Anteriormente, habíamos destacado dos aspectos de los padecimientos de nuestro Señor en su obra redentora. A saber, el abandono de sus amigos y el desprecio de los hombres. En la tercera y última parte de nuestra serie de artículos que considera algunos de los sufrimientos de Cristo, quisiera enfocar mi atención al elemento que quizá es el más trágico y misterioso de los padecimientos de nuestro Señor: El desamparo de Su Padre. Los cuatro evangelistas recogen las palabras más dramáticas que cualquier hombre ha pronunciado: Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (S. Mateo 27:46 RVR1960) Cuando los creyentes sufrimos el rechazo, el desprecio y el abandono de los más cercanos, nos consolamos con la idea de que Dios no nos dejará. En momentos difíciles, nuestra esperanza nace de saber que Dios no nos abandona. En un sentido tenemos la misma expectativa del rey David quien decía: Aunque mi padre y mi madre me dejaran, Con todo, Jehová me recogerá (Salmos 27:10).
Jesús no pudo decir lo mismo
Jesús, en su hora más dura, no pudo decir lo mismo que el rey David. El Hijo de Dios, no pudo refugiarse en su Padre, porqué precisamente su Padre lo estaba moliendo por los pecados de los hombres. En un sentido podemos decir que Cristo sufrió ese terrible abandono porqué llevaba y padecía la ira del Dios santo. Por eso, en referencia al sacrificio de Jesús, el profeta Isaías dijo «Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento…» (Is 53:10). El cuadro es dramático. El justo estaba padeciendo, sin la posibilidad de ser ayudado. El bueno estaba sufriendo sin la esperanza de ser redimido. Su Padre lo había desamparado.
Elí, Elí ¿lama sabactani?
Ahora bien, aunque algunas interpretaciones que se le han dado a este texto han debilitado la fuerza de este clamor, debemos reconocer que lejos de ser un grito de incredulidad o uno de indignación, el abandono que experimentó Jesús fue un abandono real. Dicho de otra forma, en la cruz del calvario, en esa oscura hora, el Unigénito Hijo de la gloria fue literalmente abandonado por su Padre.
Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?
Cómo bien lo expresó John Stott en su libro La Cruz de Cristo: «Consiste en tomar las palabras tal cual aparecen y entenderlas como un grito de real y verdadero desamparo». Es decir, el desamparo fue real. El abandono no fue una simple percepción en medio del dolor, sino que fue un grito de angustia por la distancia real que el Dios santo estaba marcando con su Hijo, que fue hecho maldición y pecado (Gálatas 3:13 & 2 Cor 5:21). El mismo Juan Calvino comentaba acerca de tan dramáticas palabras diciendo: «La tristeza de su alma fue tan profunda y violenta, que lo forzó a proferir semejante grito». Semejante clamor solo puede ser comprendido a la luz de ese trágico abandono que experimentó el amado Hijo de Dios.
Los hombres nunca entenderemos este abandono
Ahora bien, para ampliar este aspecto de los sufrimientos de Jesús debemos añadir algo que merece especial atención. Y es que los hombres nunca entenderemos este abandono que nuestro Señor experimentó. Es decir, aunque podemos haber sufrido el desamparo y el alejamiento de amigos y familiares, nunca podremos identificarnos con este sufrimiento porque el abandono de Jesús es único en su especie. Dicho de otra manera, en la experiencia humana no hay nada que se corresponda a ese desamparo. No tenemos un punto de referencia. El único que conoce la comunión perfecta con el Padre, de primera mano y por la eternidad, es el Hijo de Dios. Ningún mortal puede comprender esta clase de armonía. Para los creyentes esta clase de intimidad es extraña. La relación que había entre el Padre y el Hijo era de un eterno, perfecto y profundo amor, por eso, llegar a entender la intensidad y la naturaleza del abandono, es imposible.
Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?
Es por esta razón que nunca comprenderemos esta separación cuando Cristo dejó la gloria que compartía con el Padre y mucho menos entenderemos el desamparo que experimentó en la cruz. Esto es lo que hace el padecimiento de nuestro Señor algo misterioso, incomprensible y a su vez glorioso. Esto nos ayuda a apreciar el gran precio de la redención y nos revela la grandeza de nuestro Salvador. Esta ira, castigo y desamparo que padeció Cristo, fueron reales para que los creyentes nunca experimentemos la ira, el castigo y el desamparo de Dios. Estas palabras de desesperación fueron pronunciadas para que ningún hijo de Dios las tenga que pronunciar de nuevo.