, aunque mueran, serán resucitados para no morir nunca más. Ya no se trata solo de Lázaro. Jesús está invitando a Marta al círculo de esa prueba cósmica entre Jehová y la serpiente, la invita a ser testigo (la palabra griega para testigo es la misma que para «mártir»). De hecho, la resurrección de Lázaro será una prueba o señal de la realidad que se inaugurará con la resurrección de Cristo mismo de entre los muertos. Aunque la gente seguirá muriendo pese a la llegada del Mesías, no permanecerán muertos para siempre, sino que resucitarán, no como Lázaro en su cuerpo mortal, que aún tiende a la muerte, sino como el cuerpo glorificado de Cristo. Recordamos que muchos siglos antes, en su agonía, Job clamó: «Yo sé que mi Redentor vive (…) y aun en mi carne veré a Dios» (Job 19:25-26). Y en el estrado de los testigos, Marta, sobrecogida por innumerables pensamientos y sentimientos de desesperación y esperanza, trajo a su presente las palabras de Job: «Ella le dijo: Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que viene al mundo» (v. 27). Ese es el gran suceso en Betania ese día. Sin descontar la resurrección de Lázaro que entrará ahora en la historia, no podemos olvidar que, como con todos los milagros de Jesús, lo más asombroso es la realidad que la señal anuncia y la confesión que causa en nuestros labios. Esta es la fe que persevera a través de la evidencia contraria de su experiencia. Y la de Marta también. No saben por qué Dios permitió esta o aquella tentación, prueba, desastre o dolor, pero la confesión es lo más importante: «Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que viene al mundo». Al negar la tragedia, muchos cristianos viven vidas espirituales esquizofrénicas: por fuera están sonrientes y llenos de confianza y gozo, pero por dentro están llenos de dudas y enojo. A menudo, no saben a dónde ir, pero Marta, al igual que Job y el salmista, dice: «A Dios, por supuesto». Tráele a Él tus dudas, frustración e incluso tu enojo. Él puede manejarlos. Recuerda la cruz y el abandono de Dios de su Amado: Dios también sabe lo que es el sufrimiento. Es en los versículos 33-35 que tenemos un vistazo de lo que el autor de Hebreos quiso decir cuando escribió que Jesús fue hecho como nosotros en todo: «Teniendo, pues, un gran sumo sacerdote que trascendió los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, retengamos nuestra fe. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado. Por tanto, acerquémonos con confianza al trono de la gracia para que recibamos misericordia, y hallemos gracia para la ayuda oportuna» (He. 4:14-16). Y aquí, en el sepulcro de su amigo, pese a que sabía que resucitaría a Lázaro, vemos la angustia de su alma frente a la bandera más espantosa del pecado: la muerte. Ya inestable emocionalmente por el llanto de María a sus pies, Jesús fue al sepulcro y leemos esas dos palabras que merecen su propio versículo: «Jesús lloró» (v. 35). Detengámonos por un momento ante la asombrosa declaración: «Jesús lloró». La muerte se opone a Dios, al mundo, a la vida, a la esperanza, a las posibilidades. Ahora volvemos a Jesús, quien se desmorona en el sepulcro de su amigo: «Entonces Jesús, de nuevo profundamente conmovido en su interior, fue al sepulcro» (v. 38). Observa el rostro de Jesús, oye su grito. «Profundamente conmovido» difícilmente capture la emoción del idioma original: enebrimesato, que significa resoplar como un caballo enojado; «turbado», etaraxen, que significa agitado, confundido, desordenado, temeroso, sorprendido, como cuando Herodes se «turbó» a causa de los sabios (Mt. 2:3); o como cuando los discípulos estaban «turbados» y «de miedo se pusieron a gritar» al ver a Jesús caminar sobre el mar (Mt. 14:27). Ahora es Jesús quien es arrojado de su caballo, por así decirlo. El Señor de la Vida, por medio de quien y para quien «fueron creadas todas las cosas, tanto en los cielos como en la tierra, visibles e invisibles; ya sean tronos o dominios o poderes o autoridades» (Col. 1:16), se vio a sí mismo superado por el dolor. De hecho, más que dolor: enojo. ¿Y por qué no? Ahí estaba Él, cara a cara con el «último enemigo» que derrotaría en su lucha contra Satanás. Y Él «lloró». Marta confió en Jesús cuando quitó la piedra a su orden. Tal vez había oído y recordado la promesa de Jesús: «Porque viene la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz, y saldrán» (Jn. 5:28-29). La resurrección de Jesús será las «primicias de los que durmieron» (1 Cor. 15:20), pero la resurrección de Lázaro es en un sentido el preludio a esa gran inauguración del último día. Esta es la señal culminante porque «el último enemigo es la muerte» (1 Cor. 15:26).

Conclusión

La buena noticia de todo esto es que «el último enemigo es la muerte». «El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la ley». Esa es la mala noticia. «Pero a Dios gracias, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Cor. 15:56-57). Al final, el triunfo deja atrás, supera y sobrepasa la tragedia. Pero lo hace a un costo doloroso. En su muerte y resurrección, Jesús aplastó la cabeza de la serpiente, venciendo así al «último enemigo» de cada creyente. Lo que necesitamos de nuevo es una iglesia que pueda cantar en días tristes de tal forma que enfrente el mundo real con honestidad y honradez, reconociendo el aspecto trágico de la vida aún más que lo que un nihilista podría imaginar y sabiendo que el que resucitó a Lázaro también resucitó y está a la diestra de su Padre, hasta que todos los enemigos, incluso la muerte, estén bajo sus pie

Michael Horton

Es el Profesor de Teología Sistemática y Apologética en el Seminary Westminster en California, Estados Unidos. Es autor de varios libros y anfitrión de un programa radial y un programa de preguntas y respuestas que se transmite en todo los Estados Unidos. Él vive con su esposa Lisa y cuatro hijos en Escondido, California.

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